La Momia (52 page)

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Authors: Anne Rice

—Ramsey ya ha soportado demasiados atropellos, y nosotros también. Ya ha declarado que Henry confesó haber asesinado a su tío.

—Me lo dijo con toda claridad —confirmó Ramsés secamente.

—Quiero que nos devuelvan los pasaportes de inmediato

—exigió Elliott.

—Pero el Museo Británico...

—Joven... —comenzó a decir Gerald.

—Lawrence Stratford donó una fortuna al Museo Británico —declaró Elliott tajantemente. Ya se había cansado. La farsa había sobrepasado los límites de su paciencia—. Escuche, Miles —

agregó, inclinándose hacia él y fulminándolo con la mirada—, quiero que aclare este asunto aquí y en este mismo momento, a no ser que tenga la intención de convertirse en un proscrito social. Porque le aseguro que si mis amigos, incluido Reginald Ramsey, no cogen mañana el tren a Port Said, jamás volverá a ser recibido por ninguna familia de El Cairo que tenga el menor respeto por el decimoséptimo duque de Rutherford. ¿Me he explicado con claridad?

El despacho quedó en silencio. El joven palideció.

—Sí, milord —respondió en un susurro. Entonces abrió un cajón de su escritorio, sacó los pasaportes uno por uno y los dejó sobre la mesa.

Elliott los recogió con un gesto rápido antes de que Gerald pudiese hacerlo.

—Esto me resulta tan desagradable como a usted —aseguró—. Jamás he dicho nada parecido a un ser humano en mi vida, pero quiero que mi hijo quede libre y pueda volver a Inglaterra de inmediato. Yo me quedaré en esta ciudad inmunda todo el tiempo que sea necesario, y responderé a todas las preguntas que quiera.

—Sí, milord, si puedo darle al gobernador garantías de que usted...

—¡Acabo de decírselo! ¿Qué necesita, un juramento de sangre?

Ya era suficiente. Sintió que Gerald le apoyaba una mano en el brazo. Había conseguido lo que quería.

Samir lo ayudó a levantarse. El grupo cruzó la antesala y siguió el pasillo hasta llegar al amplio porche.

—Bien hecho, Gerald —dijo Elliott—. Te llamaré si te necesito. Te agradecería que le notificaras a Randolph todo esto. Ahora mismo no me siento capaz de hacerlo yo mismo. Pero hoy mismo le escribiré una larga carta...

—Yo suavizaré las cosas, Elliott. No hace falta darle detalles. Cuando arresten a Henry ya va a ser bastante doloroso.

—Ya nos preocuparemos de el o cuando suceda.

Ramsey estaba impacientándose. Comenzó a descender los escalones hacia el coche que los esperaba. Elliott estrechó la mano de Gerald y se dirigió también hacia el coche.

—¿Hemos acabado ya con esta representación? —preguntó Ramsés—. Estoy perdiendo un tiempo muy valioso.

—Yo creo que ahora tiene mucho tiempo —repuso Elliott con una amable sonrisa. Se sentía de buen humor: habían vencido y estaban libres—. Es imprescindible que nos acompañe al hotel, que lo vean allí.

—¡Tonterías! Y la idea de ir a la ópera esta noche es ridícula.

—Hay que hacer las cosas con propiedad —replicó Elliott tras tomar asiento en el automóvil—. Pase. Ramsés se quedó allí, inmóvil, furioso.

—Mi señor, ¿qué podemos hacer hasta que tengamos alguna pista sobre su paradero? —

preguntó Samir—. Nosotros solos nunca podremos encontrarla.

Esta vez no le dio miedo la pequeña habitación que se movía. Sabía lo que era, y que era una comodidad de la gente de aquel tiempo, como el tren, los automóviles y todos los extraños artefactos que en un principio le habían parecido instrumentos del horror, cosas concebidas para infligir sufrimiento y muerte.

Aquel a habitación móvil no servía para torturar a la gente, ni las locomotoras servían para lanzarlas contra la multitud. Era extraño que hubiese interpretado todo pensando en sus más terribles posibilidades.

Y ahora el joven lord le estaba explicando multitud de cosas. De hecho llevaba ya horas sin parar de hablar. Prácticamente no hacía falta preguntarle nada: a él le gustaba hablar sobre la momia de Ramsés el Maldito y sobre Julie Stratford, que era una mujer moderna; y sobre cómo Gran Bretaña había forjado su gran imperio y cosas por el estilo. Era evidente que había estado enamorado de Julie Stratford, y que Ramsey se la había «robado». Pero no le importaba, en absoluto. Lo que él había creído amor era algo más débil, de conveniencia, algo demasiado fácil. Le había preguntado si realmente quería saber más cosas sobre su familia. Ella le había pedido que le hablara de historia, de El Cairo, de Egipto, del mundo...

Había sido difícil evitar que llamara a su padre. El pobre se sentía culpable. Pero ella había empleado todo su poder de persuasión para evitarlo. Y le había dicho que no necesitaba cambiarse de ropa, que su camisa y su traje estaban tan inmaculados como la noche anterior.

Cruzaron al vestíbulo y se dirigieron a su Rolls Royce para ir a visitar las tumbas de los mamelucos y los monumentos históricos que tanto le interesaban. El tapiz de sus recuerdos se iba completando por momentos.

Pero él había comentado más de una vez que su rostro parecía haberse ensombrecido desde la noche anterior. Y eso le producía inquietud, pues sentía por aquel joven un afecto muy poderoso.

—¿Y a ti te gusta esto? —había preguntado ella mientras se aproximaban a la puerta principal.

El hizo una pausa y la miró como si fuera por primera vez. Era tan fácil sonreírle... Aquel muchacho merecía la más tierna de las sonrisas.

—Eres la cosa más maravillosa que me ha sucedido jamás —aseguró él—. Me gustaría poder expresar con palabras el efecto que tienes sobre mí. Eres...

Se detuvieron y se miraron profundamente a los ojos entre el bul icio del vestíbulo.

—¿Como un fantasma? —sugirió ella—. ¿Como un ser de otro mundo?

—No, eres demasiado... real para ser un fantasma. —Alex rió suavemente—. Estás tan viva, eres tan cálida...

Atravesaron el porche tomados del brazo. El coche estaba esperando, como él había dicho.

«Es un gran salón negro con mullidos asientos de terciopelo», había dicho él.

—Espera. Me acercaré a recepción y dejaré un mensaje para mi padre. Lo veremos esta noche.

—Puedo hacerlo yo por usted, milord —sugirió el sirviente que les había abierto la puerta.

—Oh, gracias, es usted muy amable —agradeció Alex con cortesía, con la misma generosidad que mostraba en todo. Mientras le ofrecía una pequeña propina, lo miró directamente a los ojos—. Dígale que lo veremos esta noche en la ópera, por favor.

Cleopatra admiraba la gracia sutil con que hacía las cosas más insignificantes. Volvió a cogerse de su brazo mientras descendían las escaleras.

—Cuéntame más cosas de Julie Stratford —pidió ella mientras él le abría la puerta del coche—. ¿Qué es una mujer moderna?

Ramsey seguía discutiendo cuando el coche se detuvo delante de la escalinata de entrada del Shepheard's.

—Haremos lo que la sociedad espera de nosotros —dijo Elliott—. Tiene el resto de la eternidad para buscar a su reina perdida.

—Pero lo que me asombra —insistió Ramsey—, es que Julie acuda a un baile cuando se busca a su primo por varios asesinatos.

—Según las leyes inglesas, amigo mío, un hombre es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad —explicó Elliott, aceptando la ayuda de Ramsey para descender del coche—.

Y, en teoría, para nosotros Henry es inocente. No sabemos nada acerca de las atrocidades que se han cometido, así que ante la sociedad cumpliremos con nuestro deber como ciudadanos de la Corona.

—Sí, definitivamente debía haber sido consejero de un rey —afirmó Ramsey.

—Dios mío, mire allí.

—¿Qué?

—Mi hijo va en aquel coche con una mujer. ¡En un momento como éste!

—Bueno, supongo que está haciendo lo que la sociedad espera de él —repuso Ramsey de mal humor dirigiéndose hacia la puerta del hotel.

—Lord Rutherford, perdone. Su hijo me ha encargado que le diga que se reunirá con usted esta noche en la ópera.

—Gracias —contestó Elliott, y dejó escapar una breve risa irónica.

Elliott entró en el salón de su
suite.
Sólo tenía ganas de dormir. Se tomaría una copa, aunque estaba empezando a cansarse de beber. Quería tener la cabeza despejada, pero era consciente de los peligros que el o entrañaba.

Ramsey lo ayudó a sentarse en una butaca.

De repente se dio cuenta de que estaban solos. Samir se había retirado a su habitación y Walter debía de haber salido.

—¿Y qué hará usted ahora, milord? —preguntó Ramsey. Estaba de pie en el centro de la habitación y miraba a Elliott fijamente—. ¿Volver a Inglaterra después de su bonito baile, como si nada de todo esto hubiera ocurrido?

—Su secreto está seguro. Siempre lo ha estado. Nadie creería lo que han visto mis ojos.

Sólo desearía poder olvidarlo, aunque sé que no será así.

—¿Y se ha desvanecido su ansia de inmortalidad? Elliott dejó escapar una breve carcajada y respondió con voz tranquila, como aliviado ante su propia resignación.

—Quizás encuentre en la muerte lo que busco, más de lo que merezco. Siempre existe esa posibilidad. —Sonrió a Ramsey, que pareció sorprendido ante la respuesta—. De vez en cuando —prosiguió Elliott— me imagino el cielo como una inmensa biblioteca con infinitos libros que leer. Y dibujos y estatuas que contemplar. Lo imagino como una gran puerta que se abre al conocimiento. ¿Cree usted que el más al á podría ser algo así, y no una única y aburrida respuesta a todas nuestras preguntas?

Ramsey le dedicó una sonrisa triste y soñadora.

—Un paraíso hecho a la medida del hombre. Como el cielo de nuestra antigua religión.

—Sí, supongo que sí. Un gran museo y una derrota de la imaginación.

—No lo creo.

—Oh, hay tantas cosas que me gustaría discutir con usted, tantas preguntas que querría hacerle...

Ramsey siguió mirándolo en silencio, y Elliott tuvo la absurda sensación de estar siendo juzgado, evaluado.

—Pero es demasiado tarde para todo eso —suspiró Elliott—. La única inmortalidad que me importa ahora es mi hijo Alex.

—Es usted un hombre sabio. Lo supe la primera vez que lo miré a los ojos. Y, por cierto, engaña usted muy mal. En cuanto me dijo que Cleopatra había asesinado a Henry y a su amante, comprendí que ella debía estar en la casa de la bailarina. Lo dejé seguir con su juego pues quería ver hasta dónde se atrevía a llegar, pero abandonó. No sirve usted para estas cosas.

—En fin, mi breve carrera como aventurero ha terminado. A no ser que quiera usted que me quede aquí cuando los chicos vuelvan a casa. Pero no sé de qué ayuda puede serle un hombre tullido y prematuramente envejecido.

Ramsey parecía perplejo.

—¿No tuvo miedo de ella cuando la vio en el museo? —preguntó por fin.

—¿Miedo? Estaba horrorizado.

—Pero la ayudó, le dio cobijo. No puede haberlo hecho sólo para sus propios fines.

—¿Mis fines? No, no lo creo. Me parecía irresistible, como usted. Era el misterio lo que me atraía. Quería capturarlo, entrar en él. Además...

—Sí.

—Era... un ser vivo. Un ser humano que sufría terriblemente.

Ramsey pareció pensar un momento.

—Debe usted convencer a Julie de que vuelva a Londres. Hasta que todo esto haya terminado —dijo Elliott.

—Sí, lo haré —repuso Ramsey.

Salió de la habitación en silencio y cerró la puerta tras de sí.

Pasearon por la Ciudad de los Muertos, «el sitio de los exaltados», como dicen los árabes, donde los sultanes mamelucos habían construido sus mausoleos. Vieron la fortaleza de Babilonia y recorrieron los bazares. Ahora Alex comenzaba a sentir con fuerza el calor de la tarde, y Cleopatra estaba impresionada por todas las cosas que había aprendido y descubierto, el largo hilo de la historia que iba engarzando los siglos desde sus tiempos hasta aquella tarde radiante.

Pero ya no quería ver más ruinas. Sólo quería estar con él.

—Me gustas, joven lord —le dijo—. Me consuelas. Me haces olvidar el dolor y las cuentas que debo ajustar.

—¿Pero qué quieres decir con eso, mi amor?

La fragilidad de aquel mortal volvió a abrumarla. Le pasó los dedos por el cuello. Los recuerdos volvieron a su mente. Todo se parecía demasiado a las profundidades tenebrosas de las que había salido.

¿Sería siempre igual? ¿Se habría hundido Marco Antonio en aquellas oleadas negras?

Volvió a ver a Ramsés darle la espalda y negarse otra vez a darle el elixir a Marco Antonio. Ella había caído de rodillas a sus pies y le había suplicado: «No lo dejes morir».

—Sois tan frágiles, todos vosotros... —susurró para sí.

—No te entiendo, cariño.

¿Estoy condenada a la soledad en medio de este mundo de mortales? ¡Oh, Ramsés, te maldigo! Y, sin embargo, cuando volvió a ver aquella habitación, con el hombre moribundo tendido en la cama y el otro, el inmortal, dándole la espalda, comprendió algo que no había percibido en aquellos momentos trágicos: vio que ambos eran humanos, vio el dolor en los ojos de Ramsés.

Más tarde, después del entierro de Marco Antonio, cuando el a se había negado a moverse o a hablar, Ramsés le había dicho: «Tú eras la mejor de todas. Eras la única. Tenías el coraje de un hombre y el corazón de una mujer. Eras la mejor. Tenías la inteligencia de un rey y la astucia de una reina. Pensé que los amantes serían para ti una escuela, y no tu ruina».

¿Qué hubiera dicho ahora, de repetirse la misma situación? ¿Ahora lo sé, ahora comprendo? Pero la amargura estaba profundamente arraigada en su interior, aquel odio oscuro e incontrolable que sentía incluso al mirar al joven lord Summerfield, aquel muchacho frágil y bueno.

—¿No tienes confianza en mí? —preguntó él—. Sé que hace muy poco que nos conocemos, pero...

—¿Qué quieres decirme, Alex?

—Te sonará demasiado estúpido.

—Dímelo.

—Que te amo.

Ella le acarició la mejilla con dulzura.

—¿Pero quién eres? —inquirió él—. ¿De dónde vienes? —Le tomó la mano y se la besó.

Un leve estremecimiento de pasión recorrió el cuerpo de Cleopatra e hizo palpitar sus pechos.

—Jamás te haré daño, lord Alex.

—Alteza, dime tu nombre.

—Dame tú un nombre, lord Alex. Llámame como quieras, ya que no crees el nombre que te dÍ.

Sus oscuros ojos castaños mostraban preocupación. Si la besaba en aquel momento, lo arrastraría al suelo y le haría el amor sobre las grandes losas de piedra hasta que volviera a caer exhausto.

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