Read La Momia Online

Authors: Anne Rice

La Momia (54 page)

—Oh, cariño, ahora no —suplicó a Alex.

El grupo se alejó de ellos arrastrado, por la muchedumbre.

—Pero, amor mío, sólo quiero que sepan que estamos aquí. Y, además, es maravilloso: la presencia de Ramsey quiere decir que las cosas se han aclarado. Todo ha vuelto a la normalidad. Pitfield ha hecho el milagro.

—¡Quédate conmigo, Alex, por favor! —¿Había sido su tono demasiado imperioso?

—Como quieras, alteza —aceptó él con una sonrisa comprensiva.

¡Lejos de ellos! Cleopatra sintió que la desesperación la sofocaba. Cuando llegaron al final de la escalera, miró atrás. El grupo había desaparecido tras una puerta con cortinas de terciopelo. Alex y ella iban en otra dirección, gracias a los dioses.

—Bien, parece que estaremos en el extremo opuesto del auditorio —comentó él con una sonrisa—. ¿Pero cómo puedes ser tan tímida, cuando eres tan adorable, cuando eres la mujer más hermosa que he conocido jamás?

—Te quiero para mí. No quiero compartirte con nadie. Créeme, el mundo destruirá esto, Alex.

—Ah, eso no es posible —dijo él con la mayor inocencia.

Elliott estaba junto a la entrada del auditorio.

—¿Dónde diablos estará Alex? ¿Qué le habrá pasado para desaparecer de esta forma?

Estoy empezando a perder la paciencia.

—Elliott, Alex es la menor de nuestras preocupaciones —afirmó Julie—. Posiblemente habrá encontrado otra heredera norteamericana: el tercer gran amor de su vida en una semana.

Una amarga sonrisa se dibujó en los labios de Elliott cuando pasaron al palco. Sólo había visto de la mujer con la que se había alejado su hijo un gran sombrero, muchos encajes y una melena oscura y suelta. Quizás hubiera tenido el golpe de suerte que tanto necesitaba.

Era como un gran anfiteatro cubierto. Al fondo, oculto por grandes cortinajes, estaba el escenario. Y a los pies de éste, un numeroso grupo de hombres y mujeres haciendo horribles sonidos con sus instrumentos. Cleopatra se llevó las manos a los oídos.

Alex la condujo por el estrecho pasillo hasta sus asientos. Cleopatra se volvió hacia la izquierda y vio a Ramsés, al otro extremo de la sala. A su lado estaba sentada la mujer pálida de ojos grandes y asustados. Lord Rutherford había tomado asiento detrás de el os, junto a un egipcio de piel oscura, tan elegantemente vestido como todos.

Intentó apartar los ojos de ellos. No podía comprender plenamente el torbellino de emociones que se había desatado en su interior. Entonces Ramsés pasó el brazo por los hombros de la mujer y la estrechó contra sí como si estuviera consolándola. De repente vio en los ojos de ella el inequívoco brillo de las lágrimas. Ramsés la besó, y ella, inclinándose hacia él, le devolvió el beso.

Un lanzazo de dolor atravesó el corazón de Cleopatra. Era como un cuchillo que la traspasase de parte a parte y la abriese en dos. Apartó la vista, temblorosa, y miró hacia adelante, a la oscuridad.

Creyó que iba a echarse a llorar. Sentía un odio devastador hacia aquella mujer. «Dale a Marco Antonio el elixir.»

En ese momento, la sala se oscureció por completo y apareció un hombre ante el público, que lo saludó con un fuerte aplauso.

El hombre hizo una reverencia, alzó las manos y se volvió hacia los músicos, que ahora estaban inmóviles en completo silencio. Al hacer una señal, la música comenzó a sonar. Era una melodía poderosa, trágica y hermosa.

El sonido la conmovió profundamente. Sintió la mano de Alex sobre la suya. La música pareció envolver su cuerpo y aliviar su dolor.

—Tiempos modernos —susurró—. ¿Estaba llorando? ¡No quería sentir aquel odio! Ramsés volvió a aparecer en su mente, inclinándose sobre ella en la oscuridad. ¿Era una tumba? Sintió el elixir en la boca y lo vio retroceder aterrado. «Ramsés.» ¿Pero lo odiaba realmente por haberla resucitado? ¿Podía realmente maldecirlo por ello?

¡Estaba viva!

Elliott salió un momento del palco para leer a la luz eléctrica del pasillo la nota que le habían llevado.

—Estaba en la recepción del hotel, señor —explicó el muchacho mientras Elliott buscaba una moneda en el chaleco y se la daba.

«Padre:

»Os veré en la ópera o después, en el baile. Siento ser tan misterioso, pero he conocido a una dama extraordinaria.

»Alex.»

Asombroso e indignante. Pero, en fin, que así fuera. Volvió a entrar en el palco y tomó asiento.

Ramsés no hubiera creído posible disfrutar del espectáculo. Todavía estaba furioso con Elliott por haberlo obligado a perder aquel tiempo precioso. Y, desde luego, la ópera le habría parecido ridícula de no haber sido tan hermosa. Los obesos «egipcios» cantaban en italiano con un fondo de templos de cartón y estatuas de aspecto grotesco. Pero la música lo cautivó, a pesar de que era evidente que acentuaba el dolor de Julie. Las poderosas voces que cantaban lo conmovieron profundamente. Debía reconocer que le estaban proporcionando un placer inmenso. Incluso llegó a pensar que quizá Cleopatra hubiera huido de El Cairo, que se hubiera perdido para siempre en el mundo moderno, fuera de su alcance. La idea lo aliviaba y a la vez lo aterraba. ¿Qué efecto tendría la soledad en Cleopatra cuando pasaran los meses y los años? ¿Qué la impulsaría a hacer el odio?

Se llevó a los ojos los mágicos anteojos, y vio a Ramsés y Julie con claridad. Ella estaba llorando, de eso no había duda. Tenía los ojos oscuros fijos en el escenario, donde un feo hombrecillo cantaba aquella hermosa canción, «Celeste Aída». Su voz era extraordinariamente potente, y Cleopatra sintió que la melodía le rompía el corazón.

Iba a dejar los anteojos cuando de repente Julie Stratford susurró algo en el oído de su acompañante. Los dos se levantaron. Julie Stratford cruzó la cortina, y tras ella Ramsés.

Cleopatra tocó la mano de Alex rápidamente.

—Espera aquí —le susurró al oído.

A él le pareció bastante natural, pues no intentó detenerla. Se dirigió con pasos rápidos a la salida del auditorio y salió con cautela al vestíbulo del segundo piso.

Estaba casi desierto. Tras un mostrador de mármol los sirvientes preparaban bebidas a un grupo de ancianos que parecían bastante incómodos en sus uniformes blancos y negros. Uno de ellos tiraba del cuel o de su camisa obviamente molesto.

Al otro extremo del salón estaban Julie Stratford y Ramsés en una mesa, hablando en susurros. Intentó acercarse más para oír sus palabras y se llevó los prismáticos a los ojos, pero, aunque vio sus rostros con claridad, no pudo oír sus palabras.

Julie Stratford negaba con la cabeza e intentaba apartarse de él, pero Ramsés le retenía la mano. ¿Qué era lo que ella decía con tal apasionamiento? Él seguía suplicando, con aquella insistencia que Cleopatra conocía muy bien, pero al parecer Julie Stratford era tan fuerte como el a misma lo había sido.

De repente la joven se levantó, cogió su pequeño bolso y se alejó con la cabeza baja.

Ramsés, con aire desesperado, apoyó la frente en la mano.

Cleopatra siguió a Julie sin apartarse de la pared, rogando que Ramsés no la viera.

Julie Stratford cruzó una puerta de madera con una inscripción que rezaba «DAMAS».

Cleopatra no sabía qué hacer. Entonces oyó una voz a su lado. Era un joven sirviente.

—¿Busca el tocador, señorita? Es aquella puerta de allí.

—Gracias —dijo ella, y se dirigió hacia la puerta. Evidentemente era un lugar público.

Gracias a Dios el tocador estaba desierto. Julie se sentó en el último taburete de terciopelo, frente al gran espejo, e intentó serenarse. Se cubrió los ojos con las manos.

Aquella criatura, o aquel monstruo, o como quisiera llamarlo, andaba libre por algún lugar, y ellos estaban allí encerrados asistiendo a la representación como si no hubiera sucedido ningún horror, como si no fueran a seguir sucediendo.

Pero lo peor era que Ramsés insistía en que debían separarse, mientras le apretaba la mano y le decía que no podía soportar perderla.

Entonces ella había estallado.

—Ojalá no te hubiera visto nunca. Ojalá hubieras dejado a Henry acabar con lo que había, empezado.

¿Lo había dicho de verdad? Él le había hecho daño en la muñeca al apretarla. Todavía le dolía ahora, mientras seguía llorando suavemente en aquella habitación llena de espejos.

—Julie —le había dicho él—, sé que he hecho una cosa horrible. Pero ahora estoy hablando de ti y de mí. Tú estás viva y eres una mujer completa, un cuerpo y una alma unidos...

—No, no lo digas —había suplicado ella.

—Bebe el elixir y ven conmigo para siempre. Julie había sido incapaz de permanecer junto a él. Se había alejado llorando y se había refugiado allí. Intentó calmarse, pensar, pero no pudo.

Se dijo que tenía que ver su vida en perspectiva, antes de comenzar aquella terrible aventura, antes de conocer a aquel misterioso hombre que había entrado en su vida... Era insoportable.

Al ver que se abría la puerta ocultó el rostro en el pañuelo e inclinó la cabeza, tratando de tranquilizarse.

En aquel momento sólo deseaba estar sola en el hotel. Y la mujer que había entrado, ¿por qué estaba tan cerca? ¿Por qué se había sentado en el taburete contiguo al suyo? Julie volvió la cabeza hacia el otro lado. Tenía que recuperar el control sobre sí misma. Tenía que aguantar hasta que terminara aquella absurda velada, aunque sólo fuera por Elliott. Dobló el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

Por casualidad levantó la vista hacia el espejo. La mujer que estaba sentada a su izquierda la miraba fijamente con grandes y feroces ojos azules. Estaba muy cerca de el a, a pocos centímetros. Era de una belleza extraordinaria, y la larga y rizada melena negra le caía sobre los hombros desnudos y la espalda.

Julie se volvió y miró de frente a la mujer. Intentó apartarse de ella todo lo que le permitía el taburete y apoyó una mano en el espejo para sostenerse.

—¡Dios santo! —Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Estaba temblando violentamente.

—Oh, eres muy bella, es verdad —dijo la mujer con voz grave y perfecto acento británico—.

Pero no te ha dado su precioso elixir. Eres mortal. De eso no hay duda.

—¿Quién es usted? —preguntó Julie, horrorizada. Pero lo sabía.

—¿O no lo llamáis así? —siguió la mujer mientras se acercaba más a el a. Su rostro fuerte y hermoso parecía eclipsar la luz—. ¿Por qué me ha despertado a mí de mi sueño, y a ti no te ha dado su poción mágica?

—¡Déjeme! —murmuró Julie, presa de violentos temblores. Intentó levantarse, pero la mujer la tenía arrinconada. Estaba a punto de gritar.

—Pero rebosas vida —siseó la mujer—. Eres joven, delicada como una flor. Sería tan fácil cortarte...

Julie tenía la espalda contra el espejo. ¿Podría hacer caer a la mujer si la empujaba?

Parecía imposible. Igual que cuando había visto a Ramsés salir de su sarcófago, sintió que estaba a punto de desmayarse.

—Parece monstruoso, ¿verdad? —continuó la mujer con la misma voz sibilante—. Que yo pueda cortar esta hermosa flor simplemente porque él dejó morir al hombre que yo amaba.

¿Qué tienes tú que ver con lo que yo perdí hace tanto tiempo? Julie Stratford a cambio de Marco Antonio. No parece justo.

—¡Por Dios, déjeme ir! —gimió Julie—. Que Dios nos ayude a las dos. Oh, por favor, déjeme...

La mano de Cleopatra aferró su garganta como un rayo. No podía soportar ver cómo sus dedos le arrebataban la vida a aquella pobre joven. Le golpeó la cabeza contra el espejo una vez, dos veces, y ella casi perdió la conciencia.

—¿Por qué no debo matarte? ¡Dímelo! —le susurró al oído.

De repente la mano soltó su presa. Julie cayó de bruces sobre el tocador intentando hacer llegar aire a sus pulmones.

—¡Ramsés! —gritó sin fuerzas—. ¡Ramsés!

Se abrió la puerta de la habitación, y dos mujeres contemplaron la escena boquiabiertas.

Cleopatra se levantó de un salto, pasó entre las dos mujeres apartando a una de el as de un empujón y desapareció como un torbellino de satén plateado y cabellos negros.

Julie cayó al suelo sollozando.

Oyó gritos y carreras. Una anciana de manos suaves y arrugadas la ayudó a ponerse en pie.

—Tengo que ver a Ramsés —murmuró Julie, tratando de llegar a la puerta. Las mujeres la retuvieron, insistiendo en que se sentara.

—¡Que alguien le traiga un vaso de agua!

—¡No, déjenme!

Al fin consiguió llegar a la puerta y se abrió paso a través del grupo de mujeres que se arremolinaba a su alrededor. Ramsés llegó corriendo y la tomó en sus brazos.

—Estaba allí —gimió en su oído—. Me habló. Me tocó. —Se llevó la mano a la garganta—.

Huyó cuando entraron aquellas mujeres.

—¿Qué ocurre, señorita?

—Señorita Stratford, ¿qué le ha sucedido?

—Nada, estoy bien. —Ramsés la alzó prácticamente en vilo y la llevó a un lado.

—Bueno, yo sólo vi a una mujer junto a ella. Sí, una mujer alta con el pelo negro y suelto.

Ramsés la condujo de nuevo al palco. Julie no veía con claridad. Elliott y Samir estaban inclinados sobre ella, y la música volvía a sonar con toda su fuerza. Samir le ofreció una copa de champán. ¡Qué absurdo, champán!

—Está aquí, en algún lugar. Dios mío, era como un ángel de la muerte... Como una diosa.

¡Ramsés, me conocía! Sabía mi nombre. Habló de venganza por la muerte de Marco Antonio.

¡Ramsés, sabía quién soy!

El rostro de Ramsés era una máscara furiosa. Se dirigió hacia la puerta, pero ella se aferró a su brazo, volcando la copa de champán.

—¡No, no te vayas! No me dejes sola—susurró—. Podría haberme matado. Quería matarme, pero no pudo. ¡Ramsés! Es un ser humano, con sentimientos. ¡Oh, Dios, qué has hecho! ¡Qué hemos hecho todos!

Había sonado un timbre en el auditorio y la gente salía en tropel a los vestíbulos. Alex estaría buscándola, y quizá se encontrara con el os.

Cleopatra se sentía confusa, incapaz de moverse.

Estaba apoyada en la barandilla de hierro de un pequeño balcón, del que descendía una escalerilla metálica hasta un callejón desierto y oscuro. A sus espaldas, percibía la luz y el bullicio del público que abarrotaba los pasillos. La ciudad era un inmenso tapiz de tejados y luces, cúpulas resplandecientes y torres que horadaban el cielo azul oscuro. Desde allí no se podía ver el Nilo, pero no importaba. El aire era fresco y dulce y llevaba hasta ella el olor de los árboles que se alzaban a sus pies.

Other books

Portadora de tormentas by Michael Moorcock
Whirlwind by Cathy Marie Hake
Get Fluffy by Sparkle Abbey
The Wrong Door by Bunty Avieson
Red Star Rogue by Kenneth Sewell
Housekeeping: A Novel by Robinson, Marilynne
The Icy Hand by Chris Mould