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Authors: Anne Rice

La Momia (56 page)

—¡Piensas que eso justifica lo que me has hecho! —Ella lo obligó a detenerse. No pensaba seguir dejándose arrastrar—. Tenía miedo. Estaba a las puertas de la muerte —confesó—. ¡Era miedo, no amor! ¿Crees que alguna vez te perdonaré que dejaras morir a Marco Antonio?

—Oh, eres tú —susurró él. Los dos se miraron, inmóviles—. Realmente eres tú, mi Cleopatra, con todas tus contradicciones y tu pasión. Eres tú.

—¡Sí, y no miento cuando te digo que te odio! —gritó el a con los ojos llenos de lágrimas—.

¡Ramsés, maldigo el día en que dejé entrar la luz en tu tumba! Cuando tu dulce Julie Stratford esté muerta a tus pies como Marco Antonio lo estuvo a los míos, conocerás el significado de la sabiduría, del amor, y el poder de la que siempre conquista y gobierna. Tu Julie Stratford es mortal. Su cuello puede romperse con la misma facilidad que un junco del río.

¿Estaba hablando en serio? Ni ella misma lo sabía. Con una sacudida furiosa se libró de él y echó a correr.

—¡No, no te dejaré que le hagas daño! —gritó él en latín—. ¡Ni tampoco a Alex, ni a nadie más!

Ella se abrió paso a empujones entre los bailarines. Una mujer lanzó un grito; un hombre cayó sobre su pareja. Cleopatra se volvió y vio que Ramsés estaba muy cerca.

—¡Antes te devolveré a la tumba, a las tinieblas! —vociferaba.

La confusión reinaba en la sala. Cleopatra, aterrada, vio por fin la puerta, y tras ella la libertad. Corrió hacia ella con todas sus fuerzas.

—¡Espera, detente, escúchame! —gritó Ramsés. Al llegar a la puerta, Cleopatra miró atrás y vio que Alex estaba sujetando a Ramsés.

—¡Basta, Ramsey, déjela ir! —Otros hombres rodeaban a Ramsés.

Cleopatra corrió escaleras arriba. Ahora era la voz de Alex la que gritaba su nombre, la que le suplicaba que esperara, que no tuviera miedo. Pero Ramsés se libraría de ellos. No podrían retenerlo, y sus amenazas le resonaban con fuerza en los oídos.

Bajó la escalera agarrada a la barandilla y recogiéndose la falda. Los zapatos de tacón le hacían daño.

—¡Alteza! —gritaba Alex.

Atravesó el vestíbulo a la carrera y salió a la puerta principal. Se acababa de detener un coche al pie de la escalinata. Un hombre y una mujer estaban descendiendo de él mientras un sirviente mantenía la puerta abierta.

Cleopatra miró atrás. Alex bajaba los escalones de tres en tres, y a poca distancia lo seguía Ramsés.

—¡Alteza, espera!

Ella dio la vuelta al coche y apartó de un poderoso empujón al criado. Se sentó al volante y hundió el pie en el acelerador. Cuando el coche arrancaba, Alex saltó sobre la puerta derecha y cayó junto a ella en el asiento. Cleopatra intentó dominar el volante, esquivó por poco los canteros y tomó la calle que conducía al bulevar.

—¡Dios del cielo! —gritó Alex por encima del viento y el rugido del motor—. Ha cogido otro coche. Nos sigue.

Ella pisó a fondo el acelerador y dio un volantazo para evitar a otro automóvil que se acercaba de frente.

—¡Alteza, nos vamos a matar!

Cleopatra sintió el aire frío en el rostro mientras se aferraba al volante. Alex le suplicaba que se detuviese, pero ella sólo podía oír la voz de Ramsés: «¡Te devolveré a la tumba, a las tinieblas!» Huir, tenía que huir.

—¡No les dejaré que te hagan daño!

Por fin el bulevar había dado paso a la carretera abierta. Ahora nada se interponía en su camino, pero mantuvo el acelerador pisado a fondo.

En algún lugar, no muy lejos, estaban las pirámides, y más al á el desierto infinito. ¿Pero adonde iría, dónde se escondería?

—¿Todavía nos sigue? —gritó.

—Sí, pero no dejaré que te haga daño. ¡Te lo dije! Escúchame.

—¡No! —gritó ella—. No intentes detenerme.

Cuando Alex intentó abrazarla, ella lo empujó y, al hacerlo, perdió el control del coche durante un instante y se salió de la carretera. De repente estaban rodeados por la oscuridad.

Los faros del coche apenas iluminaban unos metros de desierto. ¡Había perdido el camino!

A lo lejos vio una luz parpadeante que parecía acercarse a ellos. Entonces oyó aquel sonido, aquel aullido aterrador: el rugido de una locomotora de vapor. ¡Dioses! ¿Dónde podía estar?

El pánico se apoderó de ella. Ya podía oír claramente el zumbido de las ruedas de hierro.

—¿Dónde está? —chilló aterrada.

—Para, detente. ¡No intentes pasar antes que él!

Un fuerte resplandor se reflejó en el espejo retrovisor cegándola momentáneamente. Se llevó las manos un instante a los ojos, pero de inmediato volvió a aferrar el volante. Entonces vio el horror de los horrores, el gran monstruo de metal que la había asustado más que cualquier otra cosa en el mundo. La gigantesca locomotora negra se acercaba a el os por la izquierda a toda velocidad.

—¡El freno! —vociferó Alex.

Las ruedas golpearon contra algo. El coche pareció saltar en el aire y se detuvo. La locomotora pasó a pocos centímetros del coche. Cleopatra vio las enormes ruedas pasar como una exhalación ante sus ojos.

—¡Estamos atascados en los raíles! ¡Maldita sea, vamos, hay que salir! —gritó Alex.

El agudo silbido volvió a sonar, y los raíles zumbaron con fuerza. ¡Se acercaba otra locomotora por la derecha! Cleopatra vio el redondo ojo amarillo que la miraba fijamente.

Estaba atrapada. ¿Cómo podía escapar? A su espalda estaba Ramsés, que gritaba su nombre. Sintió que Alex la cogía del brazo e intentaba sacarla del coche. La horrenda locomotora se abalanzó sobre ella. En el instante en que golpeó el coche, Cleopatra lanzó un grito desgarrador.

Su cuerpo salió despedido hacia arriba. Por un momento se sintió flotar en el aire, por encima del desierto, como una muñeca de trapo que alguien hubiera lanzado al viento. Abajo, los dos monstruos se cruzaban en medio de las arenas del desierto. Entonces un violento resplandor anaranjado la envolvió y escuchó un rugido ensordecedor.

La explosión proyectó hacia atrás a Ramsés, que cayó sobre la arena de espaldas. Durante un breve instante había visto el cuerpo de Cleopatra salir despedido por el aire. Entonces el coche había explotado, y su cuerpo había sido devorado en el aire por una cegadora llama anaranjada. De nuevo la explosión hizo temblar la tierra con su fuerza brutal, y por un momento no pudo ver nada más.

Cuando se puso en pie, la gran locomotora que se dirigía hacia el norte había conseguido frenar. A un lado de las vías estaban los restos ardientes y retorcidos del coche. El tren que se dirigía al sur seguía su camino, inconsciente de la tragedia.

Ramsés corrió hacia el automóvil en llamas. La carrocería retorcida parecía un carbón ardiente, y no se veía en su interior vida ni movimiento. No había rastro de Cleopatra. Iba a lanzarse a las llamas, cuando Samir lo contuvo. De pronto oyó gritar a Julie.

Como en un sueño, se volvió y los miró. Alex Savarell, con las ropas ennegrecidas y humeantes, intentaba levantarse. Su padre estaba de pie junto a él. Era evidente que al joven no le había ocurrido nada grave.

¿Pero dónde estaba ella? Horrorizado, Ramsés contempló los monstruos de metal: uno inmóvil, exhalando vapor entre las ruedas; el otro alejándose a toda velocidad. ¿Se había visto una fuerza parecida en el mundo? La explosión había sido similar a la erupción de un volcán.

—¡Cleopatra! —gritó. Entonces sintió que, a pesar de su fuerza inmortal, se desvanecía.

Julie Stratford lo sostuvo en sus brazos.

Llegó el amanecer iluminando el horizonte con un feroz resplandor. Entre la neblina, el sol parecía un pozo de calor abrasador. Las estrellas se habían desvanecido lentamente.

Ramsés volvió a recorrer el mismo tramo de vía una vez más, bajo la paciente mirada de Samir. Julie intentaba dormir en el asiento trasero de su automóvil.

Elliott y su hijo habían vuelto al hotel.

El fiel Samir era el único que seguía a su lado. Una vez más miró el amasijo de hierros en que se había convertido el automóvil incendiado. Su negro esqueleto era horrendo, como los fragmentos de tapicería achicharrada que seguían colgando de los muelles ennegrecidos.

—Mi señor —dijo Samir con suavidad—, nadie podría sobrevivir a ese accidente. En los tiempos antiguos hubiera sido inimaginable una explosión así.

No. Él había visto una explosión así, en la cima de un volcán en erupción. Era la misma imagen que había acudido a su mente unas horas antes.

—Pero debe haber algún resto, Samir. Debe quedar algo.

¿Pero por qué castigar a aquel pobre mortal que nunca había hecho nada más que ayudarlo y confortarlo? Y Julie, su amada Julie. Tenía que llevarla de vuelta a la tranquilidad y a la seguridad del hotel. No había dicho una palabra desde que todo había ocurrido. Había permanecido a su lado, sosteniéndolo, pero no había pronunciado una palabra.

—Mi señor, debemos dar gracias por lo que ha ocurrido —afirmó Samir—. La muerte la ha reclamado. Sin duda ahora vuelve a descansar en paz.

—¿De verdad lo crees? —susurró Ramsés—. Samir, ¿por qué la asusté? ¿Por qué la hice huir en la noche? Samir, volvimos a luchar como siempre lo habíamos hecho. ¡Los dos queríamos hacernos daño! De repente el tiempo había desaparecido, y nosotros seguíamos peleando... —Se interrumpió, incapaz de continuar.

—Ven a descansar, mi señor. Hasta los inmortales necesitan descansar.

Estaban todos juntos en la estación de ferrocarril. Para Ramsés era un momento de la más pura y sofocante angustia. Pero ya se le habían agotado los argumentos de persuasión.

Cuando la miraba a los ojos no veía frialdad, sino un dolor profundo y lacerante.

Alex también se había convertido en otro ser humano que sólo conservaba el rostro y la figura de aquél. Había escuchado en resentido silencio las verdades a medias que le habían dicho: que era una mujer a la que Ramsey había conocido anteriormente, que estaba loca y que era muy peligrosa. Entonces se había cerrado en sí mismo negándose a escuchar nada más.

Tanto él como el a parecían haber envejecido. El rostro de Julie había perdido algo de su brillo, y Alex tenía un aire de indiferencia completamente nuevo en él.

—No me retendrán aquí más que unos pocos días —dijo Elliott a su hijo—. Calculo que llegaré a Londres una semana después que vosotros. Cuida de Julie.

—Lo sé, padre. Será lo mejor para mí.

Aquella sonrisa que siempre había rezumado calidez era ahora puro hielo.

Volvió a sonar el silbato del tren. Estaban a punto de partir. Ramsés no quería verlo alejarse, no quería oír aquel sonido. Sintió el impulso de escapar, pero sabía que se quedaría hasta el final.

—¿No vas a cambiar de idea? —susurró. Ella siguió evitando sus ojos.

—Siempre te amaré —murmuró con una voz tan débil que él tuvo que inclinarse para oír sus palabras, hasta que los labios de Julie casi rozaban su piel—. Te amaré hasta el día de mi muerte. Pero no, no puedo cambiar de idea.

Alex tomó la mano de Ramsey.

—Adiós, Ramsey. Espero que nos veamos en Inglaterra.

El ritual casi había terminado. Se volvió para besar a Julie, pero ella ya estaba en la plataforma de metal que daba entrada al vagón. Sus ojos se encontraron un instante.

No era reproche ni condena lo que había en los de Julie, pero ya no podía hacer nada más.

Ella se lo había explicado mil veces en las últimas horas.

Finalmente, otra vez aquel estruendo, el terrible sonido chirriante de la locomotora, y la larga hilera de vagones comenzó a moverse a tirones irregulares. Julie apretó la mano contra el cristal y volvió a mirarlo, y una vez más él intentó interpretar la mirada de sus ojos. ¿Era arrepentimiento lo que había visto durante un breve instante?

La voz de Cleopatra resonó en sus oídos: «Grité tu nombre en los últimos momentos».

El tren ya se movía suavemente. La ventana se iluminó de repente por el reflejo del sol y Ramsés ya no pudo ver nada más.

El duque de Rutherford lo condujo fuera de la estación. Allí esperaban los chóferes con las puertas de los automóviles abiertas.

—¿Adonde irá ahora? —inquirió el duque. Ramsés estaba mirando el tren que se alejaba.

—¿Tiene eso alguna importancia? —respondió él. Entonces, como si despertara de un sueño, miró a El iott. Su expresión casi lo sorprendió tanto como la de Julie. No había en ella reproche; sólo tristeza—. ¿Qué ha aprendido de todo esto, milord? —preguntó de repente.

—Eso tardaré un tiempo en saberlo, Ramsés. Quizás un tiempo que no tengo.

Ramsés sacudió despacio la cabeza.

—Después de todo lo que ha visto —dijo a Elliott en voz baja—, ¿todavía querría tomar el elixir? ¿O lo rechazaría, como Julie?

El tren ya había desaparecido, y el silencio reinaba en la estación vacía.

—¿Qué importa eso ahora, Ramsés? —repuso Elliott, y por primera vez Ramsés vio en él un leve aire de amargura y resentimiento.

Se estrecharon la mano.

—Volveremos a vernos —aseguró Ramsey—. Ahora debo irme, o llegaré tarde.

—¿Pero adonde va? —quiso saber Elliott.

Ramsés no respondió. Se volvió y lo saludó con la mano al alejarse. Elliott contestó con una leve inclinación de cabeza y un imperceptible movimiento de la mano, y entró en el coche.

Elliott abrió los ojos. El sol entraba en delgadas líneas a través de las persianas, y el ventilador giraba perezosamente en el techo.

Cogió el reloj de oro de la mesilla: eran más de las tres de la tarde. El barco había zarpado.

Disfrutó de un breve momento de alivio antes de pensar qué más debía hacer ya.

Entonces oyó a Walter abrir la puerta.

—¿Han llamado ya esos cretinos de la oficina del gobernador? —le preguntó.

—Sí, milord. Dos veces. Les dije que estaba durmiendo y que no tenía la menor intención de interrumpir su sueño.

—Eres un buen hombre, Walter. Que se vayan al infierno.

—¿Milord?

—Déjalo, hablaba solo.

—Ah, milord. También ha venido ese egipcio...

—¿Samir?

—Trajo la botella de medicina de parte del señor Ramsey. Está ahí, milord. Dijo que usted ya sabía lo que era.

—¿Qué? —Elliott se incorporó de un salto y volvió la vista hacia la mesa. Era una pequeña botella, como las que se utilizan para vodka o whisky. Y estaba llena de un líquido lechoso que desprendía un extraño resplandor.

—Yo tendría cuidado con esas cosas, milord—recomendó Walter mientras abría la puerta—

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