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Authors: Anne Rice

La Momia (51 page)

—Coraje, majestad. Aquí está, detrás de esa puerta.

Cleopatra vio en la penumbra que, en efecto, había una gran puerta doble cubierta de inscripciones. El corazón había comenzado a latirle con fuerza.

—Entremos en la cámara.

—Sí, majestad. Pero recuerda la advertencia: si lo despiertas, no podrás deshacerte de él.

Es un inmortal de gran poder.

—¡No me importa! ¡Quiero verlo! Ella se había adelantado al sacerdote. A la luz trémula de la antorcha había leído la inscripción en griego:

«Aquí yace Ramsés el Inmortal, que se dio a sí mismo el nombre de Ramsés el Maldito porque no puede morir. Y aquí duerme, esperando la llamada de los reyes y reinas de Egipto.»

Cleopatra retrocedió.

—¡Abre las puertas! ¡Rápido!

A sus espaldas, el sacerdote había tocado alguna palanca oculta en las paredes. Las puertas se habían abierto lentamente con gran ruido, revelando una vasta cámara de paredes desnudas.

El sacerdote había levantado la antorcha al entrar tras el a. Polvo, todo cubierto del claro polvo pálido que indicaba que aquel lugar había permanecido oculto de las fieras salvajes y de los profanadores de tumbas durante muchos años.

Y en el centro, un altar. Sobre él había un ser acartonado con los brazos cruzados sobre el pecho. Su cráneo estaba cubierto por abundantes mechones de cabello castaño.

—Te han engañado —dijo al sacerdote—. Está muerto. El aire seco lo ha conservado.

—No, majestad. Mira la ventana que hay en lo alto y las cadenas que la sujetan. Ahora debemos abrirla.

Cleopatra le había sujetado la antorcha mientras él tiraba con las dos manos de la cadena.

La madera crujió y chirrió, y cayeron nubecillas de polvo del techo. Pero de repente vio que se había abierto una ventana, como un ojo que mirase al cielo azul.

El cálido sol del verano cayó sobre el cuerpo de aquel hombre. Cleopatra vio con ojos incrédulos cómo el cuerpo parecía rellenarse, revivir. Los cabellos castaños crecían con rapidez. Sus párpados temblaron levemente, y sus pestañas se curvaron con suavidad.

—Está vivo. Era cierto.

Cleopatra había tirado la antorcha y había corrido al altar. Se acercó a él sin ocultarle los rayos del sol.

Entonces se habían abierto sus brillantes ojos azules.

—¡Ramsés, despierta! Una reina de Egipto necesita tu consejo.

El la miraba inmóvil, silencioso.

—Eres tan bella... —había susurrado.

Miró por la ventana hacia la plaza que se abría delante del Shepheard's Hotel. Vio cómo despertaba despacio la ciudad de El Cairo. Las carretas y los automóviles comenzaban a circular ruidosamente por las calles limpias y pavimentadas. Los pájaros cantaban en los árboles podados con esmero. Algunas barcazas surcaban las tranquilas aguas del río.

Las palabras de lord Rutherford resonaron de nuevo en sus oídos: «Han pasado muchos siglos... tiempos modernos... Egipto ha sufrido muchas conquistas... maravillas que no puedes imaginar».

Ramsés estaba delante de ella vestido con una túnica blanca. Lloraba y le suplicaba que le escuchara.

¡Había despertado en un lugar oscuro lleno de cristales brillantes, estatuas y sarcófagos!

¡Se había levantado aullando de dolor, con los brazos extendidos, gritando su nombre!

Una mancha de sangre había aparecido en la camisa de Ramsés cuando lo habían herido.

Pero él había intentado acercarse a el a. Entonces un segundo disparo lo había alcanzado en el brazo. El mismo dolor que el hombre llamado Henry le había infligido a ella, la misma sangre y el mismo dolor. Y a la débil luz del amanecer había visto cómo lo arrastraban lejos de ella.

«Ya no puedo morir. ¿No es verdad?» Ramsés estaba de pie a la puerta de su dormitorio.

Ella había estado llorando. Era una joven reina atormentada.

—¿Pero cuánto tiempo?

—No lo sé. Sólo sé que ahora no puedes abandonar todo esto. No comprendes todavía el significado de lo que te ofrezco. Por eso me voy. Haz uso del conocimiento que te he transmitido. Volveré. Puedes estar segura de el o. Volveré cuando más me necesites, y quizá entonces hayas tenido amantes y guerras y dolor, y me des la bienvenida.

—Pero yo te amo...

La habitación del Shepheard's Hotel estaba bañada en una luz anaranjada y cegadora. Los muebles y las paredes habían desaparecido en el resplandor. Las suaves cortinas le acariciaron el rostro al moverse. Se asomó a la ventana. La cabeza le daba vueltas.

—¡Ramsés, ahora recuerdo!

Vio el rostro de la mujer de la tienda de ropa, la joven esclava que gritaba... y el joven, el pobre muchacho que había visto sus huesos desnudos.

«¡Oh, dioses, qué me habéis hecho!»

Intentó apartarse de la luz, pero ésta parecía rodearla por todos lados. El espejo estaba envuelto en llamas. Cayó de rodillas y apoyó las manos en la suave alfombra. Se retorció en el suelo intentando rechazar el inmenso poder que inundaba su cerebro, su corazón. Todo su cuerpo vibraba violentamente, y se sentía flotar en el espacio. Por fin quedó inmóvil. Sentía el calor del sol en toda su piel y un fuego anaranjado en los párpados.

Elliott estaba sentado en el inmenso porche del hotel. La botella vacía reflejaba el primer sol de la mañana. Tenía la cabeza apoyada en los almohadones de la gran butaca y su mente vagaba entre sueños. Había pasado la noche bebiendo, sin comer nada, y ahora todos sus sentidos parecían haberse agudizado.

La locura debía de ser algo así. La luz parecía un milagro incomprensible del cielo; el gran automóvil plateado que se acercaba al hotel le pareció una broma, y también el curioso hombre de cabellos grises que salió de él y se dirigió hacia Elliott.

—He pasado toda la noche con Winthrop.

—Te compadezco.

—Muchacho, tenemos una entrevista a las diez y media para aclararlo todo. ¿Crees que estarás en condiciones?

—Sí, por supuesto. Puedes estar tranquilo. Y Ramsey también estará allí si..., si..., si has conseguido la inmunidad para él.

—Inmunidad absoluta, siempre que firme una declaración jurada contra Stratford. Supongo que sabrás que hemos tenido nuevas noticias suyas. Anoche robó en una tienda y asesinó a una mujer. Se lo llevó todo.

—Hmmm. Canalla —murmuró Elliott.

—Muchacho, es muy importante que te levantes de ese sillón, te des un buen baño, te afeites y estés allí...

—Gerald, estaré allí. A las diez y media en el palacio del gobernador.

«Bendito silencio.» El espantoso coche se había alejado. El muchacho volvió a acercarse.

—¿Desayuno, milord?

—Sí, tráeme algo de comer, y un zumo de naranja. Y vuelve a llamar a la habitación de mi hijo. Y pregunta en recepción. Tiene que haberme dejado un mensaje.

La mañana estaba muy avanzada cuando al fin despertó el joven lord.

Roma había caído, y habían pasado dos mil años.

Cleopatra se había puesto un suave y ligero camisón de seda azul y había pasado horas sentada junto a la ventana, mirando la ciudad moderna. Todos los retazos de lo que había visto y oído formaban ahora una trama compacta. Y sin embargo había todavía tantas cosas que tenía que comprender...

Había comido mucho, y después había ordenado a los sirvientes que retiraran las evidencias de su banquete. No quería que nadie viera la forma bestial en que había consumido tanta comida.

Y ahora le tocaba a él darse su pequeño banquete. Alex salió del dormitorio y se acercó a ella.

—Es tan bello... —murmuró ella para sí.

—¿Qué sucede, alteza? —Se inclinó sobre ella y la besó.

Ella le rodeó la cintura con los brazos y besó su pecho desnudo.

—Toma tu desayuno, joven lord —le dijo—. Hay tantas cosas que descubrir, tantas cosas que ver...

El se sentó ante la pequeña mesa y encendió las velas con aquellas curiosas «cerillas».

—¿No vas a acompañarme?

—Yo ya he comido, mi amor. ¿Me enseñarás la ciudad moderna? ¿Me acompañarás a ver los palacios de los británicos que gobiernan esta tierra?

—Te lo enseñaré todo, alteza —contestó él con su habitual ternura.

Ella se sentó frente a él.

—Eres la persona más extraña que he conocido jamás —declaró él sin la menor sombra de burla o desconfianza—. El caso es que me recuerdas a alguien que conozco, un hombre sumamente enigmático..., pero eso no importa. ¿Por qué me sonríes así? ¿En qué estás pensando?

—Eres tan hermoso —susurró ella de nuevo—. Y la vida es tan hermosa, mi joven lord...

Él se ruborizó como una doncella. Dejó los cubiertos, se levantó y se aproximó a ella.

—Estás llorando —dijo.

—Sí. Pero soy feliz. Quédate conmigo, joven lord. No me dejes ahora.

Él pareció desconcertado y transfigurado. Cleopatra intentó recordar si había conocido en el pasado a alguien tan dulce. Quizá durante la niñez, cuando era demasiado estúpida para comprenderlo.

—No te dejaría por nada del mundo, alteza —aseguró él. Por un instante la tristeza pareció apoderarse de él.

—¿Y la ópera, joven lord? ¿Vendrás conmigo a la ópera? ¿Bailaremos juntos después?

Los ojos de Alex se iluminaron.

—Eso sería como estar en el cielo —susurró él. Ella hizo un gesto hacia la mesa.

—Tu desayuno, lord mío.

Él fue comiendo lentamente y de repente cogió de la mesa unos papeles en los que Cleopatra no había reparado hasta aquel momento. Era un gran manuscrito de muchas hojas cubierto de una escritura diminuta.

—Dime qué es eso.

—¿Qué es...? Ah, un periódico —explicó él con gesto divertido. Entonces lo recorrió con los ojos—. Y trae malas noticias.

—Léelo en voz alta.

—No creo que te interese. Han asesinado a una pobre mujer en una tienda. Tenía el cuel o roto, como los demás. Y aparece una foto de Ramsey con Julie. ¡Qué desastre!

«¿Ramsés?»

—Todo El Cairo habla de lo mismo, alteza. Es extraño que no sepas nada. Mis amigos se han visto envueltos en un complicado asunto, pero eso es todo. No tienen nada que ver. Mira,

¿ves a este hombre?

Ramsés. «Son amigos de Lawrence Stratford, el arqueólogo, el que desenterró la momia de Ramsés el Maldito.»

—Es un buen amigo de mi familia. Están buscándolo. Dicen que ha robado una momia del museo de El Cairo, pero no son más que estupideces. Pronto se aclarará todo. —Alex la miró y frunció el entrecejo—. Alteza, no dejes que esta historia te asuste. En realidad no tiene ninguna importancia.

Ella miró la «foto». No era un dibujo, sino una imagen más densa, parecida a un cuadro pero hecha enteramente con tinta. Allí estaba Ramsés, vestido con ropas modernas, junto a un camellero con su camello. Debajo de la foto se podía leer: «Valle de los Reyes».

Cleopatra estuvo a punto de soltar una carcajada, pero no dijo una palabra. El momento pareció alargarse eternamente. El joven lord estaba hablando, pero no podía entenderle.

¿Decía que tenía que llamar a su padre, que su padre podía necesitarlo?

Como en un sueño, vio a Alex levantarse y dejar el periódico en la mesa. Volvió a mirar la foto. El joven lord había cogido un extraño objeto de la mesa y hablaba con él. Preguntaba por lord Rutherford.

Se levantó con rapidez y se acercó a él. Le quitó suavemente aquel artefacto de la mano y lo volvió a dejar en la mesa.

—No me dejes ahora, joven lord —rogó—. Tu padre puede esperar. Te necesito.

El la miró desconcertado, pero no hizo ningún movimiento para detenerla cuando ella lo abrazó.

—No dejes que nada nos moleste ahora —le susurró al oído sin dejar de besarlo—. Ahora estamos solos tú y yo. Él se abandonó por completo. El fuego brotó al instante.

—No seas tímido —musitó ella—. Acaríciame, deja que tus manos hagan su voluntad, como anoche.

De nuevo le pertenecía por completo, y a la vez la esclavizaba con sus besos mientras le acariciaba los pechos a través del camisón azul.

—¿Eres un milagro que me ha sucedido? —murmuró él—. Precisamente cuando pensaba..., cuando creía que... —La besó de nuevo vorazmente y la condujo a la cama.

Ella cogió el periódico al pasar junto a la mesa, y cuando se tendieron en la cama se lo mostró.

—Dime —dijo, señalando la foto—. ¿Quién es esa mujer que está a su lado?

—Julie, Julie Stratford —respondió él.

Se acabaron las palabras. Se abrazaron y se acariciaron con frenesí, como si no hubiera tiempo; entonces las esbeltas caderas del joven lord comenzaron a golpear las suyas, mientras su sexo la penetraba profundamente una y otra vez.

Cuando todo acabó y él estaba tendido boca arriba, Cleopatra le acarició el pelo.

—Y él... ¿quiere a esa mujer?

—Sí —repuso él con voz soñolienta—. Y ella también lo ama. Pero ahora ya no importa.

—¿Por qué dices eso?

—Porque te tengo a ti.

Ramsés se empleó a fondo en la entrevista, derrochando aquel encanto capaz de conquistar a cualquiera. Estaba arrellanado en una butaca, descuidadamente elegante con su traje de lino blanco, el cabello pulcramente peinado y los ojos azules resplandecientes de vigor, como los de un muchacho.

—Intenté razonar con él. Cuando rompió la vitrina y cogió la momia me di cuenta de que era inútil. Intenté salir, pero entonces llegaron los guardias y... ya conoce el resto de la historia.

—Pero dicen que le alcanzaron varios disparos...

—Señor, ésos no son precisamente los soldados del antiguo Egipto. Son mercenarios que apenas saben manejar sus armas. No hubieran sido capaces de derrotar a los hititas.

Winthrop se echó a reír a su pesar. Incluso Gerald estaba encantado. Elliott miró a Samir, que no se atrevió a sonreír.

—Bien, si al menos pudiéramos encontrar a Henry...

—dijo Miles.

—Sin duda también sus acreedores le están buscando

—aseguró Ramsés.

—Bien, volvamos al asunto de la comisaría. Parece que había allí un doctor cuando usted...

—Winthrop —intervino Gerald—, sabe usted muy bien que este hombre es inocente. Es de Henry de quien debe preocuparse. Ha sido Henry desde el principio. Todas las evidencias lo señalan. Entró en el museo de El Cairo, robó la momia, la vendió y fue a emborracharse con el dinero. Encontraron restos de vendajes en la casa de la bailarina. Su nombre figuraba en la libreta de direcciones del prestamista de Londres.

—Pero toda la historia es tan...

Elliott alzó una mano pidiendo silencio.

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