La monja que perdió la cabeza (16 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Silvia miraba a Oriol desesperada, como suplicando: «Y ¿ahora qué hacemos?»

Habíamos llegado a los postres. Lionesas. Comíamos con la tele puesta. Una comida de sábado tradicional, como tantas otras comidas de sábado.

—¿Sabéis algo de Mónica?

—Nada. Dijo que no podía venir, que este fin de semana se iba de viaje con un chico.

Oriol y yo intercambiábamos miradas de complicidad.

—¿Qué os lleváis entre manos? —preguntó Silvia.

—Nada, nada. Eso del armario de persiana. Que a ver qué hacemos.

—Pensábamos traértelo tan pronto como Jaime nos preste su furgoneta. ¿Qué te parece?

Me parecía bien.

Más tarde, con el café:

—Esto, papá… Que se nos ha ocurrido… Que tenemos que hacer unas compras para las vacaciones, y habíamos pensado que a lo mejor podrías quedarte con los niños, porque es que no se puede ir con ellos a un centro comercial…

—¡Sí! —exclamó Fatmire con sincera ilusión.

Fatmire y yo nos pasamos la tarde jugando con los gemelos. Estaban obsesionados por los «Microclones», unos personajes de dibujos animados didácticos que enseñan a los niños que no pasa nada si rompen cosas, o si pintan las paredes, o si se hacen pipí y caca en el comedor delante de las visitas, porque siempre deben contar con la benevolencia de los adultos que les cuidan. Pandilla de muñecos psicópatas y consentidos, destructores como un huracán y malcriados por unos adultos imbéciles, que no paraban de sonreír mientras aquellos muñecos destrozaban el reloj con un martillo. Cosas así. Nos obligaron a jugar con unos peluches horrorosos que los gemelos agarraban por los pies y convertían alegremente en porras con las que nos agredían de una manera salvaje. Esperaban de nosotros, claro, sonrisas de indulgencia, que tanto Fatmire como yo, les concedíamos como bobos.

Cuando quisimos darnos cuenta, Fatmire y yo estábamos arrodillados en el suelo, jugando con los «Microclones» mientras los niños hacían no sé qué experimentos con mi móvil. Entonces, nos echamos a reír y, entre los ojos de Fatmire y los míos, se estableció una descarga eléctrica casi visible a primera vista.

Aina y Roger decían que ellos también eran «Microclones», porque eran gemelos y los gemelos son clones idénticos. Les corregí: para ser idénticos del todo, deberían ser univitelinos, y en tal caso tendrían el mismo sexo, serían dos niños o dos niñas. La palabra les entusiasmó. La repitieron hasta provocarnos jaqueca.

—¡Somos univitelinos! ¡Somos univitelinos!

—Que nooo…

En un momento dado, Roger sorprendió una lágrima en la mejilla de Fatmire.

—¿Estás llorando? ¿Te has hecho daño?

—No —dijo ella—. Me se ha puesto un polvo en el ojo.

—¿Por qué llora? —preguntó Aina.

—¿Un polvo? —preguntó Roger.

Oriol y Silvia regresaron a las ocho y media. Me habían comprado unas zapatillas de felpa.

Los niños insistieron en que les regalara, «por favor, por favor, porfa, porfa!» el DVD en que los «Microclones» descubrían la naturaleza. Pensé que sería curioso ver cómo habían compaginado los creadores de la serie una visión ecologista políticamente correcta con la capacidad destructiva de aquellos personajes.

Fatmire y yo caminamos hasta el coche agarrados del brazo, ella con la cabeza apoyada en mi hombro. Camino de casa, le pregunté si quería ir al cine. ¿Qué le parecería una cena rápida en casa y después ir al cine? Al menos, pensaba yo, eso supondría una pequeña compensación por haberla dejado sin el fin de semana en el Rienvaplí. Podía escoger la película. Fatmire se limitó a contestar con un movimiento de cabeza. Que sí, que sí.

Conecté la radio con intención de poner música, pero era la hora en punto, las nueve, y en todas las emisoras daban noticias, de modo que me resigné a oír que los americanos continuaban destruyendo Irak por su bien, y que los judíos continuaban defendiéndose a cañonazos de los palestinos que les reclamaban sus tierras a pedradas, y que nuestros políticos persistían en su costumbre de pelearse como niños, y que alguien había encontrado los restos de una mujer en un contenedor. Envueltos en un plástico.

Tuve un presentimiento y un escalofrío.

Lo primero que vi al entrar en casa fue el piloto del contestador que parpadeaba. Mientras iba a ver quién me había llamado, comprobé que el móvil estaba desconectado. Los gemelos.

Entró un solo mensaje. La voz de Armando Gracián, muy nervioso:

—Acabo de oír en la radio que han encontrado un trozo del cuerpo de una mujer negra y estoy preocupado por si pudiera ser mi hija. Querría hablar con usted. Hay algo que no le dije, y tal vez hubiera debido hacerlo.

¿Negra? ¿Habían dicho negra?

Pensé en Ana Homs. Ella había estado en contacto con mi principal sospechoso. Y ahora ya no hablábamos de una desaparición misteriosa ni de un secuestro. Dos pies cortados eran algo peor. Se me ocurrió que tenía que llamarla, que quizá deberíamos vernos antes de nuestra cita del lunes.

Consulté la agenda y marqué el número del hotel Campanudo.

—Con el señor Gracián, por favor. —Y, enseguida—: ¿Gracián? ¿De dónde ha sacado que los restos de la mujer que han encontrado son negros?

—Lo ha dicho la radio. —Se le notaba preocupado. Le temblaba la voz. Hablaba como un viejo desahuciado—. Que eran dos pies negros, pero no negros de sucios, no, de mujer negra…

—Esto de la raza no lo han dicho.

—¿Qué emisora escuchaba?

—No lo sé. Radio Nacional.

—Yo lo he oído en la SER, Radio Barcelona. Dos pies negros de mujer negra. Tengo el presentimiento de que se trata de mi hija. ¿Puede venir, por favor? Estoy seguro de que es mi Eulalia. ¿Quiere hacer el jodido favor de venir, hostia? ¿No se da cuenta de que le necesito?

—¿Qué es exactamente lo que quiere contarme?

—Cosas, cosas, cosas que no le he contado. Cosas de mi vida y de la vida de Eulalia. Cosas que no le conté a nadie porque creía que no tenían importancia. ¿Puede saberse por qué no viene, por qué no está ya aquí de una puta vez? Se lo ruego, se lo ruego… ¡Incluso le mostraré unas fotografías! ¡Por favor, por favor, por favor, que yo le pago para que venga cuando le llamo, joder!

Me acordé de las fotografías que entreví en el álbum del viejo Gracián y aquello me decidió.

—Tengo que ir al hotel Campanudo —notifiqué, desolado, pensando que Fatmire pensaría que nunca la llevaba a donde prometía llevarla.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó.

Escena 4

Por el camino, le conté someramente lo que tenía entre manos. Para que ella no se aburriera y para recapitular un poco todo lo que yo sabía del caso. Muy por encima: una monja negra desaparecida. Y ahora unos pies negros que aparecían en un contenedor. Una cosa llevó a la otra y de pronto estábamos hablando de Ruanda, de cómo los hutus aplicaron a los tutsis el mismo concepto de limpieza étnica que los serbios a los musulmanes. Odios ancestrales que de repente estallan con una ferocidad incomprensible.

Callé cuando me pareció que ella ya no me escuchaba, y me maldije a mí mismo por mi imprudencia y falta de tacto. Puse la radio para llenar el silencio incómodo.

Entonces, ella recuperó su sonrisa profesional, inquebrantable, y dijo:

—Volante, cambio de marchas, freno de mano, retrovisor… También sé los trozos del coche, automóvil, vehículo. He de aprender tu idioma porque vivo y trabajo aquí.

Era su chiste recurrente. Entendí que era un chiste, seguramente una broma privada con algún cliente fijo y lo utilizaba para romper el hielo porque le daba resultado. De manera que la recompensé con una sonrisa y nos dedicamos a jugar a las palabras:

—Y ¿esto?

—Reloj.

—Y ¿esto?

—Asiento.

—Y ¿esto?

—El cristal. Ventano.

—Ventana. Y ¿esto?

—Esto no lo sé.

La visión del hotel le ensombreció el rostro. Adiviné que se arrepentía de haberme acompañado. Lo había hecho para no quedarse sola en casa después de la tarde familiar que habíamos pasado, pero no había pensado en el alud de recuerdos que le caería encima al acercarse al lugar donde había vivido durante los últimos tiempos. Me había dicho que allí no se vivía mal, porque nadie la obligaba a hacerse más clientes de los que ella quería; el amo sólo se preocupaba de las copas, pero tampoco podía hacerse la estrecha, y su cuerpo le proporcionaba más éxito del que le habría gustado. Claro que gracias a aquello había conseguido llenar de dinero su mochila negra, pero ya hacía tiempo que el dinero no constituía ningún consuelo para Fatmire. No sabía en qué gastarlo.

—Esperaré aquí —dijo.

Crucé un aparcamiento mucho más lleno que la otra vez. Era sábado por la noche, hora punta. El guardia de la puerta no me reconoció. Le dije que iba a ver al señor Gracián, que ya hablaría con Juan, el de la barra. Movió las cejas y me abrió la puerta.

Alrededor del mostrador en forma de herradura se apiñaba una multitud frenética. El perfume dulce y empalagoso, la música ambiental, la peli porno repitiéndose en cinco o seis televisores. Los camareros no paraban de servir copas, los clientes se apretaban contra las chicas y les palpaban las carnes para asegurarse de que harían una buena inversión. No pregunté por Juan. Pasé de largo hacia la escalera. Nadie controlaba a los clientes que subían por ella. Las chicas alquilaban las habitaciones y lo que hicieran allí era responsabilidad suya. Yo me movía con aquel punto de urgencia que me descartaba enseguida como cliente. Un poli o un mañoso que iba a tiro fijo. En el primer piso, adelanté a una pareja que subía lentamente, magreándose. Entre el segundo y el tercero, me crucé con otra pareja que volvía, cada uno por su lado. Cuando llegaba al cuarto, noté el olor.

Me faltaban cuatro escalones para llegar al pasillo cuando me vi encarado con aquella masa sólida que venía disparada contra mí, como una máquina de tren, como si me estuviera esperando y me embistiera para estamparme contra la pared. Un traje beige, una camisa roja. No tuve tiempo ni de levantar los puños, ni de afirmar los pies en el suelo. Era un hombre blanco, alto y cuadrado, voluminoso, de rostro ancho y blando, probablemente con un hoyuelo en la barbilla. Pensé: «Me hará caer de espaldas por la escalera» y, para evitarlo, me lancé de cabeza a las ruedas del tren. El choque fue doloroso. Recibí un golpe en el hombro y otro en la cabeza, nada serio. Debió de golpearme con la canilla, porque él también cayó, y se hizo daño. Juró en inglés: «Shit!» Por un momento, temí la perspectiva de una pelea, que él pretendiera dejarme inconsciente, o matarme. Yo también hubiera debido intentar detenerle, reducirlo, porque aquel hombre huía de una fechoría. Por eso tenía prisa, y continuó bajando las escaleras, y yo, al levantar la vista, vi el pasillo invadido por una neblina casi imperceptible que, en la puerta del fondo, se hacía humo espeso.

Eché a correr hacia allí, hacia la habitación 435 de Gracián. Mientras me acercaba, el humo se iba haciendo más denso y abundante. Al llegar a la puerta, me sobresaltaron las llamas que brotaban furibundas del paquete de periódicos viejos.

—¡Gracián! —grité. Nadie contestó—. ¡Gracián!

Al otro lado del incendio, al fondo, el balcón estaba abierto. Sin dejar de llamar a Gracián, agarré el sillón por los brazos y lo utilicé para empujar las montañas de periódicos en llamas, en un intento por abrirme paso hacia el balcón entre el televisor y la mesita de noche, que había caído al suelo desparramando todo lo que tenía encima. Los medicamentos, el álbum de fotos y las fotos. Desistí. No había manera de atravesar el muro de fuego. Habían empapado el suelo con un líquido inflamable, olía a gasolina y localicé un bidón de plástico en el suelo.

—¡Gracián!

Desvié mi atención hacia las fotos. Estaba deseando echarles un vistazo desde el primer día. La foto de la muchacha negra con el vestido blanco y escotado. Y la foto rota donde se veía a un negro muy bien vestido, con gafas y una niña de la mano. Allí estaban, en el suelo. Y una tercera: un hombre blanco en el mismo sitio con la misma niña de la mano. Me agaché para recogerlas, una, dos y tres, y supongo que aquel gesto me salvó la vida. Pensé: «No deben de ser muy importantes porque de lo contrario ya se las habría llevado el hombre del hoyuelo», pero ya las tenía en las manos, las tres juntas.

Más tarde, recordé que Gracián tenía un hornillo de butano en la habitación.

De repente, la butaca y la mesita de noche y los periódicos en llamas se me echaron encima como si tuvieran vida propia, convertidos en monstruos agresivos. Vi cómo el techo se hundía. Alguien me propinó una patada en el pecho y me hurgó en los oídos y volé, soy consciente de que volé y fui a caer a un pasillo extrañamente silencioso lleno de gente despavorida que corría con la boca abierta.

Tenía la manga de mi chaqueta de lino en llamas, y había fuego por todas partes, por el suelo, y escombros. Me alejé de allí a gatas, arrancándome la ropa a tirones, rasgando la manga. Supongo que gritaba, no me acuerdo. El puño cerrado en torno a las fotografías arrugadas. Pensaba: «La cartera, no tires la chaqueta, que llevas la cartera dentro.» Una chica completamente desnuda me ayudaba a caminar. Hablaba sin parar, pero yo no la oía. Me dolía mucho la cabeza y a mi alrededor reinaba el caos, la locura, confusión, humo y lágrimas. Los gritos vinieron poco a poco, abriéndose paso por los oídos maltratados, mientras bajaba la escalera topando con todos los maridos infieles y los puteros y las putas que se precipitaban como yo hacia los pisos inferiores. Pensé: «¡Las fotos!», y me tranquilicé al comprobar que aún las tenía en la mano.

Llegamos al piso inferior. El guardia de seguridad y otros empleados venían hacia nosotros armados con extintores y gritando como posesos. Con ellos, en dirección contraria a la riada de fugitivos, venía Fatmire, y me buscaba a mí.

—¡Ángel! ¡Ángel! ¿Qué ha pasado?

Lloraba cuando me abrazó, cuando me acarició con sus manos enguantadas. Yo me tragué las lágrimas y tuve la sensación de que recuperaba la respiración. Me guardé las fotos arrugadas en el bolsillo del pantalón y, apoyándome en ella, la conduje hacia la parte posterior del hotel, a la que daba el balcón de la habitación de Gracián. Dejamos atrás al grupo de clientes que se lanzaban hacia el interior de los coches para huir de allí a toda velocidad. Nos vimos ante un huerto, con lechugas y cebollas y coles y tomateras.

El cuerpo de Gracián estaba allí, en medio de las tomateras que había aplastado en su caída, al pie del balcón que, a cuatro pisos de altura, escupía unas llamaradas feroces.

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