Read La monja que perdió la cabeza Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Nos acercamos. Era un monigote maltrecho, roto, envuelto en su albornoz deshilachado, las manos como garras clavadas en el suelo blando de la huerta, los ojos muy abiertos.
Recurrí al móvil para llamar al comisario Palop de la GEPJ.
—¿Palop? Me parece que tenemos que movilizar a nuestro amigo Soriano.
—No jodas.
—Jodo.
—¿Un muerto?
—El padre de la monja desaparecida.
Era Eulalia.
Pude comparar la foto de la chica vestida de blanco y escotada con la de la monja desaparecida y comprobé que se trataba de dos personas en dos instantes muy alejados de sus vidas.
La Eulalia del escote no tenía en absoluto mirada de monja. En sus párpados a media asta se advertía una buena carga de lascivia, y parecía muy orgullosa del volumen de sus pechos que, atrapados por un sostén
ad hoc
, formaban un canalillo que daba gusto. Calculé, por lógica, que la foto era anterior a su profesión de fe y, por tanto, según mi cronología, la chica en ella no debía de tener más de quince o dieciséis años. Me llamó la atención que la foto hubiera sido recortada de una revista. ¿Por qué se había publicado aquella foto antigua de Eulalia en una revista? Y, en cualquier caso, ¿de qué tipo de revista se trataba? El recorte era pequeño, ocho por ocho centímetros, no tenía pie y, en el reverso, sólo se veían tres letras impresas, N, I y K, en lo que supuse que podía formar parte de un anuncio de las cámaras fotográficas Nikon o de las zapatillas deportivas Nike. El papel era satinado, de calidad. Aquello me sugería acontecimientos dignos de figurar en la prensa: una puesta de largo no casaba con el barrio donde vivía, pero a lo mejor había ganado un concurso de belleza, o algo por el estilo. Miss Fiesta Mayor 1980.
Me pregunté cuánto tiempo había pasado desde el momento en que Eulalia se hizo aquella foto hasta la decisión de hacerse monja. No mucho, en cualquier caso.
Las otras fotos eran más antiguas, copias de tienda de fotografía. Eulalia muy niña, un año como mucho, con el vestido rojo chillón, agarrada de la mano de un negro rechoncho y sonriente, con gafas y un traje muy probablemente confeccionado a medida. Traje gris claro, camisa azul y corbata en diferentes tonos de azul, muy atrevida, con círculos y rectángulos concéntricos. Foto en color antiguo, desvaído por el tiempo. Ésta era la foto rota.
¿Por qué rota? ¿Celos del padre? ¿Enemistad y odio hacia aquella persona que le daba la mano a su hija?
La tercera foto había sido tomada el mismo día y en el mismo lugar. La Eulalia de un añito estaba en el mismo decorado, con el mismo vestido rojo, pero ahora asida de la mano de su padre. Me imaginé a los dos hombres relevándose con la niña en el papel de fotógrafos y de coprotagonistas de la fotografía.
Miraba las fotos en uno de los compartimentos de la sección de urgencias de un hospital de Terrassa donde me habían curado las heridas del brazo y me habían puesto una tirita en la frente y una venda alrededor del tórax porque, aunque no me había roto ninguna costilla, «las tenía resentidas» (sic).
Mientras esperábamos la llegada de los bomberos y de las ambulancias, había tenido la oportunidad de acercarme al guardia de seguridad y a César Bruc, aquel gerente tan optimista. Les había llevado a ver el cadáver de Gracián y me había presentado como detective privado de la agencia Biosca. Ellos sabían que estábamos trabajando para su huésped. Aturdidos por la desgracia, no se resistieron a responder ninguna pregunta. Pero, en realidad, no tenían nada que contar. No habían visto a ningún hombre de traje beige y camisa roja subiendo por ninguna parte, ni solo ni acompañado, porque la noche del sábado hay demasiado trabajo y no realizaban control alguno de los hombres que subían a las habitaciones de las chicas.
Y, después, ¿le habían visto salir corriendo?
No. Ningún hombre con aquella descripción había salido entre mi llegada y el momento en que se desató la alarma de incendios. Seguramente, se quedó esperando a que se extendiera el pánico y salió confundido entre la desbandada de maridos infieles y puteros que huían a la carrera para no quedar en evidencia si a la policía se le ocurría retenerlos como testigos de los hechos. Ante la posibilidad de hablar con otros empleados, o clientes o putas, César Bruc, impaciente, me dijo que allí nadie se fijaba en nadie. Los tíos sólo se fijan en el culo de las putas y las putas en las carteras de los tíos. ¿Qué más?
Nada más. ¿Alguna noticia nueva? ¿Alguna visita que hubiera recibido Gracián después de la mía?
No, ninguna visita.
¿El matrimonio de ruandeses…?
Ni matrimonios ruandeses ni parejas de hecho españolas.
En el hospital, la doctora, o enfermera, o lo que fuera, quería ponerse en comunicación con mi familia.
—Pero ¿qué dice? ¿Me encuentro en medio de un incendio en un hotel de putas y quiere proclamarlo a los cuatro vientos? Y ¿mi reputación? ¡Soy un empresario muy importante!
Parecían incapaces de entenderlo.
Dije que me llamaba Ramón Parramón (tomando prestado el nombre de el Jeta) y que había perdido la documentación en la catástrofe. Mi cartera estaba en el bolso de Fatmire, que no se separaba de mí.
Soriano me sorprendió cuando yo ya tenía la mano en la manija de la puerta y me disponía a salir.
Tan pulcro él, limpio, repeinado, traje de caída impecable, como siempre. Si no fuera por mí y por las mentiras que les había contado a sus superiores, probablemente le habrían expulsado del cuerpo, y eso no me lo perdonaría nunca. Es de esa clase de personas. No soportaba estar en deuda con nadie, especialmente conmigo.
—¡Esquius! —me saludó con grito militar. Le dedicó una mirada fulminante a Fatmire. Debía de pensar: «Coño, ¿qué hace Esquius con una puta?» Después, acusador—: ¿Qué ha pasado?
—Supongo que ya lo sabe. Han asesinado al padre de la monja desaparecida.
—¿Ah, sí? ¿Asesinado? ¿Usted ya sabe que se trata de un asesinato?
—He visto al asesino que salía de su habitación. Me he topado con él, no he podido detenerle.
—¿Asesino? ¿Seguro que era el asesino? ¿Ha visto cómo le mataba?
—No.
—¿Ha visto cómo prendía fuego a la habitación?
Me llevaba la contraria para irritarme. Si yo hubiera dicho que había sido un accidente, igualmente lo habría puesto en duda. Expelí por la nariz todo el aire de los pulmones mientras contaba hasta cinco.
—No. Pero ha sido un incendio provocado. ¿O no?
Soriano se pellizcó la nariz, y cerró los ojos y cabeceó para hacerme entender que no podía soportar oír tonterías, ni que un aficionado como yo sacara conclusiones que le correspondían sacar a él. Es así. Siempre consigue que te vengan ganas de mandarlo a la mierda.
—No, no, no. No confunda, ni se precipite, señor detective privado. Con eso que dice, no puede ir ante un juez…
—Pues no iré.
—Incendio provocado, sí. Pero ¿asesinato? ¿No puede ser que el señor Gracián se lanzara por el balcón al verse acorralado por las llamas?
—Puede ser —dije, sin creérmelo.
—Bueno. Entonces, no sería un asesinato. Sería un incendio provocado con causa de muerte. Un homicidio. A no ser que el fuego lo provocara la misma víctima, que en tal caso sería un suicidio. —Yo asentía y miraba a uno y otro lado, buscando una salida o un objeto contundente—. Y ahora cuénteme qué hacía usted allí.
—Gracián me llamó. Había oído que habían encontrado restos de una mujer en un contenedor. Una mujer negra. Y temía que fuera su hija. Estaba inquieto.
—Y no le ha contado nada más.
—No.
—Y ¿qué ha averiguado estos días, mientras buscaba a la hija desaparecida?
—No me he dedicado mucho a este asunto. De hecho, nos limitábamos a esperar a que alguien pidiera rescate.
—Pues la ha cagado, ¿no le parece, Esquius? Si los restos son de la monja, la ha cagado del todo. Mientras usted estaba perdiendo el tiempo, los malos la estaban descuartizando. Bravo.
—Ustedes se hicieron cargo del caso antes que yo.
—Ustedes, no. Yo, no. La buscaba el Departamento de Desaparecidos. El inspector Murgadas, concretamente. Yo, no. Yo entro ahora. Si hay homicidios, entra el inspector Soriano. Y ¿quiere que le diga algo? Cuando entra el inspector Soriano, los aficionados sobran. Tanto si son amigos del comisario en jefe como si no. ¿Me ha entendido?
—Perfectamente. ¿Puedo irme? Es muy tarde, y tengo jaqueca. Estoy convaleciente.
—Un momento. Perdone. Aún no me ha hablado del hombre que ha visto.
—Un hombre que salía de la habitación de Gracián.
—¿De la habitación de Gracián o de alguna de las contiguas?
—No estoy seguro. Corría. Me tiró al suelo.
—Corría preso del pánico, porque había visto las llamas.
—¿Quiere que le diga una cosa, Soriano?
—No, no. Continúe, continúe. ¿Cómo era ese hombre? ¿Se ocultaba tras una máscara? ¿Llevaba una capa? ¿Espada?
—Su descripción coincide con la del hombre que conducía la ambulancia que se llevó a Eulalia, según me dijo la priora del convento. Alto, fuerte, labios gruesos, hoyuelo en la mandíbula, traje beige, camisa roja. Y es posible que su nombre sea Luis Humberto Querétaro y que se alojara en el hotel Colón entre el ocho y el veinte de mayo.
Soriano se puso nervioso. Sacaba un cuaderno y un bolígrafo. El bolígrafo no escribía a la primera. Después, escribía y escribía:
—Espere, espere… y usted… Espere… ¿Cómo dice?… Y usted… ¿Puede repetirlo, por favor? ¿Y usted cómo sabe todo eso?… ¿Querétaro, dice? ¿Se puede saber cómo diablos lo ha averiguado?
—He estado trabajando en el caso.
—Ahora… —Tembloroso: le irritaba muchísimo tener que agradecerme la información—. Ahora, permítame que le diga una cosa. Y ¿si se lo está inventado todo? Y ¿si fue usted quien incendió el hotel, y ahora se está inventado un chivo expiatorio?
Yo moví la cabeza como si una vez más la vida me hubiera castigado obligándome a comprobar el coeficiente intelectual de aquella acémila, y dejé la pregunta sin respuesta. Sólo un «ya, ya» desganado, como si lo interpretara como un chiste malo. Abrí la puerta y Fatmire y yo salimos al pasillo. Después, vi que Soriano, por acto reflejo, cerraba la puerta y se quedaba dentro de la habitación, como si aquello fuera su despacho y nosotros lo hubiéramos ido a visitar. Supongo que se sentiría muy imbécil, allí encerrado.
Me planté ante la puerta sólo para ver la cara que haría cuando saliera.
Se abrió la puerta y, cuando nuestros ojos se encontraron, enrojeció como un tomate, y el odio vibraba en sus labios, como un rosario de insultos reprimidos.
Domingo, 1 de julio
Me desperté tarde y tan magullado que necesitaba que Marta estuviera allí, conmigo, cuidándome. Tanto lo necesitaba que casi la vi en el dormitorio, a mi lado. Enfadada, claro, porque opinaba que yo ya no tenía edad para meterme en semejantes berenjenales. Consideraba, como yo, que era un milagro que no me hubiera roto ningún hueso. Era un milagro que aún no hubiera tenido un infarto, o una embolia, con la vida que llevaba. Bromeé:
«A ti lo que te pasa es que me echas de menos y estás deseando que me muera de una vez.»
Sonrió de aquella manera tan dulce.
«No digas tonterías. Hace mucho frío aquí.»
Se echó a reír al ver que yo ponía cara de susto. Muy propio de Marta, este tipo de bromas inoportunas.
Quien me estaba cuidando era Fatmire. Me había preparado café con leche y un zumo de naranja y, con aquellos guantes que le daban un aire remoto de camarera perversa, me lo traía a la cama con todas las pastas y galletas que había encontrado en la despensa y un par de tostadas carbonizadas. No quería ni pensar en cómo debía de haber dejado la cocina. Al verla llegar, Marta hizo una mueca de disgusto y salió de la habitación. Yo desayuné bajo la mirada solícita de la kosovar.
Aún no me había terminado la naranjada y ya estaba marcando un número de móvil. Fatmire, fuera de la habitación, gritó:
—¿Ya estás?
—Sí—le contesté—. Espera un momento, tengo que hacer una llamada. —Enseguida—: ¿Palop? ¿Te pillo en mal momento?
—Tú eres quién está en un mal momento —me contestó el comisario con su habitual tono de indiferencia—. Metido en un incendio, chamuscado y con un muerto en los brazos, ¿eh?
—Dos muertos, si no me equivoco. El padre Gracián y tal vez la hija monja.
—No es seguro. —No quería decírmelo—. De momento, sólo tenemos dos pies. La forense y la Científica aún no nos han pasado ningún informe. Mal día, el domingo, para este tipo de urgencias.
—¿Cómo los encontraron?
—Y ¿a ti qué te importa?
Fatmire llamaba desde fuera de la habitación:
—¿Ya estás?
—¡Aún no! —le decía yo. Y, al teléfono—: Claro que me importa. ¿Cómo quieres que no me importe, si yo encontré el cuerpo…?
—Ya no tienes cliente.
—Pero tengo un jefe que se llama Biosca y que quiere un informe, mañana mismo, de mi investigación. Cuantos más datos haya, más contento quedará. ¿Somos amigos o no somos amigos? Venga. ¿Cómo los encontrasteis?
Un suspiro ruidoso.
—La noche del viernes. Un vecino de Hospitalet de Llobregat que perdió no sé qué papeles importantísimos. Dicen que un número premiado de la lotería, no sé. El caso es que los perdió, no los encontraba. Pensó que los había tirado sin querer a la basura y bajó al contenedor. Coincidió con los del camión de la basura y exigió a los empleados que le dejaran ver el interior del contenedor. Tuvieron unas palabras. Revolvió toda la basura y, mira por dónde, de pronto le sale una bolsa de plástico y, dentro, un pie. Dicen que, al ver aquello, el hombre se olvidó de los papeles importantísimos y de la primitiva y todo.
Pensé un poco antes de decir:
—Casualidad, ¿verdad?
—Casualidad de la buena.
—Quiero decir que, de no haber sido por este hombre despistado y desesperado, nadie habría encontrado esos pies. —Probablemente. Porque la basura de aquella zona va directamente a la incineradora. Y porque los restos estaban perfectamente envueltos y camuflados dentro de bolsas cerradas de basura, una por cada pie.
—Esto significa que las piernas, la cabeza o el cuerpo de la pobre mujer tal vez ya se hayan perdido.
—Puede ser, claro… como comprenderás, ayer retuvimos aquel contenedor y lo vaciamos y estuvimos registrando hasta el último paquete. ¡Qué puta manía tiene la gente de tirar las mierdas de los perros a los contenedores, primorosamente envueltas, como si fueran regalos de reyes, la madre que los parió! Y registramos todos los contenedores de la zona. Y no encontramos nada.