Read La monja que perdió la cabeza Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Yo negaba con la cabeza.
—¡Me sorprende, Esquius! —insistía Soriano—. ¡El hombre que siempre lo sabe todo!
Se me ocurrió una idea:
—Porque es la monja, ¿verdad? Lo han comprobado. Los pies y la cabeza son de la misma persona y esta persona es Eulalia Gracián.
—Sin duda —dijo Palop—. No teníamos fácil la identificación de los pies. Teníamos que hacer un trámite internacional, acudiendo al registro de adopciones de Guinea, pero la aparición de la cabeza nos lo ha ahorrado. La priora y demás compañeras del convento han venido a identificarla y no hay duda alguna. Ahora, sólo habrá que comparar el ADN de la cabeza y de los pies, para saber si pertenecen a la misma persona. Que no dudo que será así.
Más noticias:
—Hemos hablado con la policía de Fort Worth. Les hemos preguntado por ese Querétaro, detective privado. Ya nos dirán algo. ¿Te atreverías —se le ocurrió a Palop— a hacer un retrato robot de ese hombre, Querétaro?
—No —dije. Una locomotora con traje beige y camisa roja, que me embistió, en un visto y no visto, demasiado fugaz—. No.
De todas maneras, insistió en que lo intentara.
Casualmente o no, Monzón, de la Científica estaba por allí con su ordenador portátil y vino a saludarme y a hacer el experimento.
Tiempo perdido. Antes, cuando los retratos robot se hacían superponiendo transparencias, resultaba más fácil. En todos los casos, no había más que tres opciones: nariz larga, nariz corta o nariz normal; o bien nariz ancha, nariz estrecha o nariz normal; o bien, ojos orientales, ojos redondos, ojos pequeños… Ahora, el ordenador te ofrece quinientas posibilidades diferentes de todo tipo de narices, mil doscientas de ojos, cinco mil de óvalos de rostro diferentes, millones de hoyuelos en la barbilla y labios gruesos. Imposible. Salió el retrato de un hombre de rostro ancho y carnoso, con labios gruesos y hoyuelo en la mejilla, que igual podía ser Harrison Ford que Cary Grant y que, por descontado, no era el que yo había visto.
Y, además, perdí toda la mañana. Acabé firmando un par de declaraciones (una por la muerte de Gracián y el incendio en el Campanudo y otra por la recepción de la cabeza de Eulalia) y me marché a toda prisa hacia la agencia.
Basta con que tengas prisa para que todo el tráfico se te ponga en contra en una especie de conspiración terrorífica. Furgonetas de reparto, camiones de mudanzas, autobuses articulados, autobuses sin articular, taxis, bicicletas, motomensakas, coches anuncio, coches particulares… En medio de aquel caos exasperante, las motos son la envidia de todos los conductores. Como aquella Harley Davidson con el depósito de color granate que avanzaba en zigzag entre los coches. Con una Harley Davidson por la ciudad no llegas nunca tarde a ninguna parte.
Sólo pude estar un momento en la agencia porque mi agenda me recordaba que tenía una cita para comer.
Biosca, a quien había informado telefónicamente del motivo de mi retraso, estaba muy nervioso e impaciente.
No entendía qué hacía yo perdiendo el tiempo con un caso que ya no era nuestro y por el que nadie nos pagaría un euro más.
—Es que he recibido una cabeza cortada.
—Y ya la ha llevado a la policía, ¿verdad? Pues que se apañen ellos. ¡Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer!
—¿Hay cosas más importantes que una cabeza cortada?
—Depende del tipo de cabeza. ¿Quiere que le cuente mi teoría de las cabezas? Pues, venga, vamos allá. Si la cabeza en cuestión está relacionada con alguien dispuesto a pagar para averiguar el nombre del asesino e incluso la marca del trinchante que utilizó, no hay nada más importante. Pero en este caso concreto, el que pagaba está muerto, Esquius y, que yo sepa, antes de morir no nos nombró herederos. ¿Se acuerda de aquella película titulada
Cliente muerto no paga
? Pues ya está. Que la policía invierta el dinero de nuestros impuestos en investigar lo que haga falta. ¡Entretanto, nosotros tenemos parado el caso del Fortuny desaparecido, por ejemplo! ¿Qué pasa con el caso del Fortuny desaparecido?
—¡Que no hay caso! —le repliqué—. El caso del Fortuny no es caso, Biosca. Porque no hay Fortuny. Según el experto Jofre Sagués, el cuadro sobre el que garabatearon era falso. ¿De dónde ha sacado que había un Fortuny auténtico?
—¿Sabe de dónde lo he sacado, detective sabelotodo? ¿Sabe de dónde lo he sacado? ¡Lo he sacado de mi cliente, que me lo ha dicho! ¡Si mi cliente dice que tenemos que investigar el robo de un Fortuny auténtico, el cuadro es auténtico! Y ¡si dice que ha habido un robo, es que ha habido un robo! ¡El cliente siempre tiene la razón, éste es el lema de esta santa casa!
—Bueno —suspiré—. Me ocuparé del caso.
Biosca tenía un mal día. Había recibido una llamada del obispo interesándose por la investigación y no había podido comunicarle ningún avance. Estaba de mal humor, y ni siquiera se acordó de preguntarme cómo me había ido el fin de semana en el Rienvaplí, ni me pidió que le devolviera las llaves. Por suerte, porque no las tenía.
Al salir del despacho de Biosca, me cayó encima Octavio. Él sí se acordaba:
—¡Eh, Esquius! ¿Cómo te fue por el superchalé de la Costa Brava?
—No fui. Beth, ¿puedes venir un momento, por favor?
—¿Cómo que no fuiste? —chillaba Octavio escandalizado—. ¿Tenías una mansión de superlujo y aquella mujer espectacular a tus pies y dices que no fuiste al chalé, ni con ella ni con otra, ni con las dos…?
Le interrumpí poniéndole la mano en el hombro. Tenía prisa.
—Ya te lo contaré —le dije. Y sus ojos lloriquearon: «¿¿Síiii??»—. Te lo contaré e incluso te llevaré al superchalé. Pero antes tienes que hacerme un pequeño favor. —Le puse en la mano los dos trozos de aquella foto antigua en la que se veía a un negro gordo y con gafas agarrando de la mano a la pequeña Eulalia—: Busca la antigua dirección de Armando Gracián, en el Poble Sec. Preséntate ahí con esta foto. Comprueba si alguien conoce a este negro, ¿de acuerdo?
—¿Me llevarás al superchalé?
—Te lo prometo.
Le dejé vibrando de emoción, contemplando la foto rota como si allí se reflejara su futuro, el más maravilloso de los futuros.
Una fotografía de hacía casi cuarenta años. No tenía muchas esperanzas, pero antes de ponerse a descartar, hay que intentarlo todo.
Yo ya había cogido a Beth del brazo y la había llevado a la intimidad del vestíbulo, donde sólo estaba Amelia, leyendo revistas del corazón.
—¿Cómo es que no fuiste al superchalé de Biosca? —me reñía ella, muy preocupada.
Con un ssst, cejas y labios fruncidos y negaciones con las manos, le hice entender que no era el momento de hablar de tonterías.
—Mosén Salavert —dije—. Mosén Valero.
Me imitó el laconismo:
—Mosén Salavert está en Castellón de la Plana desde primeros de junio, madre moribunda, Mosén Valero,
missing.
—¿Missing?
—Sí. En la parroquia dicen que está en Moià, con su familia, pero en Moià dicen que está en la parroquia, y sus vecinos afirman que llevan días sin verle.
—Vale. —Hice un esfuerzo por digerir la información—. Ahora yo: tienes que ocuparte del caso Fortuny. Parte de la base de que el Fortuny era el auténtico y de que lo robaron, que el cliente siempre tiene la razón, y piensa en quién sale beneficiado con toda esta historia.
Sus ojos brillaron, admirada:
—¡La fórmula mágica del doctor Esquius!
—Pues aplícala y espabila, porque Biosca nos estará tocando las narices hasta que lo hayamos solucionado.
—Déjalo en mis manos.
Salí a la carrera de la agencia, porque tenía una cita con Ana Homs.
El lugar de siempre, para Ana Homs y para mí era un restaurante llamado Esterri que se halla en el chaflán de Villarroel y Floridablanca, a la izquierda del Ensanche. Visto desde fuera, parece un bar de barrio, un espacio muy estrecho y un mostrador largo que corta el pasó. Hay que pasar por detrás de este mostrador y cruzar una puerta baja para llegar al comedor. Unas quince mesas. Una confortable sensación de intimidad, de aislamiento del mundo, favorable a los encuentros clandestinos.
En aquella época, las paredes estaban encaladas, había un zócalo de plástico, barato y deteriorado, la decoración consistía en cuadros horribles y fotos firmadas de gente del teatro y del cine que frecuentaban el local, y aún vivía el señor Papitu, y la señora Margarita, muy bien vestida y maquillada, siempre sonriente, guapa, coqueta, halagadora de la clientela.
Marta me acompañaba y entró conmigo. Yo me detuve en el umbral de la puerta porque prefería que se quedara fuera.
«Mírala», dijo.
Ana estaba en la mesa de siempre.
«Déjame en paz —pensé—. Sólo es una comida de trabajo.»
«Por mí no te preocupes —me decía Marta, triste—. Yo estoy muerta, tú eres libre.»
«¿Ahora de qué vas?», refunfuñé, un poco molesto.
«Quizás Ana sea la mejor alternativa. Quizá sea mejor que Fatmire.»
Marta no estaba. Era yo, que hablaba conmigo mismo.
Moví la cabeza para alejar fantasmas y malos pensamientos y entré en el comedor y me dirigí a Ana.
Me sorprendió su pelo, tan corto que casi hacía pensar en Demi Moore cuando hacía de teniente O'Neil. Ana también tenía una mirada dura, viril, y unos rasgos un poco angulosos. Llevaba un jersey blanco, cerrado en el cuello y sin mangas, que se le ceñía bien al pecho y le permitía lucirlo aunque no hubiera mucho que lucir. Tenía hombros anchos, de atleta, que me recordaron que había practicado algún deporte y que debía de continuar practicándolo. Estaba abstraída en la lectura del periódico. Una mano acariciaba, de manera masturbatoria, una copa de cerveza medio vacía, y en la otra mano sujetaba un cigarrillo que chupaba con ansiedad.
Al presentir mi presencia, levantó la vista del periódico y me contempló. Tenía los ojos azules, muy claros, de mirada malintencionada.
—Eh —le dije—. Perdona el retraso.
Me miró de pies a cabeza. Por un momento, me sentí desnudo. Como antes.
—Te sienta bien el pelo blanco —me dijo.
Antes decía que me sentaban bien las canas en las sienes. Sabía quedar bien.
—Y a ti te queda bien el pelo corto —contesté.
—¿Sí? —complacida.
El restaurante había cambiado de propietario. Habían quitado el revoque de las paredes y el zócalo de plástico y habían dejado al descubierto un muro de bloques de roca que le daban al local apariencia de gruta o de sótano. Ya no había colgadas tantas fotografías ni cuadros discutibles, y el buen gusto discreto y sin ostentaciones había ganado la batalla.
Ana Homs reprimía una sonrisa, como quien se reserva secretos divertidos, como si sus pensamientos corrieran demasiado y le proporcionaran un placer intenso que no estuviera dispuesta a compartir con nadie.
—Me dijeron que tu mujer murió. —Asentí sin dramatismos—, ¿Cómo lo llevas?
—Bien. Son cosas que pasan, y la vida debe continuar. El espectáculo debe continuar.
Incómodo, miré a mi alrededor.
Ya no estaba Manel, aquel camarero que te hacía comer lo que él quería, como si estuvieras en casa de tu tía. «¿Estofado? ¡Qué dices! Ni hablar. Tú comerás unos calamares con cebolla que te vas a chupar los dedos…» y comías calamares con cebolla. El que sí estaba aún era Antonio, de pocas palabras si no hablaba de fútbol, madridista resistente, y había un nuevo propietario, joven, esforzado, ilusionado y guitarrista, que nos dio la bienvenida. Le noté la actitud atenta y prudente, porque sabía que muchas caras nuevas para él eran, de hecho, antiguos clientes que volvían. Prudencia por ambos lados. El cliente pensaba: «¿Será como antes?»
Pedimos una ensalada verde con atún y, de segundo, dos clásicos de la casa. Albóndigas y pierna de cordero. La carrillada de cerdo era exclusiva del miércoles. Y otro clásico de la casa: vino blanco a granel y gaseosa.
—Como antes, ¿eh, Ángel? Un viaje en el tiempo. —Una mirada intensa de ojos azulísimos—. ¿Es un encuentro profesional? ¿De veras?
—De veras, de veras.
—¿No es una excusa para volver a vernos?
Negué enérgicamente con la cabeza, pero enseguida me arrepentí.
—Es una buena excusa para volver a vernos pero, en realidad, cuando te llamé, no sabía que te llamaba a ti. Sólo eras una Ana que había dejado su número de teléfono en el hotel Colón por si un tal Querétaro volvía y quería ponerse en contacto contigo.
—Había cambiado de número de móvil, y pensé que si me llamaba no me encontraría. —La miré. Se rindió—: Otra vez corriendo detrás de un hombre que no me hace caso. Es mi destino, ¿no te parece?
—Háblame de este Querétaro. Todo lo que sepas.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Secreto profesional.
—No jodas. Cuando hay un asesinato por en medio, el secreto profesional se va a hacer gárgaras. —Abrió la boca, casi ofendida, como si le hubiera propinado una bofetada Cuéntamelo y te ahorrarás tener que contárselo a la poli.
Encajó, se lo tragó, bebió cerveza.
—¿Asesinato? ¿Qué asesinato?
—Una monja.
—¿Una monja? —empezaba a alarmarse.
—Eulalia Gracián.
—Eulalia Gracián —repitió, impresionada—. Hostia.
—Descuartizada. La secuestraron la noche de San Juan. Hasta ahora lo habían llevado con discreción, pero me temo que mañana saldrá toda la historia en los periódicos. Primero aparecieron los pies en un contenedor, y esta mañana me han enviado la cabeza a mi casa.
—¿Su cabeza, a tu casa?
—Sí, señora. La vida del detective es dura. Bueno, qué te voy a contar.
—¿La cabeza de Eulalia Gracián en tu casa? No jodas.
—Sí.
Guardó un momento de silencio. Encendió un cigarrillo. No le hacía ninguna ilusión que Eulalia Gracián hubiera sido asesinada. La peor noticia que podía recibir.
—Y ¿qué dicen los de Homicidios? —preguntó—. ¿Te dejan colaborar?
—Me lo exigen.
Quedó pensativa.
En el Esterri tienen una carta reducida, y eso significa que sirven rápido. Es el cliente quien marca el ritmo. Hay quien devora contra reloj, solitario y leyendo el periódico, y sale disparado; y quien se entretiene en largas sobremesas de cafés, whiskies y puros. Ningún problema si alguien es fumador como Ana. Aquí temen más a las emisiones de los tubos de escape, que matan deprisa, que al humo del tabaco, que mata despacio.
Llegó la ensalada. Pensé que tendrían que ampliar la carta de primeros. Recordé que, antes, los jueves hacían paella, y algún otro día unos macarrones muy buenos.