La muerte de lord Edgware (4 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El timbre del teléfono me libró de la vergüenza de declarar que no me sugería ninguna idea. Descolgué el auricular.

Se oyó una voz de mujer, una voz clara, argentina:

-Habla la secretaria de lord Edgware. Lord Edgware siente mucho tener que renunciar a la entrevista que había convenido con monsieur Poirot. Sin embargo, podría hablar con monsieur Poirot durante unos minutos, a las doce y cuarto de esta misma mañana, si a monsieur Poirot le conviene.

Consulté con mi amigo.

¡Claro que iremos a verle!

Repetí a la secretaria lo que mi compañero me había dicho.

- Muy bien —dijo la frágil voz—. Quedamos en que a las doce y cuarto de esta mañana.

Y colgó el aparato.

Capítulo IV
-
Una entrevista

Llegamos a la casa de lord Edgware, en Regent Gate. Yo me encontraba en un estado expectante. Aunque no sentía, como Poirot, gran admiración por los problemas psicológicos, las pocas palabras que pronunció lady Edgware respecto a su marido habían despertado mi curiosidad y ansiaba juzgarle por mí mismo.

La mansión del noble lord era un edificio imponente, de bella construcción, algo sombrío. Las ventanas que daban a la fachada carecían de superfluos adornos.

Nos abrió en seguida la puerta, no un anciano criado de cabellos blancos, que hubiese estado en armonía con el exterior de la casa, sino uno de los jóvenes más agradables que jamás había visto. Alto y admirablemente proporcionado, un escultor hubiese hallado en él el digno modelo de Kermes o de Apolo. Mas, a pesar de su agradable aspecto, había cierto afeminamiento en su voz que me desagradó. Al mismo tiempo, no sé por qué, no podría precisarlo, algo en él me recordó vagamente a alguien, alguien a quien había visto hacía mucho tiempo, pero que me era imposible recordar.

Preguntamos por lord Edgware.

—Por aquí, señores.

Le seguimos a lo largo del vestíbulo, pasamos ante la escalera y continuamos hacia una puerta que había al final. Abrióla y nos anunció con aquella voz suave que tanto me desagradaba.

La habitación en que entramos era una especie de biblioteca. Las paredes estaban atestadas de libros; el decorado, un poco sombrío, era agradable, y las sillas, imponentes, aunque no tenían nada de cómodas.

Lord Edgware se había levantado para recibirnos. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, el cabello negro mezclado de gris, el rostro enjuto y la boca algo burlona. Tenía el aspecto de ser hombre de mal genio. Sus ojos miraban de una manera que parecían ocultar algo. En realidad, eran unos ojos muy extraños. Sus maneras eran suaves y ceremoniosas. !

—¿Monsieur Hércules Poirot y el capitán Hastings? Hagan el favor de sentarse.

Obedecimos. La habitación era fría; por la única ventana que había en ella entraba la luz tenuemente, y la oscuridad contribuía a enfriar la atmósfera

Lord Edgware cogió de sobre su mesa la carta escrita por mi amigo.

—Desde luego, conozco su nombre y su fama, monsieur Poirot. Hay muy pocos que no le conozcan —Poirot se inclinó ante el cumplido—. Pero, la verdad, no comprendo su intervención en este asunto. Me dice usted en su carta que desea verme en nombre de... —se detuvo un momento— mi esposa.

Pronunció las dos últimas palabras de un moda particular, como si le costase un gran esfuerzo.

—Así es —dijo Poirot.

—Yo creí que usted era sólo investigador de crímenes, monsieur Poirot.

—De problemas, lord Edgware. Hay problemas de crímenes, ciertamente; pero hay, además, otros problemas.

—Es verdad. ¿Quiere decirme de qué clase es este intrincado problema?

La burla estaba latente en sus palabras.

—Tengo el honor de venir a usted en nombre de lady Edgware —dijo—. Lady Edgware, como usted ya debe saber, desea... divorciarse.

—Estoy enterado de eso —dijo lord Edgware fríamente.

—Su esposa me indicó que usted y yo podríamos tratar de ese asunto.

—No hay nada que tratar.

—Entonces, ¿se niega usted?

—¿Negarme? De ningún modo.

Lo que menos esperaba Poirot era semejante contestación. Pocas veces había visto a mi amigo tan asombrado. Su aspecto era realmente ridículo. Con la boca abierta, la pasmada expresión de los ojos y las cejas arqueadísimas, parecía, en realidad, la caricatura de una revista festiva.


Comment!
—exclamó—. ¿Cómo es eso? ¿Que usted no se niega?

—No sé cómo interpretar su asombro, monsieur Poirot.

-
Ecoutez
, ¿realmente está usted dispuesto a divorciarse de su mujer?

—Claro que sí, y ella debe saberlo, puesto que la escribí diciéndoselo.

—¿Que usted le escribió diciéndoselo?

—Sí; hace cerca de seis meses.

—Pues no lo entiendo.

Lord Edgware no dijo nada.

—Yo creí que usted era un acérrimo enemigo del divorcio.

—No creo que mi manera de ser le importe a usted, monsieur Poirot. Es cierto que no quise divorciarme de mi primera mujer. Mi conciencia no me permitía hacerlo. Mi segundo matrimonio, lo reconozco, fue una verdadera equivocación. Cuando mi mujer me pidió el divorcio, me negué rotundamente. Seis meses después me escribió, insistiendo. Me figuré que quería casarse con algún actor de cine o con algún tipo por el estilo. En aquella época, mi manera de ver las cosas había sufrido una gran variación, por lo cual le escribí a Hollywood aceptando al fin su proposición —hizo una pequeña pausa y añadió—: Supongo que será por cuestión de dinero por lo que le envía a usted a verme.

Sus labios se curvaron burlonamente al pronunciar las últimas palabras.

—¡Qué cosa más rara! —murmuró Poirot—. En todo esto hay algo que no entiendo.

—Respecto al dinero —siguió lord Edgware—, no pienso hacer ningún arreglo. Mi mujer me abandonó por su gusto; si ahora quiere casarse con otro, por mí puede hacerlo; pero no veo ninguna razón para que tenga que darle un céntimo.

—No se trata de ningún convenio financiero.

Lord Edgware le miró.

—¡Ah!, entonces es que Jane se casa, sin duda, con un rico —murmuró.

—En todo esto hay algo que no entiendo —repitió Poirot. Estaba perplejo y las arrugas de su rostro denotaban el esfuerzo que hacía por comprender—. Creo haber oído decir a lady Edgware que trató varias veces de comunicarse con usted por medio de abogados.

—En efecto —asintió secamente lord Edgware—, me mandó abogados ingleses, americanos... En fin, últimamente me han visitado abogados de todas clases, hasta que, por último, ya se lo he dicho a usted, me escribió ella misma.

—Antes, ¿se había usted negado siempre?

—Sí.

—¿Y dice usted que al recibir su carta cambió de pensamiento? ¿A qué fue debido ese cambio, lord Edgware?

—En modo alguno a la carta —dijo secamente—. Mi manera de ver el asunto había variado. Eso es todo.

—Fue un cambio súbito.

Lord Edgware no replicó.

—¿Qué motivo especial le hizo cambiar de parecer, lord Edgware?

—Eso, monsieur Poirot, no le interesa a nadie más que a mí. Prefiero no hablar de este asunto. Únicamente diré que poco a poco me fui dando cuenta de las desventajas que para mí presentaba lo que podríamos llamar..., perdóneme la expresión, una unión degradante. Mi segundo matrimonio fue una equivocación, ya se lo he dicho a usted.

—Eso mismo piensa su esposa —dijo Poirot suavemente.

—¡Ah! ¿Sí?

Un extraño brillo cruzó por sus ojos, pero en seguida volvió a su expresión normal.

Se levantó, y mientras nos despedíamos, sus maneras se suavizaron.

—Les ruego que me perdonen por haber alterado la visita, pero mañana mismo debo salir hacia París.

—¡Oh, no faltaba más!

—Se trata de una subasta de verdaderas obras de arte. Tengo puestos los ojos en una estatuilla..., algo perfecto, una verdadera maravilla en su estilo..., tal vez de un gusto un poco macabro, pero no puedo remediarlo, adoro lo macabro, me ha atraído siempre. Mis gustos, como ustedes ven, son ciertamente un poco originales.

Antes que él dijese esto, ya había yo pasado revista a los libros de su biblioteca que estaban próximos a mí: las
Memorias de Casanova
, un volumen sobre el marqués de Sade y otro referente a las torturas medievales. Yo recordé el estremecimiento de Jane Wilkinson al hablar de su marido. Aquello no fue fingido, no. Me hubiese gustado saber exactamente qué clase de hombre era George Alfred Saint Vincent Marsh, cuarto barón de Edgware.

Mientras nos despedía, tocó el timbre. En el vestíbulo nos aguardaba el apolíneo criado. Al ir a cerrar tras de mí la puerta de la biblioteca, eché una última ojeada a la estancia y hube de contener una exclamación. El suave y sonriente rostro del aristócrata se había transfigurado. Con los labios cerrados y los ojos centelleantes, tenía una terrible expresión de furor, y ya no me extrañó que dos mujeres le hubiesen abandonado. Lo que sí me maravillaba era el gran dominio que tenía de sí mismo, hasta el punto de haber soportado aquella entrevista con tanta corrección.

Cuando llegamos a la puerta principal, a la derecha del vestíbulo abrióse una puerta. Una joven apareció en el umbral de una habitación; pero, al vernos, retrocedió.

Era una muchacha alta, de cabellos negros y rostro pálido. Sus asustados ojos negros se clavaron un momento en los míos. Luego, como una sombra, se hundió otra vez en la habitación y cerró tras sí la puerta.

Poco después estábamos en la calle. Poirot hizo detener un taxi, subimos a él y ordenó al chófer que nos condujese al Savoy.

—Bueno, Hastings —me dijo—, esta entrevista no ha resultado como esperábamos.

—Es verdad. ¡Qué hombre más extraordinario es ese lord Edgware! Y le conté a renglón seguido lo que había visto al mirar por última vez hacia la biblioteca.

Mi amigo movió la cabeza, lenta y pensativamente.

—Me parece que está al borde de la locura, Hastings. Me hace el efecto de que tiene vicios raros y de que bajo su fría apariencia oculta una gran crueldad.

-No me asombra que le hayan abandonado sus dos mujeres.

-Ni a mí tampoco.

-Oye, Poirot, ¿has visto, al salir, a una muchacha muy pálida, de cabellos negros?

—Sí,
mon ami
; una joven que parecía muy asustada. Su aspecto no era de ser muy feliz.

Su voz tenía un tono grave.

—¿Y quién supones que será? —pregunté.

—Probablemente, su hija. Lord Edgware tiene una hija.

—Parecía aterrorizada —dije lentamente—. Esa casa es un lugar muy tenebroso para una muchacha.

—Verdaderamente. ¡Ah!, ya hemos llegado,
mon ami
Ahora, a poner en conocimiento de lady Edgware la feliz noticia.

Jane estaba en el hotel, y después de una pequeña espera, el portero nos indicó que podíamos subir a sus habitaciones. Un «botones» nos acompañó hasta ellas. Salió a recibirnos una pulquérrima señora de cierta edad. Llevaba lentes y su cabello gris estaba primorosamente peinado. Desde la alcoba, la cálida voz de Jane la llamó:

—Ellis, ¿es monsieur Poirot? Hazle sentar, me pongo unos trapos y salgo en seguida.

Los trapos de Jane era un sutilísimo salto de cama, que revelaba mucho más de lo que ocultaba. Al entrar, nos preguntó ávidamente:

—¿Qué?

Puesto en pie, Poirot se inclinó hacia ella.

—Admirablemente, señora.

—¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?

—Que lord Edgware está por completo dispuesto a acceder al divorcio.

—¿Qué?

O la estupefacción que se pintó en su rostro era verdadera, o Jane Wilkinson era la actriz más asombrosa del mundo.

—Monsieur Poirot, ¿lo ha conseguido usted? ¿Tan pronto? Es usted genial. Vamos, cuénteme, cuénteme cómo lo ha logrado.

—Señora, no puedo aceptar semejantes inmerecidas lisonjas! Hace seis meses que su esposo le escribió accediendo, por fin, a sus deseos.

—¿Qué dice usted? ¿Que me escribió a mí? ¿Adonde me escribió?

—Creo que fue cuando estaba usted en Hollywood.

—No recibí semejante carta. Sin duda se extraviaría. ¡Y pensar que me he pasado meses y meses forjando planes descabellados, furiosa, casi a punto de volverme loca!

—Al parecer, lord Edgware creía que iba usted a casarse con un actor.

—Claro, eso fue lo que le dije en mi carta —en sus labios brillaba una infantil y encantadora sonrisa. De pronto aquella sonrisa se trocó en una mirada de inquietud—. Usted no le habrá dicho nada respecto al duque y yo, ¿verdad?

—Tranquilícese; no le he dicho nada. Debe ocultar eso, ¿verdad?

—Sí; ya habrá notado que es un hombre extraño. Mi boda con Merton hubiese sido, sin duda, para él motivo de oposición. En

cambio, un actor cinematográfico es algo muy distinto. En fin, de todos modos, estoy asombradísima —y añadió, dirigiéndose a su sirvienta—: ¿Qué te parece, Ellis?

La mujer había ido sacando de la alcoba varios trajes de calle, que estaba colocando sobre los respaldos de las sillas. Al parecer había escuchado toda la conversación. Por lo visto, poseía la confianza de su señora

—-iOh, señora! El señor debe haber cambiado muchísimo desde que le conocimos.

En la voz de la camarera había una nota de rencor.

—Parece que la desconcierta a usted la actitud de su marido, que no la comprende, ¿verdad? —inquirió Poirot.

—¡Oh, sí! ¿Qué le habrá hecho cambiar de tal modo, después de tanto tiempo?

—Eso quizá no le interese a usted tanto, señora, como a mí.

Jane no le prestaba ya atención.

—¡El resultado es que, por fin, soy libre! —exclamó alegremente.

—Todavía no, señora.

—Bueno, pero estoy en camino de serlo, que es lo mismo.

Poirot la miró extrañado.

—El duque está en París, ¿sabe usted? —añadió Jane—, y voy a telegrafiarle en seguida. Su madre se pondrá furiosa. Poirot se levantó para marcharse.

—Me alegro, señora, de que todo salga a su gusto, como anhelaba.

—Adiós, monsieur Poirot, y muchísimas gracias.

—No las merezco; no he hecho absolutamente nada para merecerlas.

—Me ha traído usted la mejor noticia del mundo y le estoy profundamente agradecida.

—Eso es lo que se le ocurre —me dijo Poirot mientras salíamos de la habitación—. No siente la menor curiosidad por conocer la causa que impidió llegar a sus manos la carta de su marido. Fíjate bien, Hastings. Como negociante, es astuta; pero no tiene ni chispa de inteligencia. Bien es verdad que Dios no puede concedérselo todo a las criaturas.

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