—¿Qué ha dicho? —preguntó Poirot.
Le repetí la exclamación de Bryan Martin.
—¡Ah! —Poirot parecía contento—. «Por fin lo ha hecho.» Conque ha dicho eso, ¿eh? Entonces es lo que me figuraba.
Japp le miró con curiosidad.
—No le entiendo, Poirot. Primero habla usted como si estuviese convencido de que no es ella la culpable, y ahora me sale con que ya lo sabía.
Poirot sonrió.
Bryan Martin hizo honor a su palabra. Aún no habían pasado diez minutos, cuando ya estaba con nosotros. Mientras aguardábamos su llegada, Poirot no habló más que de cosas triviales, negándose en absoluto a satisfacer la curiosidad de Japp.
No cabía duda de que nuestras noticias habían impresionado hondamente al actor. Su rostro estaba pálido y un vivo temblor agitaba su cuerpo.
—Pero ¿es posible lo que me han dicho, monsieur Poirot? —exclamó mientras le estrechaba la mano, y añadió—: ¡Es terrible! Estoy trastornadísimo, no sé lo que me pasa. ¡Oh! Estoy verdaderamente consternado. Siempre creí que sucedería algo semejante. ¿Recuerda usted que se lo dije ayer mismo?
—
Mais oui, mais oui
—dijo mi amigo—. Recuerdo perfectamente todo lo que dijo usted ayer —y añadió—: Le presento al inspector de Policía Japp, que está encargado de la investigación de ese suceso.
Bryan lanzó una mirada de reproche a Poirot.
—No lo sabía —murmuró—. Podía usted haberme avisado. Se inclinó fríamente ante el inspector. Luego, sentóse, apretando fuertemente los labios.
—No veo por qué me han hecho ustedes venir. Todo esto no tiene nada que ver conmigo.
—Ya creo que sí —dijo amablemente Poirot—. Tratándose de un crimen, uno debe sacrificar los propios sentimientos para llegar al esclarecimiento de la verdad.
—No, eso sí que no. He trabajado con Jane. Nos conocemos hace mucho tiempo. Por encima de todo es amiga mía.
—¡Amiga suya, y en el momento que se entera usted de que han asesinado a lord Edgware lo primero que se le ocurre decir es que ha sido ella quien lo ha matado! —dijo Poirot secamente.
El actor se estremeció.
—¿Quiere usted decir... —los ojos parecían salirse de las órbitas— que estoy equivocado, que Jane no ha intervenido en el crimen? Japp habló:
—No, míster Martin, no. Ha sido ella quien lo ha cometido.
El joven se dejó caer en la silla.
—Por un momento creí haber cometido una terrible equivocación.
—En un caso como el presente, la amistad no debe influir para nada en usted —dijo firmemente Poirot.
—Eso se dice muy bien, pero...
—Amigo mío, ¿es que se va usted a poner de parte de una criminal? Tenga en cuenta que ha cometido un asesinato..., el más repugnante de los delitos humanos.
Bryan Martin suspiró:
—Bien, sí; pero Jane no es una criminal vulgar, carece de sentido moral. En realidad, es irresponsable.
—Eso ya lo determinará el jurado —dijo Japp.
—Vamos a ver —habló Poirot amablemente—, no se trata de que usted la acuse. Ya está acusada por anticipado. Usted, joven, no puede negarse a contarnos lo que sabe de ella. Debe hacerlo en bien de la sociedad.
Bryan Martin volvió a suspiran
—Creo que tiene usted razón; sin embargo, ¿qué quieren ustedes que les diga?
Poirot miró a Japp.
—¿Ha oído usted alguna vez que lady Edgware, o, mejor dicho, miss Jane Wilkinson, profiriese amenazas contra su esposo? —preguntó el inspector.
—Sí; varias veces.
—¿Cuáles eran esas amenazas?
—Decía que si no le concedía la libertad, le pegaría cinco tiros.
—No se trataba de una broma, ¿verdad?
—No; estoy seguro de que lo decía de veras. Una vez dijo que tomaría un taxi y que iría a matar a su marido. Usted mismo, monsieur Poirot, se lo oyó decir.
Recurría patéticamente a mi amigo, quien asintió.
Japp siguió con el interrogatorio.
—Míster Martin, sabemos que miss Wilkinson quería divorciarse para casarse con otro. ¿Sabe usted de quién se trata? Bryan Martin asintió.
—Bien, dígalo.
—Del duque de Merton.
—¡El duque de Merton! ¡Caray! —Japp lanzó un silbido—. Quería mejorar de posición, ¿eh? Según se dice, el duque es uno de los hombres más ricos de Inglaterra.
Bryan asintió; estaba más consternado que nunca.
Yo no podía entender la actitud de Poirot. Recostado en la butaca, con las manos cruzadas y moviendo rítmicamente la cabeza, hacía el efecto del hombre que ha colocado un disco en el gramófono y lo está escuchando atentamente, encantado del buen gusto con que lo ha escogido.
—¿No quería divorciarse el marido? —continuó interrogando Japp.
—No; se había negado a ello firmemente.
—¿Tiene usted alguna prueba de lo que dice?
—Sí.
—Ahora, amigo Japp —dijo Poirot, interviniendo una vez más en la conversación—,
es
cuando entro en acción yo, para decir que lady Edgware me pidió que fuese a visitar a su marido para rogarle que accediese al divorcio. Estaba citado con él ayer por la mañana.
Bryan Martin movió la cabeza.
—Hubiera sido inútil —dijo—. Lord Edgware nunca hubiese accedido.
—¿Cree usted que no? —preguntó Poirot, dirigiéndole una amable mirada.
—Estoy seguro. Jane lo sabía perfectamente. No tenía la menor confianza en que triunfase usted. No esperaba nada positivo de su mediación. Lord Edgware era un monomaníaco respecto al divorcio.
Mi amigo sonrió.
—Pues está usted equivocado, joven —dijo amablemente—. Vi ayer a lord Edgware y accedió a divorciarse.
No podía dudarse del asombro de Bryan Martin al recibir esta noticia. Mirando a Poirot con los ojos fuera de las órbitas, balbució:
—¿Usted... le vio ayer?
—A las doce y cuarto —respondió Poirot con su tono habitual.
—¿Y accedió al divorcio?
—Accedió.
—Pero debió usted habérselo dicho en seguida a Jane.
—Y así lo hice, míster Martin.
—¿Que lo hizo? —exclamaron al mismo tiempo Japp y Martin. Poirot sonrió.
—Eso complica un poco la situación, ¿verdad? —murmuró—. Y ahora, míster Martin —añadió—, ¿quiere usted leer esta gacetilla? Y le mostró la nota del periódico. Bryan la leyó, aunque sin gran interés.
—¿Quiere usted decir que esto significa una coartada? —dijo—. Supongo que a lord Edgware le pegaron un tiro ayer noche.
—Murió de una puñalada, no de un tiro —aclaró Poirot.
—Me temo que esto —e indicó la gacetilla— no sirve de nada, porque Jane no asistió a esa cena.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Lo ignoro; seguramente me lo diría alguien.
—Es una verdadera lástima —murmuró Poirot, pensativamente. Japp le miraba con curiosidad.
—No le entiendo a usted; parece como si no creyese en la culpabilidad de esa mujer.
—No, no, mi buen Japp; no me inclino en favor de nadie; pero, realmente, el presente caso es desconcertante, subleva la inteligencia.
—¿Qué quiere usted decir con eso de «subleva la inteligencia»? A la mía no le pasa nada.
Presentí las palabras que estaban a punto de brotar de los labios de Poirot, pero no salieron.
—Nos encontramos ante una mujer que, según dice usted, desea deshacerse de su marido. De esto no cabe la menor duda. Ella misma me lo confesó a mí francamente.
Eh bien
, ¿qué pensaba hacer? Repitió varias veces en voz alta y ante testigos que lo mataría, y una noche se dirige a casa de su marido, se anuncia por su verdadero nombre, le apuñala y se va. ¿Cómo calificaría usted un hecho así? ¿Tiene el más leve sentido común?
—Realmente es una locura.
—¿Locura? Es la quintaesencia de la imbecilidad.
—Bueno —dijo Japp—, el que los criminales pierdan la cabeza es una ventaja de la Policía —hizo una pequeña pausa, y en seguida terminó—: Ahora debo irme al Savoy.
—¿Me permite usted que le acompañe?
El inspector no opuso el menor reparo y salimos. Bryan se despidió de nosotros. Parecía muy nervioso. Nos pidió encarecidamente que no lo hiciésemos intervenir para nada en aquel asunto.
—¡Qué hombre más impresionable! —contestó Japp.
Poirot asintió.
En el Savoy encontramos a un caballero, excesivamente ceremonioso, que acababa de llegar, con quien subimos a las habitaciones de Jane Wilkinson. Japp habló con uno de sus agentes.
—¿Nada? —le dijo, lacónico.
—Ha telefoneado.
—¿A quién? —preguntó el inspector con ansiedad.
—A «Jay», para los trajes de luto.
Japp suspiró. Entramos en la habitación.
La viuda, lady Edgware, se estaba probando distintos sombreros ante el espejo. Llevaba un traje muy cinematográfico en blanco y negro. Nos acogió con su deslumbradora sonrisa.
—¿Cómo, monsieur Poirot? ¿Qué le trae a usted por aquí? Hola, míster Maxon —añadió, dirigiéndose al abogado—; me alegro de que haya usted venido tan pronto. Aconséjeme sobre las preguntas que deba o no contestar. Este señor —señaló a
Japp
— parece creer que yo he ido esta mañana a matar a George.
—Ayer noche, señora —rectificó el inspector.
—Me dijo usted que había sido a las diez de la mañana.
—No, señora; a las diez de la noche. ¡Si ahora no son todavía las diez! —añadió severamente Japp.
Jane abrió, asombrada, los ojos.
—¡Ah!, muchas gracias —murmuró—; le estoy muy agradecida. Hacía muchos años que no me levantaba tan pronto. ¿A qué hora ha venido usted, pues?
—Un momento, señor inspector —dijo el abogado Maxon con su recia voz—. ¿Cuándo ocurrió ese lamentable suceso?
—Anoche, alrededor de las diez.
—Entonces todo va perfectamente —exclamó Jane—. A esa hora estaba yo en la fiesta... ¡Ah! —se tapó rápidamente la boca—. ¿Acaso no debía haber dicho eso...?
Miró con timidez al abogado.
—Si a las diez de la noche estaba usted en una fiesta, lady Edgware, no hay inconveniente de que informe al inspector sobre ese hecho.
—Eso es —dijo Japp- Yo sólo le pido que me explique cuanto hizo usted anoche. Que me diga dónde tuvo lugar esa fiesta.
—Fue en casa de sir Montagu Corner, en Chiswick.
—¿A qué hora llegó usted allí?
—La cena era a las ocho y media.
—No; le he preguntado que a qué hora llegó.
—Salí de mi casa a las ocho. Fui a Piccadilly Palace a despedirme de una amiga mía, mistress Van Deusen, que se iba a Estados Unidos, y llegué a Chiswick a las nueve menos cuarto.
—¿A qué hora se marchó usted de allí?
—Cerca de las once y media.
—¿Vino directamente al hotel?
—Sí.
—¿En taxi?
—No, en mi propio coche. Es uno de los de la casa Daimler.
—Y durante la fiesta, ¿no salió usted de la casa?
—No sé qué decir...
—Entonces es que salió usted.
Hacía el efecto de un
foxterrier
acorralando a un ratón.
—No sé por qué habla usted así. Lo único que pasó es que mientras cenábamos me llamaron al teléfono.
—¿Quién la llamó?
—Alguien, sin duda, para burlarse de mí. Una voz me preguntó: «¿Es usted lady Edgware?», y yo contesté: «Sí»; entonces se oyó una carcajada y colgaron el aparato.
—¿Salió usted de la casa para telefonear? La mirada de Jane mostró gran asombro.
—No.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted ausente de la mesa?
—Minuto y medio, aproximadamente.
Japp se desplomó sobre la butaca. Estoy convencido de que no creía ni una palabra de cuanto había dicho la actriz; pero después de oír su declaración no podía hacer nada sin comprobar su veracidad.
Se apresuró a darle las gracias y se despidió.
Nosotros también nos despedimos, pero lady Edgware llamó a Poirot.
—Óigame, ¿querría usted hacerme un favor?
—Estoy a sus órdenes, señora.
—¿Quiere enviar un cablegrama en mi nombre al duque, en París? Está en el hotel Crillon. Es necesario que se entere de todo esto y es mejor que no lo envíe yo misma, porque durante unos días debo comportarme como una viuda desconsolada.
—No veo la necesidad de enviar ningún cable, señora —dijo Poirot amablemente—. Ya leerá el suceso en los periódicos.
—¡Oh, qué cabeza! Sí, sí, es mucho mejor no cablegrafiar. Debo preocuparme de mi reputación, ahora que todo va bien, y portarme como una viuda lo más dignamente posible. No sé si enviar para el entierro un ramo de orquídeas; son las flores más caras. También supongo que tendré que asistir al funeral.
—Antes, señora, tendrá usted que ir al Juzgado.
—No me es nada simpático ese inspector de Scotland Yard; me ha dado un susto de muerte.
—¡Ah! ¿Sí?
—Fue para mí una verdadera suerte cambiar de parecer y asistir, por fin, a la fiesta.
Poirot, que estaba ya cerca de la puerta, se detuvo al oír aquellas palabras.
—¿Qué dice usted? ¿Que cambió de parecer?
—Sí; anoche tenía una jaqueca horrible.
Parecía como si Poirot tratase, inútilmente, de tragarse algo.
—¿Le dijo usted eso a alguien?
—Sí. Estábamos reunidos unos cuantos amigos a la hora del té y me pidieron que fuese con ellos a tomar un combinado. Yo les dije: «No puedo. Mi cabeza va a estallar, me voy a casa, y ni siquiera pienso ir a la fiesta de Corner.»
—¿Qué fue lo que le hizo luego cambiar de parecer?
—Ellis me obligó a ir, diciéndome que no debía faltar a aquella fiesta, pues sir Montagu es un personaje que se enfada por cualquier nimiedad. ¡Ah! En cuanto me case con Merton, me veré libre de todo esto. La pobre Ellis, siempre atenta a mis intereses, insistió en que era un verdadero error no asistir a la fiesta. Hasta que me convenció y fui.
—Tiene usted una deuda de gratitud con Ellis, señora.
—¡Ya lo creo! El inspector se marchó furioso, ¿verdad? —dijo, riéndose.
Poirot, muy serio, contestó:
—De todos modos, hay motivo para ello.
—¡Ellis! —llamó Jane.
La camarera entró.
—Mira lo que dice monsieur Poirot: que fue una verdadera suerte que me hicieras ir a la fiesta anoche.
Ellis miró seriamente a Poirot, al mismo tiempo que decía:
—No deben romperse los compromisos adquiridos, señora. Es usted demasiado aficionada a hacerlo. La gente no puede olvidar tales desaires y acaba una por hacerse desagradable.