La muerte llega a Pemberley (11 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

Llevaban una hora y veinte minutos esperando y, cansadas de hacerlo de pie, se habían alejado de la ventana cuando Bingley apareció acompañando al doctor McFee.

—La señora Wickham estaba agotada de tanto llorar y angustiarse, y le he administrado un sedante. No tardará en dormir plácidamente, espero que durante varias horas. Belton, la doncella, y la señora Reynolds están con ella. Yo puedo acomodarme en la biblioteca y subir más tarde a ver cómo sigue. No necesito que nadie me asista.

Elizabeth le dijo que se lo agradecía mucho. Y cuando el doctor, acompañado por Jane, abandonó la estancia, Bingley y ella regresaron a la ventana.

—No debemos abandonar la esperanza de que todo esté bien —comentó Bingley—. Tal vez los disparos fueran de algún cazador furtivo, o tal vez Denny disparó su arma para advertir a alguien que acechaba en el bosque. No debemos permitir que nuestra mente cree imágenes que la razón nos dirá, sin duda, que son fantasiosas. No puede haber nada en el bosque que haya de atraer a nadie con malas intenciones hacia Wickham ni hacia Denny.

Elizabeth no respondió nada. Ahora, incluso aquel paisaje conocido y amado le resultaba ajeno, el río serpenteaba como un hilo de plata fundida bajo la luna, hasta que una ráfaga de viento lo devolvió a la vida, tembloroso. El camino se perdía en lo que parecía el vacío eterno de un paisaje fantasmagórico, misterioso e irreal, en el que nada humano podía vivir ni moverse. Y solo cuando Jane entraba de nuevo en el salón de música, el cabriolé, finalmente, apareció a lo lejos, al principio apenas una forma móvil definida por el débil parpadeo de sus luces distantes. Resistiendo la tentación de bajar corriendo hasta el portón, permanecieron a la espera, atentos.

Elizabeth no pudo evitar que la desesperación hiciera mella en su voz, y dijo:

—Avanzan despacio. Si todos estuvieran bien, lo harían más deprisa.

Al pensar en ello, no pudo resistir más junto a la ventana, y bajó la escalinata a toda prisa, seguida de Jane y Bingley. Stoughton debía de haber visto el coche desde la ventana de la planta baja, porque la puerta principal ya estaba entornada.

—¿No sería más sensato —se aventuró a sugerir el mayordomo— que regresaran al salón de música? El señor Darcy compartirá con ustedes las noticias en cuanto esté aquí. Hace demasiado frío para esperar fuera, y hasta que llegue el cabriolé nadie podrá hacer nada.

—La señora Bingley y yo preferimos esperar junto a la puerta, Stoughton —replicó Elizabeth.

—Como deseen, señora.

Acompañadas de Bingley, salieron al exterior y allí, de pie, siguieron aguardando. Nadie dijo nada hasta que el coche se encontró a escasa distancia de la puerta y al fin pudieron ver lo que tanto temían: el bulto en la camilla, cubierto por la manta. Sopló una ráfaga de viento, y el rostro de Elizabeth quedó cubierto por sus cabellos. Sintió que se desplomaba, pero logró agarrarse a Bingley, que le pasó un brazo protector por los hombros. En ese preciso instante, el aire levantó un pico de la manta, y todos distinguieron la casaca escarlata del oficial.

El coronel Fitzwilliam se dirigió entonces a Bingley.

—Puede informar a la señora Wickham de que su esposo está vivo. Vivo pero no en condiciones de ser visto. El capitán Denny ha muerto.

—¿De un disparo? —preguntó Bingley.

Fue Darcy quien respondió.

—No, de un disparo no. —Se volvió hacia Stoughton—. Vaya a buscar las llaves de las puertas interior y exterior de la armería. El coronel Fitzwilliam y yo llevaremos el cadáver por el patio norte y lo depositaremos sobre la mesa. —Se volvió una vez más hacia Bingley—. Por favor, acompaña a casa a Elizabeth y a la señora Bingley. Aquí no pueden hacer nada, y tenemos que sacar a Wickham del cabriolé y entrarlo en casa. Les perturbaría verlo en sus presentes condiciones. Tenemos que acostarlo en alguna cama.

Elizabeth se preguntó por qué su esposo y el coronel se resistían a dejar la camilla en el suelo, pero lo cierto es que permanecieron clavados donde estaban hasta que Stoughton, transcurridos unos minutos, regresó con las llaves y se las entregó. Entonces, casi con ceremonia, precedidos por el mayordomo, que parecía un sepulturero mudo, avanzaron por el patio y, doblando la esquina, se dirigieron a la parte trasera de la casa, hacia la armería.

Ahora el cabriolé se agitaba violentamente, y entre las ráfagas de viento, Elizabeth oyó los gritos descontrolados e incoherentes de Wickham, que clamaba contra quienes lo habían rescatado y acusaba de cobardes a Darcy y al coronel. ¿Por qué no habían atrapado al asesino? Llevaban un arma. Sabían cómo usarla. Por Dios, él había disparado una o dos veces y estaría allí en ese momento si ellos no lo hubieran dejado escapar. Después siguió una retahíla de juramentos, los más graves camuflados por el viento, seguida de un estallido de llanto.

Elizabeth y Jane entraron en casa. Ahora Wickham había caído al suelo, y Bingley y Alveston lograron ponerlo en pie y empezaron a arrastrarlo hacia el vestíbulo. Elizabeth apenas se atrevió a posar la vista un instante en el rostro ensangrentado, de ojos muy abiertos, antes de esfumarse, mientras Wickham intentaba liberarse del abrazo de Alveston.

—Necesitaremos una habitación con la puerta resistente, y que pueda cerrarse con llave —dijo Bingley—. ¿Qué nos sugieren?

La señora Reynolds, que ya había regresado, miró a Elizabeth.

—La habitación azul, señora —apuntó—, la del fondo del pasillo norte, sería la más segura. Cuenta solo con dos ventanas pequeñas, y es la que queda más alejada de los cuartos de los niños.

Bingley, que seguía haciendo esfuerzos por controlar a Wickham, llamó a la señora Reynolds.

—El doctor McFee espera en la biblioteca. Dígale que lo necesitamos inmediatamente. No podemos manejar al señor Wickham en el estado en que se encuentra. Infórmele de que estaremos en la habitación azul.

Bingley y Alveston agarraron a Wickham por los brazos y empezaron a subirlo por la escalinata. Se mostraba más calmado, pero seguía sollozando. Al llegar al último peldaño, forcejeó para soltarse y, bajando la mirada enfurecido, pronunció sus imprecaciones finales.

Jane se volvió hacia Elizabeth.

—Será mejor que yo regrese junto a Lydia —dijo—. Belton lleva mucho rato con ella, y tal vez necesite tomarse un respiro. Espero que Lydia esté bien dormida, pero en cuanto despierte debemos asegurarle que su esposo está vivo. Al menos hay algo por lo que alegrarse. Pobre Lizzy, ojalá hubiera podido ahorrarte todo esto.

Las dos hermanas permanecieron juntas un instante más, y Jane abandonó el vestíbulo. Elizabeth estaba temblando y, a punto de desvanecerse, buscó la silla más próxima y se dejó caer en ella. Se sentía desamparada, y deseaba que Darcy apareciera. Él no tardó en regresar de la armería, a través de la parte trasera de la casa. Acudió a su lado de inmediato y, tirando de ella para que se levantara, la estrechó en sus brazos.

—Querida mía, salgamos de aquí y te explicaré lo que ha ocurrido. ¿Has visto a Wickham?

—Sí, he visto cómo lo entraban. Una visión espantosa. Gracias a Dios que Lydia no la ha presenciado.

—¿Cómo está?

—Dormida, espero. El doctor McFee le ha administrado algo para calmarla. Y ahora ha ido con la señora Reynolds a ayudar con Wickham. El señor Alveston y Charles lo están llevando al dormitorio azul, en el corredor norte. Nos ha parecido el aposento más adecuado para él.

—¿Y Jane?

—Está con Lydia y Belton. Pasará la noche en la habitación de Lydia, y Bingley la custodiará desde el vestidor contiguo. Lydia no toleraría mi presencia. Tiene que ser Jane.

—Entonces vamos al salón de música. Debo hablar un momento contigo a solas. Hoy apenas nos hemos visto. Te contaré todo lo que sé, que no es nada bueno. Y después, esta misma noche, debo acudir a notificar la muerte del capitán Denny a sir Selwyn Hardcastle. Es el magistrado más próximo. Yo no puedo hacerme cargo de este caso; a partir de ahora, habrá de ocuparse Hardcastle.

—Pero ¿no puede esperar, Fitzwilliam? Debes de estar exhausto. Y si sir Selwyn llega a venir esta noche con la policía, serán ya más de las doce. No podrá hacer nada hasta mañana.

—Lo correcto es que se informe sin demora al señor Selwyn. Es lo que se espera, y es lo que cabe esperar. Querrá levantar el cadáver de Denny, y probablemente ver a Wickham, si es que está lo bastante sobrio para que lo interroguen. En cualquier caso, amor mío, el cadáver del capitán Denny debe ser retirado lo antes posible. No es mi intención parecer seco ni irreverente, pero sería conveniente que ya se lo hubieran llevado cuando los criados se levanten. Habrá que informarles de lo sucedido, aunque para todos nosotros será más fácil, y para el servicio más aún, si el cuerpo ya no está aquí.

—Pero podrías, por lo menos, comer y beber algo antes de irte. Hace horas de la cena.

—Me quedaré cinco minutos para tomar un café y asegurarme de que Bingley queda debidamente informado, pero después tendré que ausentarme.

—¿Y el capitán Denny? Dime qué ha ocurrido. Cualquier cosa será mejor que este suspense. Charles habla de un accidente. ¿Lo ha sido?

—Mi amor —respondió él con ternura—, debemos esperar a que los médicos examinen el cuerpo y nos digan cómo murió el capitán. Hasta entonces, todo serán conjeturas.

—De modo que sí podría haber sido un accidente.

—Consuela esperar que así haya sido, aunque yo sigo creyendo lo que he pensado al ver el cadáver: que el capitán Denny ha sido asesinado.

4

Cinco minutos después, Elizabeth aguardaba junto a Darcy frente al portón principal a que trajeran el caballo, y no volvió a entrar en casa hasta que lo vio partir al galope y fundirse con la penumbra de aquella noche de luna. El viaje no iba a resultarle agradable. Al viento, que había perdido parte de su fuerza, había seguido una lluvia oblicua, pero ella sabía que se trataba de un gesto necesario. Darcy era uno de los tres magistrados de la jurisdicción de Pemberley y Lambton, pero no podía formar parte de aquella investigación, y lo correcto era que uno de sus colegas fuera informado de la muerte de Denny sin dilación. Además, esperaba que se llevaran el cadáver de Pemberley antes de que amaneciera, momento en que Darcy y ella misma habrían de informar al servicio de parte de lo sucedido. La presencia de la señora Wickham tendría que aclararse, y era poco probable que la propia Lydia fuera discreta. Darcy era un buen jinete, e incluso con mal tiempo no temía cabalgar de noche, pero, al forzar la vista para adivinar el último destello de sombra de su caballo veloz, Elizabeth tuvo que reprimir el temor irracional, el presentimiento de que algo espantoso le ocurriría antes de que llegara a Hardcastle, y de que estaba destinada a no verlo nunca más.

Para Darcy, en cambio, galopar en plena noche fue adentrarse en una libertad temporal. Aunque seguían doliéndole los hombros por el peso de la camilla, y se sabía exhausto física y mentalmente, el azote del viento y la lluvia helada en el rostro fueron para él una liberación. Se sabía que sir Selwyn Hardcastle era el único magistrado que se encontraba siempre en su residencia. Vivía a ocho millas de Pemberley, podría ocuparse del caso y lo haría con gusto, pero no era el colega que Darcy habría escogido. Desgraciadamente, Josiah Clitheroe, tercer miembro de la magistratura local, vivía incapacitado a causa de la gota, enfermedad tan dolorosa como inmerecida en su caso, pues el doctor, a pesar de que su afición por las buenas cenas era notoria, no probaba siquiera el vino de Oporto, que, según se creía, era la causa principal de aquel mal tan dañino. El doctor Clitheroe era un abogado distinguido, respetado más allá de las fronteras de su Derbyshire natal y, consecuentemente, estaba bien considerado en cualquier juicio, a pesar de su locuacidad, que le nacía de creer que la validez de un razonamiento era proporcional a lo que se tardara en formularlo. Analizaba con escrupuloso detalle todos los pormenores de los casos de los que se ocupaba, estudiaba y discutía casos similares juzgados con anterioridad, y exponía las leyes pertinentes a cada circunstancia. Y si consideraba que las sentencias de algún filósofo de la Antigüedad —sobre todo Sócrates o Aristóteles— podían aportar peso a un argumento, no dudaba en usarlas. Pero, a pesar de todos los circunloquios, su decisión final resultaba siempre razonable, y habrían sido muchos los acusados que se habrían sentido injustamente discriminados si el doctor Clitheroe no les hubiera mostrado la deferencia de disertar incomprensiblemente al menos durante una hora cuando aparecía ante ellos.

Para Darcy, la enfermedad de Clitheroe resultaba especialmente inoportuna. Sir Selwyn Hardcastle y él, a pesar de respetarse como magistrados, no se sentían cómodos el uno en compañía del otro y, de hecho, hasta que el padre de Darcy heredó Pemberley, las dos casas habían vivido enfrentadas. Las discrepancias se remontaban a la época del abuelo de Darcy, cuando se juzgó a un criado de Pemberley, Patrick Reilly, acusado de haber robado un ciervo del coto de caza que por entonces era propiedad de sir Selwyn y, tras emitirse una sentencia de culpabilidad, fue condenado a morir en la horca.

La ejecución había indignado a los habitantes de Pemberley, que pese a todo aceptaron que el señor Darcy había hecho lo posible por salvar al muchacho, y sir Selwyn y él quedaron clasificados según sus respectivos papeles, públicamente definidos, de defensor a ultranza de la ley el uno, y de magistrado compasivo el otro, distinción a la que contribuía el revelador significado del apellido Hardcastle, castillo duro. Los miembros del servicio siguieron el ejemplo de sus señores, y el resentimiento y la animosidad entre las dos casas se transmitieron de padres a hijos. Solo cuando el padre de Darcy pasó a hacerse cargo de Pemberley hubo un intento de cerrar la herida, que aun así no cicatrizó hasta que este, encontrándose ya en su lecho de muerte, pidió a su hijo que hiciera todo lo que estuviera en su mano para que regresara la armonía, pues el mantenimiento de la hostilidad no convenía ni a los intereses de la ley ni a las buenas relaciones entre las dos casas. Darcy, frenado por su carácter reservado y por la convicción de que tratar abiertamente de un problema era, tal vez, reconocer su existencia, optó por una vía más sutil. Empezó a cursar invitaciones a cacerías y a fiestas, que los Hardcastle aceptaron. Quizás él también fuera cada vez más consciente de los peligros de una enemistad largamente alimentada, pero lo cierto era que la aproximación nunca había dado pie a la intimidad. Darcy sabía que, ante el problema que acababa de presentarse, encontraría en Hardcastle a un magistrado concienzudo y honesto, pero no a un amigo.

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