Read La muerte llega a Pemberley Online
Authors: P. D. James
Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa
—De modo —intervino Hardcastle— que el asesino atacó primero por delante, incapacitando a su víctima, y después, cuando esta se alejaba tambaleándose, cegada por la sangre que, instintivamente, intentaba apartarse de los ojos, el asesino atacó de nuevo, esta vez por la espalda. ¿Podría haber sido el arma una piedra grande y puntiaguda?
—Puntiaguda no —precisó Belcher—. La herida no presenta desgarros. Es evidente que podría haber sido una piedra, pesada pero de canto redondeado, y sin duda en el bosque se encuentran algunas. ¿No llegan por ese camino las piedras y los troncos que usan en las reparaciones de la finca? Algunas piedras pudieron haberse caído de un carro y, después, alguien pudo apartarlas empujándolas hacia la maleza, donde tal vez hayan permanecido años enteros. Sin embargo, si se trató de una piedra, el hombre que asestó el golpe tendría que ser excepcionalmente fuerte. Es más probable que la víctima hubiera caído de bruces y la piedra le cayera con fuerza mientras se encontraba boca abajo, indefenso.
—¿Cuánto tiempo pudo sobrevivir a esta herida? —preguntó Hardcastle.
—No es fácil saberlo a ciencia cierta. Pudo morir en cuestión de segundos, y en ningún caso la muerte tardó mucho en producirse —respondió Belcher.
—He conocido casos —añadió el doctor McFee— en los que una caída de cabeza ha causado pocos síntomas, más allá de un dolor de cabeza, y en los que el paciente ha seguido llevando su vida normal para morir apenas unas horas después. Ese no puede haber sido el caso que nos ocupa. La herida es demasiado grave para sobrevivir a ella más allá de un tiempo breve, y eso en el mejor de los casos.
El doctor Belcher se agachó más para observar mejor la herida.
—Cuando haya realizado la exploración
post mortem
podré informar de los daños cerebrales —dijo.
Darcy sabía que a Hardcastle le desagradaban profundamente aquellas exploraciones, y aunque Belcher se salía siempre con la suya cuando discrepaban en ese aspecto, en esa ocasión dijo:
—¿De veras la considera necesaria, Belcher? ¿No está clara para todos la causa de la muerte? Lo que parece haber ocurrido es que un asaltante le asestó el primer golpe en la frente, cuando se encontraba ante la víctima. El capitán Denny, cegado por la sangre, intentó huir, pero recibió por la espalda el golpe mortal. Sabemos, por los restos encontrados en la frente, que cayó boca abajo. Según recuerdo, Darcy, cuando usted me ha relatado lo ocurrido me ha dicho que lo encontraron boca arriba.
—Así es, sir Selwyn, y así fue como lo subimos a la camilla. Esta es la primera vez que veo esa herida.
Volvió a hacerse el silencio, hasta que Hardcastle se dirigió a Belcher.
—Gracias, doctor. Por supuesto, si lo considera necesario podrá llevar a cabo otros exámenes del cadáver. No es mi intención entorpecer el avance del conocimiento científico. Aquí ya hemos hecho todo lo que podíamos hacer. Ahora podemos llevarnos el cuerpo. —Se volvió hacia Darcy—. Estaré de vuelta a las nueve en punto de la mañana, con la esperanza de hablar con el señor Wickham y con los miembros de la familia y el servicio, a fin de establecer las coartadas respecto de la hora estimada de la muerte. Estoy seguro de que comprenderá la necesidad de proceder de ese modo. Como ya he dispuesto, el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason siguen de guardia, y su misión consiste en custodiar a Wickham. La habitación permanecerá cerrada por dentro, y solo se abrirá en caso de necesidad. En todo momento ha de haber dos vigilantes. Me gustaría contar con su confirmación de que mis instrucciones serán cumplidas.
—Naturalmente, así se hará. ¿Puedo ofrecerles a usted y al doctor Belcher algún refrigerio antes de su partida?
—No, gracias. —Y, como si acabara de caer en la cuenta de que debía decir algo más, añadió—: Siento que esta tragedia haya ocurrido en su finca. Inevitablemente va a ser causa de disgusto, sobre todo entre las damas de la familia. El hecho de que Wickham y usted no mantuvieran una buena relación no la hará más fácil de soportar. Como magistrado, usted comprenderá mi responsabilidad en este asunto. Le enviaré un mensaje al juez de instrucción, y espero que las pesquisas puedan tener lugar en Lambton en unos días. Se constituirá un jurado local. Como es natural, se reclamará su presencia, así como la de los demás testigos que encontraron el cadáver.
—Allí estaré, sir Selwyn.
—Voy a necesitar ayuda con la camilla para llevar a la víctima hasta el furgón fúnebre. —Selwyn se volvió hacia Brownrigg—. ¿Puede asumir la misión de vigilar a Wickham y enviar a Stoughton aquí abajo? Y, doctor McFee, ya que está usted aquí y sin duda desea ser útil, tal vez usted también pueda ayudarnos a cargar con el cuerpo.
Menos de cinco minutos después, el cadáver de Denny, no sin algún resoplido del doctor McFee, fue transportado desde la armería hasta el furgón. Despertaron al cochero, que se había dormido, y sir Selwyn y el doctor Belcher se montaron en el coche. Darcy y Stoughton esperaron junto a la puerta abierta hasta que los vehículos, alejándose con estrépito, se perdieron de vista.
El mayordomo dio media vuelta, dispuesto a entrar en casa.
—Entrégueme las llaves, Stoughton —le ordenó Darcy—. Ya cerraré yo. Necesito tomar el aire.
El viento había amainado, pero ahora unos gruesos goterones de lluvia caían sobre la superficie moteada del río, bañado por la luz de la luna llena. ¿Cuántas veces habría estado ahí mismo, a solas, para huir unos minutos de la música y el griterío de la sala de baile? Ahora, tras él, la casa estaba en silencio, a oscuras, y la belleza que había sido su solaz durante toda su vida no alcanzaba a rozar su espíritu. Elizabeth debía de estar en la cama, aunque dudaba de que estuviera dormida. Le hacía falta el consuelo de sentirse a su lado, pero debía de estar exhausta y aunque añoraba su voz, sus palabras tranquilizadoras y su amor, no pensaba despertarla. Pero cuando volvió a entrar en el vestíbulo y giró la llave, después de pasar los cerrojos, percibió una luz tenue tras él y, al darse la vuelta, vio a Elizabeth, que, sosteniendo una vela, bajaba por la escalera y se dirigía hacia él para que la estrechara en sus brazos.
Tras unos segundos de silencio reparador, se apartó un poco de él.
—Amor mío —le dijo—, no has comido nada desde la cena, y pareces fatigado. Debes alimentarte un poco. La señora Reynolds ha llevado algo de sopa caliente al comedor. El coronel y Charles ya se encuentran ahí.
Pero el alivio del lecho compartido y de los brazos amorosos de Elizabeth iba a serle denegado. En el comedor pequeño vio que Bingley y el coronel ya habían saciado su apetito, y que este estaba decidido a asumir el mando una vez más.
—Darcy —le dijo—, propongo que pasemos la noche en la biblioteca, que se encuentra lo bastante cerca de la puerta principal y nos permitirá garantizar hasta cierto punto la seguridad de la casa. Me he tomado la libertad de pedir a la señora Reynolds que nos traiga mantas y almohadas. Pero no hace falta que me acompañe, si necesita la mayor comodidad de su propio lecho.
A Darcy le pareció que la precaución de pasar lo que quedaba de noche junto a una puerta cerrada con llave era innecesaria, pero no podía permitir que un invitado suyo durmiera incómodamente mientras él lo hacía en su dormitorio. Sintiendo que no tenía elección, dijo:
—No creo que la persona que ha matado a Denny sea tan imprudente como para atacar Pemberley, pero por supuesto me quedaré con usted.
—La señora Bingley duerme en el sofá del dormitorio de la señora Wickham —intervino Elizabeth—, y Belton estará despierta, como yo. Iré a comprobar que todo esté bien antes de retirarme. Les deseo, caballeros, una noche sin sobresaltos, y espero que puedan dormir algunas horas seguidas. Puesto que sir Selwyn Hardcastle estará de vuelta a las nueve, ordenaré que sirvan el desayuno temprano. Que tengan buenas noches.
Al entrar en la biblioteca, Darcy vio que Stoughton y la señora Reynolds se habían esmerado en procurarles la máxima comodidad posible al coronel y a él. Habían avivado la lumbre, habían cubierto los carbones con papel para que no crepitaran, y sobre la rejilla estaban preparados los troncos nuevos. La cantidad de mantas y almohadones era más que suficiente. Una fuente cubierta, repleta de sabrosas tartas, botellas de vino y agua, platos, vasos y servilletas cubrían una mesa redonda, situada a cierta distancia de la chimenea.
Personalmente, Darcy consideraba innecesaria aquella guardia nocturna. La puerta principal de Pemberley quedaba bien cerrada con llave y cerrojos, e incluso si Denny había sido asesinado por un desconocido, tal vez algún desertor del ejército al que habían desenmascarado y que había respondido con una violencia mortífera, el hombre no supondría la menor amenaza física para la casa, ni para quienes residían en ella. Estaba a la vez cansado e inquieto, estado poco propicio para sumirse en el sueño, algo que, incluso en el caso de que llegara a suceder, parecería una dejación de su responsabilidad. Le perturbaba la premonición de que algún peligro amenazaba Pemberley, a pesar de que no era capaz de llegar a definir con un mínimo de lógica de qué peligro podía tratarse. Y allí, en una de las butacas de la biblioteca, con el coronel como compañía, no creía que fuera a echar más que alguna cabezada en las horas que quedaban de noche.
Mientras se instalaban en los asientos mullidos y bien tapizados —el coronel en el más cercano al fuego—, se le ocurrió que tal vez su primo hubiera propiciado aquella guardia porque quería confiarle algo. Nadie le había preguntado nada sobre su paseo a caballo, justo antes de las nueve, y sabía que, como él, Elizabeth, Bingley y Jane debían de esperar que les proporcionara alguna explicación. Como ésta aún no había llegado, la discreción prohibía formular preguntas. Con todo, la delicadeza no impediría que Hardcastle las planteara a su regreso; Fitzwilliam sabía sin duda que era el único miembro de la familia y de los invitados que aún no había presentado una coartada. Darcy no se había planteado siquiera que el coronel estuviera implicado de algún modo en la muerte de Denny, pero el silencio de su primo resultaba preocupante y, lo que era más sorprendente en un hombre tan formal como él, sonaba a descortesía.
Para su sorpresa, sintió que se quedaba dormido mucho más deprisa de lo que había supuesto, e incluso tuvo que hacer esfuerzos para responder a unos pocos comentarios superficiales que le llegaban desde una distancia remota. Cada vez que se revolvía en la silla, Darcy regresaba momentáneamente a la conciencia, y su mente se percataba de dónde se encontraba. Observó brevemente al coronel, medio tendido en la butaca, el rostro de hermosas facciones enrojecido por el fuego, la respiración profunda y acompasada, y se fijó durante unos instantes en las llamas moribundas que lamían un tronco tiznado. Obligó a sus miembros entumecidos a levantarse y, con infinito cuidado, añadió más leña a la chimenea, volvió a cubrirse con la manta y se quedó dormido.
Su siguiente despertar fue curioso. Fue un retorno súbito y absoluto a la conciencia, durante el cual todos sus sentidos pasaron a un estado de alerta tan agudo que tuvo la sensación de que hubiera estado esperando ese momento. Se encontraba acurrucado, de perfil, y a pesar de tener los ojos casi cerrados vio al coronel plantarse frente a la chimenea, bloqueando momentáneamente el brillo que aportaba la única fuente de luz a la estancia. Darcy no sabía si había sido ese cambio lo que lo había despertado. No le costó fingir que seguía dormido, ni seguir observando a través de sus ojos entornados. La casaca del coronel colgaba del respaldo de su silla, y en ese momento este rebuscó algo en un bolsillo y extrajo un sobre. Todavía de pie, desplegó un documento y pasó un rato estudiándolo. Después, Darcy no vio más que la espalda de su primo, el movimiento brusco de su brazo y el destello de una llamarada; el papel estaba ardiendo. Darcy soltó un gruñido débil, y apartó más el rostro del fuego. En condiciones normales, habría dado a entender a su primo que estaba despierto, y le habría preguntado si había podido dormir un poco. Ahora, su pequeño engaño le parecía innoble. Pero la sorpresa y el horror al ver por primera vez el cadáver de Denny, la desorientación causada por la luz de la luna, lo habían agitado como un terremoto mental tras el que ya no estaba seguro de nada, y tras el que todas las cómodas convenciones y presuposiciones que, desde la infancia, habían regido su vida, se esfumaban a su alrededor, convertidas en escombros. Comparados con la sacudida inicial, el extraño comportamiento del coronel, su paseo nocturno a caballo, aún sin explicar y, ahora, la destrucción aparentemente furtiva de un documento no eran sino réplicas pequeñas que, de todos modos, resultaban desconcertantes.
Conocía a su primo desde que eran niños, y el coronel siempre le había parecido el hombre menos complicado del mundo, el menos dado al subterfugio y el engaño. Pero desde que se había convertido en hijo mayor y heredero de un conde, en él se había operado un cambio. ¿Qué se había hecho del joven y galante coronel de espíritu alegre, de aquel ser sociable, confiado y de trato fácil, tan distinto de Darcy y su timidez, que en ocasiones lo paralizaba? Antes parecía el hombre más popular y más afable. Pero ya entonces era consciente de sus responsabilidades familiares, de lo que se esperaba de un hijo menor. Él no se habría casado jamás con una mujer como Elizabeth Bennet, y Darcy sentía en ocasiones que había perdido algo del respeto que le profesaba su primo, por haber antepuesto su deseo por una mujer a las responsabilidades de familia y clase. Sin duda, Elizabeth parecía haber detectado también algún cambio, aunque a él nunca le había hablado del coronel, salvo para advertirle de que su primo pretendía pedirle la mano de su hermana Georgiana. A ella le había parecido lo correcto prepararlo para ese encuentro, pero este, por razones obvias, no se había producido, ni se produciría ya; supo, desde el momento en que Wickham, en estado de embriaguez, cruzó casi en volandas el umbral de Pemberley, que el vizconde Hartlep buscaría a su futura condesa en otro lugar. Lo que ahora le sorprendía no era que la oferta no llegara a formularse, sino que él, que había acariciado tan altas ambiciones para su hermana, se alegrara de que por lo menos ella no se sintiera tentada de aceptarla.
No podía sorprender que su primo se sintiera oprimido por el peso de sus responsabilidades futuras. Darcy pensaba en el gran castillo de sus antepasados, en las millas de bocaminas que salpicaban el oro negro de sus campos de carbón, en la mansión de Warwickshire con sus grandes extensiones de tierras fértiles, en la posibilidad de que el coronel, cuando heredara, pudiera sentir la obligación de renunciar a la carrera que tanto amaba para ocupar su escaño en la Cámara de los Lores. Era como si se hubiera impuesto la disciplina de modificar el núcleo mismo de su personalidad, y Darcy no sabía si algo así era posible o siquiera recomendable. ¿Se enfrentaba tal vez a alguna otra obligación privada, a algún problema, más allá de los que conllevaba la responsabilidad de su herencia? Volvió a pensar en lo extraño que le parecía el nerviosismo de su primo, que le había llevado a pasar la noche en la biblioteca. Si quería destruir una carta, la casa estaba llena de chimeneas encendidas, y habría podido encontrar un momento de privacidad para hacerlo. En cualquier caso, ¿por qué había escogido ese momento y había obrado con ese secretismo? ¿Había ocurrido algo que hiciera ineludible su destrucción? Intentando acomodarse lo mejor posible para dormir un rato más, Darcy se dijo que ya había suficientes misterios, y que no hacía falta añadir más, y finalmente volvió a entregarse al sueño.