La muerte llega a Pemberley (18 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

5

Media hora más tarde, Darcy y Elizabeth hacían su entrada en la sala del servicio, acompañados por el estrépito de dieciséis sillas que arañaban el suelo al retirarse, al que siguieron los «buenos días, señor» que llegaron en respuesta al saludo de Darcy, aunque pronunciados en voz tan baja que resultaron apenas audibles. A Elizabeth le sorprendió constatar la sucesión de delantales blanquísimos, recién almidonados, y de cofias plisadas, antes de recordar que, siguiendo instrucciones de la señora Reynolds, todo el personal debía vestirse impecablemente el día del baile de lady Anne. En el aire flotaba un aroma intenso y delicioso: a falta de órdenes en sentido contrario, era probable que las cocineras hubieran decidido empezar a hornear ya las primeras tartas y exquisiteces. Al pasar junto a la puerta abierta de la galería, a Elizabeth casi la abrumó el perfume de las flores cortadas. Ahora que ya no hacían falta, se preguntó cuántas sobrevivirían con buen aspecto hasta el lunes. Se descubrió a sí misma pensando en el mejor uso que podría darse a las aves dispuestas para ser asadas, a las grandes piezas de carne, a las frutas traídas de los invernaderos, a la sopa blanca y a los ponches. No todo estaría preparado todavía, pero, si no se daban las instrucciones pertinentes, habría sin duda un excedente, y no debía permitirse que se echara a perder. Le pareció una preocupación absurda en aquellas circunstancias, pero aun así llegó a ella mezclada con muchas otras. ¿Por qué el coronel Fitzwilliam no había mencionado su paseo a caballo, ni hasta dónde le había llevado? No era probable que se hubiera limitado solo a cabalgar junto al río, empujado por el viento. Y si finalmente detenían a Wickham y se lo llevaban, posibilidad que nadie había mencionado pero que todos debían tener por muy cierta, ¿qué ocurriría con Lydia? Seguramente ella no querría quedarse en Pemberley, pero había que ofrecerle hospitalidad cerca de donde se encontrara su esposo. Tal vez el mejor plan, y sin duda el más adecuado, sería que Jane y Bingley se la llevaran a Highmarten, pero ¿sería justo para su hermana mayor?

Con todas aquellas preocupaciones agolpándose en su mente, apenas registraba las palabras de su esposo, que eran recibidas en medio de un silencio sepulcral, y solo las últimas frases franquearon su conciencia. Se había solicitado la presencia de sir Selwyn Hardcastle aquella noche, y se había procedido al levantamiento del cadáver del capitán Denny, que había sido trasladado a Lambton. Sir Selwyn regresaría a las nueve en punto, y querría interrogar a todos los que se encontraban en Pemberley en el momento de los hechos. La señora Darcy y él mismo estarían presentes mientras tuvieran lugar los interrogatorios. No se sospechaba en absoluto de ningún miembro del servicio, pero era importante que todos respondieran con sinceridad a las preguntas de sir Selwyn. Entretanto, debían proseguir con sus tareas sin hablar de la tragedia, y sin chismorrear entre ellos. El acceso al bosque quedaba restringido para todos menos para el señor y la señora Bidwell y sus familiares.

Aquella última afirmación tropezó con un silencio sepulcral, y a Elizabeth le pareció que todos esperaban que fuera ella quien lo rompiera; de modo que se puso en pie, consciente de que dieciséis pares de ojos la miraban con preocupación y temor, pues todos necesitaban oír que al final las cosas se solucionarían, y que ellos, personalmente, no tenían nada que temer, ya que Pemberley seguiría siendo lo que había sido siempre, su refugio y su hogar.

—El baile no podrá celebrarse, claro está —dijo—, y ya se preparan notas para los invitados en las que se explica brevemente lo ocurrido. Pemberley se ha visto golpeado por una gran tragedia, pero sé que todos ustedes proseguirán con sus tareas, sin perder la calma, y que cooperarán con sir Selwyn Hardcastle y con su investigación, pues eso es lo que debemos hacer. Si hay algo en concreto que les preocupe, o cuentan con alguna información que deseen proporcionar, deberían hablar primero con el señor Stoughton o con la señora Reynolds. Quiero agradecerles personalmente las muchas horas que, como cada año, han dedicado a la preparación del baile de lady Anne. Al señor Darcy y a mí nos causa un gran dolor que sus esfuerzos, por unos motivos tan desafortunados, hayan sido en vano. Confiamos, como hemos hecho siempre tanto en los buenos como en los malos momentos, en la lealtad y en la devoción mutuas que son la base de la vida en Pemberley. No teman por su seguridad ni por su futuro: Pemberley ha soportado muchas tormentas durante su larga historia, y también este episodio quedará atrás.

Sus palabras fueron seguidas de un aplauso breve, acallado al instante por Stoughton, quien, acto seguido y secundado por la señora Reynolds, pronunció algunas frases con las que expresaba su comprensión y su afán de cumplir las órdenes del señor Darcy. Al poco se conminó a los asistentes a proseguir con sus deberes. En cuanto llegara sir Selwyn Hardcastle volverían a convocarlos.

Cuando Darcy y Elizabeth regresaban a la zona noble de la residencia, este comentó:

—Tal vez yo haya dicho demasiado poco, y tú, amor mío, algo más de la cuenta, pero como de costumbre, juntos nos hemos complementado bien. Y ahora debemos prepararnos para recibir a su majestad la ley, encarnada en la persona de sir Selwyn Hardcastle.

6

La visita de sir Selwyn resultó menos tensa y más corta de lo que los Darcy temían. El alto comisario, sir Miles Culpepper, había escrito a su mayordomo el jueves anterior para informarle de que regresaría a Derbyshire a tiempo para la cena del lunes, y este había estimado prudente comunicar la noticia a sir Selwyn. No se facilitó explicación alguna para aquel cambio de planes, pero a este no le costó adivinar la causa. La visita de sir Miles y lady Culpepper a Londres, con sus espléndidos comercios y su gran variedad de seductoras distracciones, había exacerbado las discrepancias entre ellos, frecuentes en matrimonios en que los maridos, de más edad, creen que el dinero ha de usarse para ganar más, y en que las esposas, más jóvenes y bonitas, opinan que este está para gastarlo. ¿Cómo, si no —señalaba ella a menudo—, sabría la gente que lo tenían? Tras recibir las primeras facturas de los extravagantes dispendios de su esposa en la capital, el alto comisario había hallado en lo más profundo de su ser un compromiso renovado con las responsabilidades de la vida pública, y había informado a su esposa de que debían regresar inmediatamente. Aunque Hardcastle dudaba de que su carta enviada por correo expreso en la que le informaba del asesinato hubiera llegado aún a manos de sir Miles, sabía bien que apenas el alto comisario supiera de la tragedia exigiría un informe detallado del desarrollo de las investigaciones. Resultaba ridículo considerar que el coronel vizconde Hartlep, o algún miembro de la casa de Pemberley, hubieran participado en la muerte de Denny, por lo que sir Selwyn no pretendía pasar en la casa más tiempo del estrictamente necesario. Brownrigg, el jefe de distrito, ya había comprobado, a su llegada, que ningún caballo o carruaje hubiera abandonado los establos de Pemberley después de que el coronel Fitzwilliam saliera a montar aquella noche. El sospechoso al que se sentía impaciente por interrogar era Wickham, y él había llegado con el furgón penitenciario, acompañado de dos oficiales, con la intención de trasladarlo a un lugar más adecuado en la penitenciaría de Lambton, donde podría obtener toda la información necesaria que le permitiera impresionar al alto comisario con un relato detallado de sus investigaciones y de las de los policías.

Los Darcy recibieron a un sir Selwyn extrañamente afable, que aceptó incluso tomar un refrigerio antes de proceder a interrogar a los miembros de la familia. Estos, junto con Henry Alveston y el coronel, responderían a las preguntas en la biblioteca, todos juntos. Solo el relato de las actividades del coronel suscitó algún interés. Este empezó por disculparse ante los Darcy por el silencio que había mantenido hasta el momento. La noche anterior había acudido al King’s Arms de Lambton a instancias de una dama que requería de su consejo y ayuda en relación con un asunto delicado que afectaba a su hermano, un oficial que en el pasado había estado bajo su mando. Ella había estaba visitando a un familiar en la localidad, y él le había sugerido que un encuentro en la posada resultaría más discreto que si este tenía lugar en su despacho de Londres. Si no había hablado antes de él era porque esperaba a que la dama en cuestión pudiera abandonar Lambton antes de que su estancia en la posada fuera del dominio público y se convirtiera en objeto de curiosidad por parte de los lugareños. Podía facilitar su nombre y su dirección de Londres si precisaban verificar sus afirmaciones. Con todo, estaba convencido de que las pruebas aportadas por el posadero y los clientes que se encontraban bebiendo en el lugar entre el momento de su llegada y el de su partida confirmarían su coartada.

Con satisfacción mal disimulada, Hardcastle anunció:

—No hará falta, lord Hartlep. Me ha parecido conveniente detenerme en el King’s Arms de camino a Pemberley, esta mañana, para comprobar si en la noche del jueves había pernoctado allí algún desconocido, y se me ha informado de la presencia de la dama. Su amiga ha causado sensación en la posada. Viajaba en una carroza bastante vistosa, e iba acompañada de su propia doncella y de un criado. Supongo que habrá gastado generosamente en el establecimiento y que el posadero habrá lamentado su partida.

A continuación pasó a interrogar al personal de servicio, reunido, como antes, en su sala. La única ausencia fue la de la señora Donovan, que no tenía la menor intención de desatender a los niños. Como la culpa suelen sentirla más los inocentes que los culpables, el ambiente allí era menos de expectación que de nerviosismo. Hardcastle había decidido que su discurso fuera lo más tranquilizador y lo más breve posible, intención parcialmente alterada por sus severas advertencias de rigor sobre las terribles consecuencias que se abatían sobre quienes se negaban a cooperar con la policía o quienes no revelaban información. Con voz algo más amable, prosiguió:

—No me cabe duda de que todos ustedes, la noche anterior al baile de lady Anne, tenían cosas mejores que hacer que aventurarse hasta un bosque en plena noche, y en medio de una tormenta, con el propósito de asesinar a un perfecto desconocido. Con todo, ahora les pido que, si alguno dispone de alguna información que facilitar, o si alguno ha salido de Pemberley entre las siete de la tarde de ayer y las siete de la mañana de hoy, levante la mano.

Solo se alzó una.

—Es Betsy Collard, señor —susurró la señora Reynolds—, una de las doncellas.

Hardcastle le pidió que se pusiera en pie, y Betsy obedeció al momento, sin mostrarse, en apariencia, intimidada. Se trataba de una joven corpulenta, y se expresó con claridad.

—Yo estaba con Joan Miller, señor, en el bosque el pasado miércoles, y vimos el fantasma de la vieja señora Reilly tan claramente como lo estoy viendo a usted. Estaba allí, oculta entre los árboles, cubierta con una capa negra y una capucha, pero su rostro se distinguía muy bien a la luz de la luna. Joan y yo nos asustamos y salimos corriendo del bosque, y ella no nos persiguió. Pero la vimos, señor, y lo que le digo es tan cierto como que hay Dios.

Joan Miller fue conminada a ponerse en pie y, con el terror dibujado en el rostro, la joven balbució tímidamente, corroborando el relato de Betsy. Hardcastle sentía que se adentraba en un terreno femenino e incierto. Miró a la señora Reynolds, y ella asumió el control.

—Betsy y Joan, sabéis muy bien que no os está permitido abandonar Pemberley sin compañía después del anochecer, y es poco cristiano, además de estúpido, creer que los muertos caminan sobre la tierra. Qué vergüenza que hayáis permitido que esas imaginaciones entraran en vuestra mente. Quiero veros a solas en mi saloncito tan pronto como sir Selwyn Hardcastle haya terminado con sus preguntas.

Al magistrado no le cabía duda de que aquella perspectiva las intimidaba más que cualquier pregunta que pudiera formularles él.

—Sí, señora Reynolds —murmuraron las dos, antes de sentarse.

Hardcastle, impresionado por el efecto inmediato de las palabras del ama de llaves, pensó que resultaría adecuado que dejara clara su postura mediante una admonición final.

—Me sorprende —dijo— que una joven que goza del privilegio de trabajar en Pemberley pueda entregarse a la ignorancia y a la superstición. ¿Acaso no habéis estudiado el catecismo?

Por toda respuesta obtuvo un «sí, señor» murmurado.

Hardcastle regresó a la zona noble de la casa y se reunió con Darcy y Elizabeth, visiblemente aliviados al saber que la única tarea pendiente, más sencilla, era la de llevarse a Wickham de allí. Al prisionero, ya esposado, le ahorraron la humillación de abandonar la casa observado por un grupo de personas, y solo a Darcy le pareció que era su deber estar presente para desearle lo mejor y para presenciar el momento en que el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason lo subían al furgón de la penitenciaría. Entonces, Hardcastle se montó en su carruaje, y antes de que el cochero hiciera chasquear las riendas, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó a Darcy:

—En el catecismo se insta a no caer en la idolatría y la superstición, ¿no es cierto?

Darcy recordaba que su madre le había enseñado el catecismo, pero solo un mandamiento se había fijado en su mente, aquel que decía que debía tener las manos quietas y no robar nada, mandamiento que regresaba a su memoria con embarazosa frecuencia cuando, de niño, George Wickham y él se acercaban en poni hasta Lambton, y los manzanos de sir Selwyn, cargados de frutas, alargaban sus ramas hasta el otro lado del muro.

Y respondió, muy serio:

—Creo, sir Selwyn, que podemos afirmar que el catecismo no contiene nada que sea contrario a los postulados y las prácticas de la Iglesia anglicana.

—Claro que sí, claro que sí. Lo que yo creía. Qué muchachas tan necias.

Entonces, sir Selwyn, satisfecho con el desarrollo de su visita, dio una orden, y el carruaje, seguido por el furgón de la penitenciaría, se alejó lentamente por el camino. Darcy permaneció en su lugar, observándolo, hasta que desapareció. Pensó que ver partir y llegar a los visitantes empezaba a convertirse en una costumbre, aunque la marcha del furgón de la penitenciaría que trasladaba a Wickham levantaría sin duda el manto de horror y zozobra que había cubierto Pemberley. También esperaba no tener que ver más a sir Selwyn Hardcastle hasta que comenzara la investigación formal.

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