La muerte llega a Pemberley (31 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

8

Algún ronquido aislado indicaba que el calor reinante en la sala inducía al sopor general, pero cuando Wickham se puso en pie junto al banquillo de los acusados, dispuesto a hablar, hubo codazos, susurros y un interés renovado. Se expresó con voz clara y firme, aunque sin emoción, casi como si en lugar de hablar estuviera leyendo, pensó Darcy, las palabras que podían salvarle la vida.

—Aquí me encuentro, acusado del asesinato del capitán Martin Denny, y ante la acusación me he declarado inocente. Soy, en efecto, totalmente inocente de su asesinato, y me hallo aquí tras haber arriesgado la vida por mi país. Hace más de seis años serví en el ejército junto con el capitán Denny. Fue entonces cuando se convirtió en mi amigo, además de ser mi camarada de armas. La amistad continuó y apreciaba tanto su vida como la mía propia. Lo habría defendido a muerte de cualquier ataque y así lo habría hecho de haberme encontrado presente cuando tuvo lugar la agresión cobarde que le causó la muerte. Durante las declaraciones de los testigos se ha dicho que hubo una discusión entre nosotros cuando nos encontrábamos en la posada, antes de emprender el camino fatal. No fue más que una discrepancia entre amigos, pero fue culpa mía. El capitán Denny, que era hombre de honor y profundamente compasivo, creía que me había equivocado abandonando el ejército sin contar con una profesión fija ni con un lugar de residencia que ofrecer a mi esposa. Además, opinaba que mi plan de dejar a la señora Wickham en Pemberley para que pasara allí la noche y asistiera al baile del día siguiente era desconsiderado e inconveniente para la señora Darcy. Creo que fue su creciente impaciencia ante mi conducta lo que hizo que mi compañía le resultara intolerable, y por eso ordenó al cochero parar el vehículo y se internó corriendo en el bosque. Yo fui tras él para pedirle que regresara. La noche era tormentosa, y hay zonas del bosque impenetrables, que podían resultar peligrosas. No niego haber pronunciado las palabras que se me han atribuido, pero lo que quería decir era que la muerte de mi amigo fue responsabilidad mía, pues fue nuestra discrepancia la que le llevó a internarse en el bosque. Yo había bebido bastante, pero, a pesar de que es mucho lo que no recuerdo, sí tengo la imagen clara del horror que me causó encontrarlo y ver su rostro manchado de sangre. Sus ojos me confirmaron lo que ya sabía, que estaba muerto. La sorpresa, el espanto y la pena me embargaron, aunque no hasta el punto de impedirme tratar de apresar al asesino. Cogí su pistola y disparé varias veces contra lo que me pareció que era una figura que huía, y la seguí entre los árboles. Para entonces, el alcohol que había ingerido había hecho ya su efecto, y no recuerdo nada más hasta estar arrodillado junto a mi amigo, meciendo su cabeza en mi regazo. Y entonces llegó el grupo de rescate.

»Señores del jurado, este caso contra mí no se sostiene. Si yo golpeé a mi amigo en la frente y, peor aún, en la base del cráneo, ¿dónde están las armas? Después de una búsqueda exhaustiva, no se ha presentado ni una sola en esta sala. Si se alega que seguí a mi amigo con intenciones asesinas, ¿cómo esperaba abatir a un hombre más alto y más fuerte que yo, y que llevaba un arma de fuego? El hecho de que no hubiera rastro de persona desconocida acechando en el bosque no implica necesariamente que esa persona no existiera. Lo normal es que no se quedara en el lugar del crimen. Sé que estoy bajo juramento, y por eso mismo juro que no participé en el asesinato del capitán Martin Denny, y me pongo en manos de mi patria con absoluta confianza.

Se hizo el silencio, y Alveston susurró a Darcy:

—No ha ido bien.

—¿No? —se sorprendió Darcy—. A mí me ha parecido que sí. Ha presentado sus argumentos con claridad, no han aparecido pruebas de ninguna discusión fuerte, la ausencia de armas, lo irracional de perseguir a su amigo con intenciones asesinas, la falta de motivo… ¿Qué es lo que está mal?

—No es fácil explicarlo, pero he asistido a muchos alegatos finales de acusados, y temo que este no resulte convincente. Aunque construido con cuidado, le ha faltado esa chispa vital que nace de la inocencia. Su forma de pronunciarlo, la ausencia de apasionamiento, el cuidado puesto en todo… Tal vez se considere inocente, pero no lo parece. Y eso es algo que los jurados detectan, no me pregunte cómo lo hacen. Tal vez no sea culpable de este asesinato, pero está cargado de culpa.

—Eso nos ocurre a todos, a veces. ¿Acaso la culpa no forma parte del ser humano? Sin duda habrá sembrado una duda razonable en el jurado. A mí me habría bastado con ese alegato.

—Ojalá baste también al jurado —dijo Alveston—, aunque no soy optimista.

—Pero si estaba ebrio…

—Sí, declaró estarlo en el momento del asesinato, pero, en la posada, pudo montarse solo en el cabriolé. La cuestión no se ha dilucidado durante las declaraciones de los testigos, aunque en mi opinión es cuestionable cuál era su estado de embriaguez en ese momento.

Durante el discurso, Darcy había intentado concentrarse en Wickham, pero no había podido evitar mirar a la señora Younge. No existía el menor riesgo de que sus ojos se encontraran. Los de ella estaban fijos en Wickham, y en ocasiones veía que sus labios se movían, como si oyera recitar algo que ella misma hubiera escrito. O tal vez estuviera rezando. Cuando se concentró de nuevo en Wickham, este miraba al frente. Entonces se volvió hacia el juez Moberley, que se disponía a pronunciar las palabras finales, dirigidas a los miembros del jurado.

9

Durante la vista, el juez Moberley no había tomado notas, y ahora se inclinaba un poco hacia el jurado, como si aquel asunto no fuera de la incumbencia del resto de la sala, y su hermosa voz, que en un primer momento había atraído a Darcy, resultó audible a todos los presentes. Repasó brevemente las pruebas aportadas, aunque sin olvidar ninguna, como si el tiempo no importara. Su discurso terminó con unas palabras que, en opinión de Darcy, avalaban la posición de la defensa, y que lo tranquilizaron.

—Señores del jurado, han escuchado ustedes con paciencia y, sin duda, muy atentamente las pruebas aportadas durante esta larga vista, y ahora les toca valorarlas y pronunciar un veredicto. El acusado fue anteriormente soldado profesional, y su hoja de servicios lo describe como hombre valeroso y merecedor de una medalla, pero ello no debería pesar en su decisión, que ha de basarse en las pruebas que se han presentado ante ustedes. Su responsabilidad es mucha, pero sé que cumplirán con su deber sin temor ni parcialidad, en cumplimiento de la ley.

»El misterio central, si así puede llamarse, que rodea este caso, es saber por qué el capitán Denny se internó en el bosque cuando podría haber permanecido cómodamente a salvo en el coche; resulta inconcebible que hubiera podido ser víctima de un ataque en presencia de la señora Wickham. El acusado ha aportado su explicación sobre por qué el capitán Denny mandó detener el cabriolé de manera tan inesperada, y ustedes se plantearán si esa explicación les resulta satisfactoria. El capitán Denny no está vivo y no puede explicar los motivos de su acción. Y no disponemos de más pruebas que las del señor Wickham para dilucidar sobre este asunto. Este caso, en gran medida, se basa en suposiciones, y es sobre pruebas declaradas bajo juramento, y no sobre opiniones infundadas, sobre lo que han de pronunciar un veredicto: las circunstancias en que los miembros del grupo de rescate encontraron el cadáver del capitán Denny y oyeron las palabras atribuidas al acusado. Ustedes han oído la explicación que este ha dado sobre su significado, y depende de ustedes decidir si le creen o no. Si tienen la certeza, más allá de toda duda razonable, de que George Wickham es culpable de haber asesinado al capitán Denny, entonces su veredicto será de culpabilidad. Si no tienen esa certeza, entonces el acusado tendrá que ser absuelto. Ahora les dejo para que deliberen. Si desean retirarse para considerar su decisión, disponen de una sala a tal efecto.

10

Al concluir el juicio, Darcy se sentía tan fatigado como si se hubiese sentado él en el banquillo de los acusados. Habría formulado preguntas a Alveston para que este le diera confianza, pero el orgullo y la seguridad de que solo conseguiría irritarle se lo impedían. Ya nadie podía hacer nada salvo esperar. El jurado había optado por retirarse a deliberar y, en su ausencia, la sala había vuelto a convertirse en un lugar ruidoso, una inmensa jaula de loros donde los asistentes repasaban las declaraciones y hacían apuestas sobre cuál sería el veredicto. No hubieron de aguardar mucho. Apenas diez minutos después, los miembros del jurado regresaron. Darcy oyó que el alguacil, con voz autoritaria, preguntaba:

—¿Quién es su portavoz?

—Yo, señor.

El hombre alto, de piel oscura, que le había clavado la vista durante el juicio, y que, de manera clara, ejercía de cabecilla de todos ellos, se puso en pie.

—¿Han alcanzado algún veredicto?

—Sí.

—¿Consideran al acusado culpable, o inocente?

La respuesta llegó sin la menor vacilación:

—Culpable.

—¿Y es ese el veredicto de todos los miembros del jurado?

—Sí.

Darcy sabía que había ahogado un grito. Notó la mano de Alveston en su brazo, presionándolo para calmarlo. La sala estalló en un guirigay de voces, una mezcla de gruñidos, gritos y protestas que creció hasta que, como impulsado por una orden interna, el griterío cesó, y todos los ojos se volvieron hacia Wickham. Darcy, envuelto en el rumor, había cerrado los suyos, pero se obligó a abrirlos y a dirigir la mirada hacia el banquillo. El rostro de Wickham presentaba el rictus y la palidez de una máscara mortuoria. Abría la boca para hablar, pero no le salían las palabras. Se aferraba a la barandilla, y por un momento pareció que se tambaleaba. Darcy sintió que se le agarrotaban los músculos mientras lo observaba, hasta que Wickham se repuso y, con gran esfuerzo, sacó fuerzas para ponerse en pie y mantenerse erguido. Mirando fijamente en dirección al juez, finalmente, se expresó con una voz que en un primer momento le salió quebrada, pero que después llegó a todos alta y clara.

—Soy inocente de este cargo, señoría. Juro por Dios que no soy culpable. —Abriendo mucho los ojos, pasó la mirada por toda la sala, como si buscara desesperadamente un rostro amigo, alguna voz que confirmara su inocencia. Y entonces repitió, esta vez con más vehemencia—: No soy culpable, señoría, no soy culpable.

Darcy se fijó entonces en el lugar que ocupaba la señora Younge, vestida con recato y en silencio, rodeada de sedas, muselinas y abanicos abiertos. Y descubrió que no estaba. Debió de ausentarse apenas se hizo público el veredicto. Él sabía que debía ir a su encuentro, que necesitaba conocer qué papel había desempeñado ella en la tragedia de la muerte de Denny, averiguar por qué estaba ahí, con la vista clavada en Wickham como si, al mirarse, se transmitieran algún poder, se infundieran valor.

Se liberó de la mano de Alveston y se dirigió a la puerta. Esta se mantenía cerrada con fuerza para impedir que la multitud que se agolpaba fuera, y hasta la cual llegaba el clamor de la sala, irrumpiera en ella. Los gritos iban en aumento, cada vez menos recatados, cada vez más airados. Le pareció oír al juez amenazando con llamar a la policía o al ejército para expulsar a quien alterara el orden, y alguien próximo a él preguntó: «¿Dónde está el pañuelo negro?
[*]
¿Por qué diantres no encuentran el maldito pañuelo y se lo ponen en la cabeza?» Entonces se oyó un clamor colectivo, de triunfo, y al mirar a su alrededor vio que un paño cuadrado de tela volaba sobre la multitud, llevado por un joven sentado sobre los hombros de un compañero, y sintió un estremecimiento al saber que, en efecto, era el pañuelo negro.

Forcejeó para mantener su posición junto a la puerta y, cuando los congregados en el exterior lograron abrirla, él pudo abrirse paso a codazos y llegar a la calle. El revuelo alcanzaba también el exterior, la misma cacofonía de voces, gritos, un coro de alaridos que, le pareció, eran más de conmiseración que de ira. Un aparatoso carruaje estaba detenido, y la muchedumbre intentaba arrancar del pescante al cochero, que gritaba:

—¡No ha sido culpa mía! ¡Ya han visto a la dama! ¡Se ha arrojado bajo las ruedas!

Y, en efecto, allí estaba ella, aplastada bajo las pesadas ruedas, mientras la sangre brotaba y formaba un charco a los pies de los caballos. Al olerla, estos relinchaban y se encabritaban, y al cochero le costaba dominarlos. Darcy contempló la escena apenas un instante, y tuvo que vomitar en una alcantarilla. El hedor acre parecía envenenar el aire. Oyó que alguien gritaba:

—¿Dónde está el furgón fúnebre? ¿Por qué no se la llevan? Es una indecencia dejarla aquí.

El pasajero del coche hizo ademán de bajarse, pero al ver a la multitud, cambió de idea, se atrincheró en el interior y corrió la cortina, a la espera, sin duda, de que llegaran los agentes y restablecieran el orden. Los congregados eran cada vez más, y entre ellos se veía a niños que lo observaban todo sin comprender y a mujeres con recién nacidos en los brazos, que, asustados por el escándalo, lloriqueaban. Él no podía hacer nada. Debía regresar a la sala de vistas, encontrar al coronel y a Alveston, esperar que estos le dieran alguna esperanza. Pero en su fuero interno sabía que no la había.

Entonces vio el gorrito de cintas rojas y verdes. Debía de habérsele caído y, rodando sobre el pavimento, había llegado hasta sus pies. Lo observó como hipnotizado. Junto a él, una mujer tambaleante, que cargaba con un bebé en un brazo y sostenía una botella de ginebra en la mano libre, dio un paso al frente, se agachó y se lo puso, torcido. Sonriendo, le dijo a Darcy:

—A ella ya no va a servirle de nada, ¿verdad? —Y se alejó.

11

La nueva atracción que suponía un cuerpo sin vida en plena calle llevó a varios hombres a alejarse momentáneamente de la entrada de la sala, y Darcy pudo abrirse paso hasta llegar junto a la puerta, donde fue una de las seis últimas personas autorizadas a entrar. Alguien, con voz estentórea, exclamó:

—¡Una confesión! ¡Han obtenido una confesión!

Y, al momento, el griterío regresó a la sala. Por un momento pareció que arrancaban a Wickham del estrado, pero fue rodeado inmediatamente por los agentes de la sala y, tras permanecer en pie unos segundos, aturdido, se sentó y se cubrió el rostro con las manos. El escándalo iba en aumento. Fue entonces cuando Darcy distinguió al doctor McFee y al reverendo Percival Oliphant rodeados de policías. Sorprendido, vio que les acercaban dos sillas y que ambos se desplomaban sobre ellas, al parecer muy fatigados. Intentó abrirse paso para llegar hasta ellos, pero la multitud se había convertido en una masa de cuerpos compacta, impenetrable.

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