Read La muerte llega a Pemberley Online
Authors: P. D. James
Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa
—¿Y qué te levantaras tan temprano la noche en que dormimos en la biblioteca y que fueras a ver cómo se encontraba Wickham? ¿Eso también formaba parte de tu plan?
—Si lo hubiera encontrado despierto y sobrio, y hubiera tenido la ocasión, le habría insistido en que las circunstancias en las que había recibido mis treinta libras debían permanecer en secreto, y que debía mantenerlo incluso si lo llevaban a juicio, a menos que yo revelara la verdad, en cuyo caso él sería libre de confirmar mi afirmación. Si me interrogaba la policía, o me obligaban a declarar ante un tribunal, yo diría que le había entregado las treinta libras para permitirle saldar una deuda de honor, y que había dado mi palabra de que no revelaría jamás las circunstancias de dicha deuda.
—Dudo de que ningún tribunal presionara al coronel Hartlep para que incumpliera su palabra —admitió Darcy—. Tal vez querría dilucidar si ese dinero estaba destinado a Denny.
—En ese caso, yo me limitaría a declarar que no. Para la defensa era importante que eso quedara aclarado durante el juicio.
—Me preguntaba por qué, antes de que emprendiéramos la búsqueda de Denny y Wickham, tú te apresuraste a ver a Bidwell y lo disuadiste de que viniera con nosotros en el cabriolé a la cabaña del bosque. Actuaste antes de que la señora Darcy tuviera tiempo de dar las instrucciones pertinentes a Stoughton o a la señora Reynolds. En aquel momento me sorprendió que quisieras mostrarte tan útil, cuando no era necesario, y que al hacerlo, parecieras incluso algo presuntuoso. Pero ahora entiendo por qué Bidwell no podía acercarse a su cabaña aquella noche, y por qué tú te acercaste hasta allí para advertir a Louisa.
—Es cierto que fui presuntuoso y me disculpo con retraso por ello. Pero era crucial que las dos mujeres supieran que era muy posible que el plan para recoger al niño al día siguiente tuviera que ser abortado. Yo estaba cansado de tanto subterfugio y sentía que era momento de que la verdad saliera a la luz. Les conté que Wickham y el capitán Denny se habían perdido en el bosque, y que Wickham, el padre del hijo de Louisa, estaba casado con la cuñada del señor Darcy.
—Supongo que las dos mujeres debieron quedar sumidas en un estado de gran zozobra —dijo Darcy—. Cuesta imaginar su asombro al saber que el niño que criaban era el hijo bastardo de Wickham, y que este y un amigo se encontraban perdidos en el bosque. Habían oído los disparos y debieron de temerse lo peor.
—Yo no podía hacer nada para tranquilizarlas. No tenía tiempo. La señora Bidwell exclamó: «Esto matará a Bidwell. ¡El hijo de Wickham en su casa! La mancha para Pemberley, el escándalo, la sorpresa para el señor y la señora Darcy, la deshonra para Louisa, para todos nosotros.» Fíjate en que lo expresó por ese orden. A mí me preocupaba Louisa. Estuvo a punto de desmayarse, se arrastró como pudo hasta la silla instalada frente a la chimenea y se sentó en ella temblando. Yo sabía que estaba muy trastornada, pero no podía tranquilizarla. Me había ausentado ya demasiado tiempo de vuestro lado.
—Bidwell —dijo Darcy— y, antes que él, su padre y su abuelo habían vivido en la cabaña y servido a la familia. Su disgusto era una muestra más de lealtad. Y, en efecto, si el niño hubiera permanecido en Pemberley o simplemente si hubiera visitado la finca con regularidad, Wickham habría podido obtener una vía de acceso a mi familia y a mi casa, que a mí me habría parecido repugnante. Ni Bidwell ni su esposa habían visto nunca a Wickham de adulto, pero el hecho de que fuera mi cuñado y, aun así, no fuera bienvenido en mi casa debía de indicarles hasta qué punto era profundo e irreconciliable nuestro distanciamiento.
—Y después encontramos el cadáver de Denny —prosiguió el coronel—, y a la mañana siguiente la señora Younge y todos los huéspedes del King’s Arms, todo el vecindario, en realidad, sabría que se había cometido un asesinato en el bosque de Pemberley, y que habían detenido a Wickham. ¿Alguien podía creer que Pratt abandonaría la posada aquella noche sin contar a nadie lo ocurrido? A mí no me cabía duda de que la reacción de la señora Younge sería regresar de inmediato a Londres, sin el niño. Ello no tenía por qué implicar que renunciaba a sus pretensiones de adoptarlo, y tal vez Wickham a su llegada pueda arrojar luz sobre ese punto. ¿Lo acompañará el señor Cornbinder?
—Supongo que sí —respondió Darcy—. Al parecer, le ha sido de gran ayuda y espero que su influencia sea duradera, aunque no soy optimista al respecto. Wickham lo asociará demasiado a la celda, a la horca, a los meses de sermones, y no deseará pasar con él más tiempo del necesario. Cuando llegue, oiremos el resto de su lamentable historia. Siento, Fitzwilliam, que te hayas visto envuelto en asuntos que nos conciernen a Wickham y a mí. Qué día tan desafortunado para ti aquel en que aceptaste reunirte con él y le entregaste las treinta libras. Acepto que, al avalar la propuesta de la señora Younge de adoptar al niño, actuabas pensando en los intereses del pequeño. Solo me cabe desear que el pobrecillo, a pesar de unos primeros pasos tan nefastos en la vida, se instale feliz y definitivamente con los Simpkins.
Poco después del almuerzo, un empleado del bufete de Alveston llegó para confirmar que el perdón real sería otorgado a media tarde del día siguiente, y para entregar a Darcy una carta para la que, según dijo, no se esperaba respuesta inmediata. La remitía el reverendo Samuel Cornbinder desde la cárcel de Coldbath, y Darcy y Elizabeth se sentaron juntos a leerla.
Reverendo Samuel Cornbinder
Penitenciaría de Coldbath
Honorable señor:
Le sorprenderá recibir esta misiva en este momento, de un hombre que es para usted un desconocido, a pesar de que tal vez el señor Gardiner, a quien conozco, le haya hablado de mí, y debo empezar disculpándome por entrometerme en su intimidad en unas fechas en que usted y su familia estarán celebrando la liberación de su cuñado de una acusación injusta y una muerte ignominiosa. Con todo, si tiene usted la bondad de leer lo que le escribo, sé que coincidirá conmigo en que el asunto que abordo es a la vez importante y de cierta urgencia, y les afecta a usted y a su familia.
Pero, antes, debo presentarme. Me llamo Samuel Cornbinder y soy uno de los capellanes destinados a la prisión de Coldbath, donde los últimos nueve meses he tenido el privilegio de atender tanto a los acusados que aguardan juicio como a los que ya han sido condenados. Entre aquellos se encontraba el señor George Wickham, que en breve se reunirá con usted para ofrecerle las explicaciones oportunas sobre las circunstancias que condujeron a la muerte del capitán Denny, explicaciones a las que, cómo no, usted tiene derecho.
Pongo esta carta en manos del honorable señor Henry Alveston, que se la entregará con un mensaje del señor Wickham. Él ha querido que usted la lea antes de presentarse ante usted, para que tenga conocimiento del papel que yo he desempeñado en sus planes para el futuro. El señor Wickham ha soportado su encarcelamiento con notable fortaleza, pero, naturalmente, en ocasiones le abrumaba la posibilidad de un veredicto de culpabilidad, y era entonces mi deber orientar sus pensamientos hacia Él, el único que puede perdonarnos por todo lo ocurrido y darnos fuerzas para afrontar lo que pueda venir. Era inevitable que, en el transcurso de nuestras conversaciones, yo fuera descubriendo aspectos sobre su infancia y su vida posterior. Debo dejarle claro que, en tanto que miembro evangélico de la Iglesia anglicana, no creo en la confesión, pero deseo asegurarle que no divulgo jamás los asuntos que me confían los presos. Yo alentaba las esperanzas del señor Wickham de ser declarado inocente y, en sus momentos de optimismo —que, me alegra decirlo, eran frecuentes—, ha orientado su mente hacia su futuro y el de su esposa.
El señor Wickham ha expresado su más firme deseo de no permanecer en Inglaterra, y de buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Afortunadamente, yo estoy en disposición de asistirlo en su empeño. Mi hermano gemelo, Jeremiah Cornbinder, emigró hace cinco años a la antigua colonia de Virginia, donde ha montado un negocio de doma y venta de caballos que, gracias a sus conocimientos y destreza, ha prosperado notablemente. A causa de la ampliación del negocio, en la actualidad busca un asistente, alguien con experiencia con caballos, y hace poco más de un año me escribió informándome del asunto, y diciéndome que cualquier candidato que pudiera recomendarle sería bien recibido y puesto a prueba durante seis meses. Cuando el señor Wickham ingresó en la penitenciaría e iniciamos nuestro régimen de visitas, no tardé en reconocer que poseía las aptitudes y la experiencia que lo convertirían en un candidato adecuado para el empleo que ofrecía mi hermano si, como él esperaba, era declarado inocente de la grave acusación que pesaba sobre él. El señor Wickham es un jinete experimentado y ha demostrado su coraje. He abordado el asunto con él y está impaciente por aprovechar la oportunidad que se le presenta. Aunque no he hablado con la señora Wickham, él me asegura que ella se muestra igualmente entusiasmada ante la idea de abandonar Inglaterra e instalarse en el Nuevo Mundo.
Con todo, y como sin duda usted habrá anticipado, existe el problema del dinero. El señor Wickham espera que sea usted bondadoso y le preste la suma requerida, que serviría para pagar los pasajes y para proporcionarle el sustento durante cuatro semanas, hasta que reciba su primera paga. Se le proporcionará una vivienda gratuita, y la granja de caballos —pues en eso consiste, en realidad, el negocio de mi hermano, y así puede llamarse— se encuentra a dos millas de la ciudad de Williamsburg. De ese modo, la señora Wickham no se verá privada de compañía ni del refinamiento que necesita una dama de noble cuna.
Si estas propuestas cuentan con su aprobación y está usted en disposición de ayudar, será un placer para mí reunirme con usted en el lugar que estime conveniente, y en la fecha que escoja, para proporcionarle los detalles sobre la suma requerida, el alojamiento que se ofrece y las cartas de recomendación que avalan la posición de mi hermano en Virginia y hablan a favor de su carácter, que, no hace falta decirlo, es excepcional. Se trata de un hombre recto, de un patrón justo que no por ello tolera la deshonestidad ni la haraganería. Si el señor Wickham llega a ocupar el puesto por el que muestra tanto entusiasmo, este lo mantendrá alejado de toda tentación. Su liberación y su historial de soldado valeroso lo convertirán en un héroe nacional, y por más breve que acabe resultando esa fama, temo que su notoriedad no le conduzca a la reforma de su vida que, según me asegura, está determinado a emprender.
Puede ponerse en contacto conmigo a cualquier hora del día o de la noche en la dirección arriba mencionada, y le confirmaré mi buena voluntad en este asunto y mi disposición a proporcionarle la información que estime oportuna sobre la situación que le planteo.
Quedo, estimado señor, a su disposición,
Atentamente,
Samuel Cornbinder
Darcy y Elizabeth leyeron la carta en silencio y a continuación, sin comentar nada, él se la alargó al coronel.
—Creo —dijo Darcy— que debo reunirme con el reverendo, y me alegro de que me haya dado a conocer el plan antes de la visita de Wickham. Si la oferta es tan sincera y apropiada como parece, sin duda resolverá el problema de Bingley y el mío, si no el de Wickham. Todavía debo averiguar cuánto ha de costarme, pero si él y Lydia permanecen en Inglaterra, no cabe esperar que se mantengan sin ayuda regular.
—Sospecho que tanto la señora Darcy como la señora Bingley han contribuido a los gastos de los Wickham con sus propios recursos —añadió el coronel Fitzwilliam—. Dicho lisa y llanamente, la decisión liberaría a las dos familias de la presión económica. Respecto al comportamiento futuro de Wickham, me cuesta compartir la confianza del reverendo en su propósito de enmienda, pero sospecho que Jeremiah Cornbinder será más competente que la familia de Wickham a la hora de garantizar su buena conducta en el futuro. Estoy dispuesto a contribuir a la suma requerida, que no imagino demasiado onerosa.
—La responsabilidad es mía —replicó Darcy—. Responderé al momento al señor Cornbinder y le propondré que nos veamos mañana temprano, antes de la llegada de Wickham y Alveston.
A la mañana siguiente, tras celebrar misa en la iglesia, el reverendo Samuel Cornbinder llegó en respuesta a la carta de Darcy, que le había sido entregada en mano. A este le sorprendió su aspecto, pues a partir de su misiva había inferido que se trataba de un hombre de mediana edad, o incluso algo mayor, y en cambio descubrió que, o bien era más joven de lo que su estilo epistolar daba a entender, o bien había resistido los rigores y responsabilidades de su trabajo sin perder su apariencia y vigor juveniles. Darcy le expresó su gratitud por todo lo que había hecho para ayudar a Wickham a soportar su cautiverio, aunque sin mencionar su aparente adhesión a un mejor modelo de vida, sobre el que carecía de elementos para opinar. El reverendo le causó buena impresión al momento, pues no era solemne ni relamido, y se presentó con una carta de su hermano y con toda la información económica necesaria para que su interlocutor pudiera tomar una decisión ponderada sobre hasta dónde debía y podía ayudar a establecerse al señor y a la señora Wickham en la nueva vida que parecían desear con tanto ahínco.
La carta de Virginia había llegado hacía unas tres semanas. En ella, el señor Jeremiah Cornbinder expresaba su confianza en el buen juicio de su hermano y, sin exagerar las ventajas que el Nuevo Mundo ofrecía, sí trazaba un retrato halagüeño de la vida que un candidato recomendado podía esperar:
El Nuevo Mundo no es refugio para el indolente, el criminal, el indeseable ni el anciano, pero un joven que ha quedado claramente exculpado de un delito grave, que ha demostrado fortaleza durante el proceso y notable valentía en el campo de batalla, parece poseer los requisitos que le asegurarán una buena acogida. Yo busco a un hombre que combine habilidades prácticas —preferentemente en la doma de caballos— con una buena educación, y estoy seguro de que se integrará en una sociedad que, en inteligencia y amplitud de intereses culturales, se equipara a la que se encuentra en cualquier ciudad europea civilizada, y que ofrece oportunidades prácticamente ilimitadas. Creo que no me equivocaré si auguro que los descendientes de aquellos a los que ahora espera sumarse serán los ciudadanos de un país tan poderoso, si no más, como el que deja atrás, un país que seguirá sirviendo de ejemplo de libertad para todo el mundo.