La muerte llega a Pemberley (27 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

Llegó la Navidad y, con ella, la fiesta infantil que se celebraba todos los años. Darcy y Elizabeth coincidieron en que los más jóvenes no debían quedarse sin su momento especial, menos aún en aquellos tiempos tan difíciles. Tuvieron que escoger y entregar regalos a todos los arrendatarios, así como al personal interno y externo, tarea que mantuvo muy ocupadas a Elizabeth y a la señora Reynolds. Aquella, además, ocupaba su mente sometiéndose a un intenso programa de lecturas, y mejorando su destreza al pianoforte con la ayuda de Georgiana. Con menos obligaciones sociales, disponía de más tiempo para pasarlo con sus hijos o para visitar a los pobres, los ancianos y los enfermos, y tanto ella como Darcy descubrieron que, en unos días tan llenos de quehaceres, incluso las pesadillas más recurrentes les daban algún respiro.

Llegaron también algunas buenas noticias. Louisa estaba mucho más contenta desde que Georgie había regresado con su madre, y a la señora Bidwell la vida le resultaba algo más fácil ahora que los llantos del bebé no alteraban la paz de Will. Después de las celebraciones navideñas, las semanas, de pronto, empezaron a pasar mucho más deprisa, a medida que la fecha del juicio se aproximaba velozmente.

Libro V

El juicio

1

El juicio tendría lugar el jueves 22 de marzo a las once, en el tribunal de Old Bailey. Alveston se encontraría en su bufete, cerca de Middle Temple, y había sugerido que acudiría a la residencia de los Gardiner, en Gracechurch Street, un día antes, en compañía de Jeremiah Mickledore, abogado defensor de Wickham, para explicar el procedimiento del día siguiente y para aconsejar a Darcy sobre su declaración. A Elizabeth le inquietaba tener que pasar dos días seguidos viajando, por lo que habían pasado la noche en Banbury, y llegaron a primera hora de la tarde del miércoles 21 de marzo. Por lo general, cuando los Darcy se ausentaban de Pemberley, los miembros del servicio de mayor rango acudían a la puerta para despedirlos y transmitirles sus mejores deseos, pero esa ocasión era distinta, y solo Stoughton y la señora Reynolds estuvieron presentes, serios los semblantes, para desearles un buen viaje y asegurarles que la vida en Pemberley seguiría inalterada mientras ellos no se encontraran allí.

Abrir la residencia de Darcy en Londres implicaba un trajín considerable para la vida doméstica, y cuando los viajes a la capital eran breves y tenían por motivo ir de compras o asistir a alguna obra de teatro o exposición, o las visitas de Darcy a su abogado o a su sastre, se instalaban en casa de los Hurst siempre que la señorita Bingley los acompañaba. La señora Hurst prefería tener invitados, fueran los que fuesen, a no tenerlos, y mostraba ufana su esplendorosa mansión y su gran número de carruajes y criados, mientras la señorita Bingley enumeraba hábilmente los nombres de sus amigos más distinguidos y transmitía los chismes del momento sobre los escándalos que afectaban a las mejores casas. Elizabeth se entregaba a la diversión que le causaban las pretensiones y necedades de sus vecinos, siempre y cuando no le exigieran mostrarse comprensiva ante ellas, mientras que Darcy creía que, si en aras de la concordia familiar debía encontrarse con personas con las que tenía poco en común, era preferible que se hiciera a expensas de ellas y no de las propias. Pero en aquella ocasión no había llegado ninguna invitación de los Hurst ni de la señorita Bingley. Existen algunos hechos, cierta clase de notoriedad, de los que es preferible mantenerse a distancia prudencial, y ellos no esperaban ver ni a los Hurst ni a la señorita Bingley durante el juicio. Sin embargo, la cordial invitación de los Gardiner sí se había producido de inmediato. Allí, en aquella residencia cómoda, exenta de pretensiones, hallarían la tranquilidad y la confianza que proporcionaba el trato familiar, se reencontrarían con unas voces sosegadas que nada exigían, que no pedían explicaciones, y con una paz que los prepararía para la vorágine de los acontecimientos que les aguardaba.

Pero al llegar al centro de Londres, cuando los árboles y la inmensa extensión de Hyde Park quedaron atrás, Darcy sintió que penetraba en un mundo desconocido, que respiraba un aire enrarecido y amargo, rodeado por una población numerosa y amenazadora. Nunca hasta ese momento se había sentido tan forastero en la ciudad. Costaba creer que el país estuviera en guerra: todos parecían ir con prisas, se diría que caminaban enfrascados en sus propias preocupaciones, aunque de vez en cuando captaba miradas de envidia o admiración dirigidas al carruaje de los Darcy. Ni él ni Elizabeth se sentían con ánimo de comentar nada a su paso por las calles más anchas y más conocidas, por donde el cochero conducía con gran cuidado entre los lujosos y resplandecientes escaparates, iluminados por linternas, ni cuando se cruzaban con los cabriolés, los carros, los furgones y los coches privados que, al ser tantos, hacían casi impracticables las calles. A pesar de todo, finalmente doblaron la esquina de Gracechurch Street, y todavía no se habían detenido junto a la puerta de la casa cuando esta se abrió y los Gardiner aparecieron para darles la bienvenida e indicar al cochero que se dirigiera a los establos de la parte trasera. Instantes después, una vez que el equipaje fue bajado del vehículo, Elizabeth y Darcy entraron en el hogar que, hasta el final del juicio, constituiría su refugio de paz y seguridad.

2

Alveston y Jeremiah Mickledore llegaron después de la cena para dar indicaciones breves y consejos a Darcy, pero solo permanecieron una hora, y se retiraron tras transmitirles ánimos y expresar sus mejores deseos. Aquella iba a ser una de las peores noches en la vida de Darcy. La señora Gardiner, siempre hospitalaria, se había ocupado de que en el dormitorio encontraran todo lo necesario, no solo las dos anheladas camas, sino la mesilla que las separaba, con una jarrita de agua, unos libros y una lata de galletas. Gracechurch Street no era del todo silenciosa, pero el rumor y los chasquidos de los coches, así como las voces que de vez en cuando se oían —y que constituían un contraste con el silencio absoluto reinante en Pemberley—, no habrían llegado, en condiciones normales, a impedirle el sueño. Darcy intentaba ahuyentar de su mente la inquietud ante lo que le aguardaba al día siguiente, pero otras ideas lo alteraban más aún. Era como si, junto al lecho, una imagen de sí mismo lo observara con ojos acusadores, casi desdeñosos, ensayando argumentos y condenas que él creía haber apaciguado hacía tiempo. Pero aquella visión inoportuna volvía a presentarse, ahora, con fuerza renovada y con motivo. Si Wickham se había convertido en un miembro más de su familia, si tenía derecho a llamarlo hermano político, era por la decisión que en su día había tomado él mismo y nadie más. Mañana sería obligado a declarar, y de su declaración dependía que su enemigo acabara en el patíbulo o fuera puesto en libertad. Si el veredicto era de inocencia, el juicio acercaría a Wickham más a Pemberley, y si era condenado a morir en la horca, el propio Darcy cargaría con el peso del espanto y la culpa, que transmitiría a sus hijos y a las generaciones futuras.

No podía lamentar haberse casado. Renegar de su matrimonio habría sido como renegar de haber nacido. Este le había traído una felicidad que no creía posible, un amor del que los dos niños hermosos y sanos que dormían en los aposentos infantiles de Pemberley eran promesa y garantía. Pero se había casado desafiando todos los principios que, desde su infancia, habían gobernado su vida, todas las convicciones que debía a la memoria de sus padres, a Pemberley y a su responsabilidad de clase y riqueza. Por más profunda que fuera la atracción que sentía por Elizabeth, podría haberse alejado de ella, como sospechaba que había hecho el coronel Fitzwilliam. El precio que había pagado por sobornar a Wickham para que se casara con Lydia había sido el precio de Elizabeth.

Recordaba el encuentro con la señora Younge. La casa de huéspedes se hallaba en una zona respetable de Marylebone, y la mujer era la imagen misma de una casera decente y esmerada. También recordaba su conversación:

—Solo acepto a hombres si proceden de las familias más respetables y si se ausentan de su hogar por motivos de trabajo en la capital, o para iniciar una vida profesional independiente. Sus padres saben que los muchachos se alimentarán bien y recibirán cuidados, y que se los vigilará permanentemente. Durante años, he recibido unos ingresos fijos más que adecuados. Ahora que le he expuesto mi situación, podremos entendernos. Pero, antes, ¿puedo ofrecerle algún refrigerio?

Él lo había rechazado sin hacer gala de buenos modales, y ella siguió hablando.

—Soy mujer de negocios, aunque no creo que las normas formales de la cortesía estén reñidas con ellos. Pero, en este caso, prescindamos de ellas absolutamente. Sé que lo que quiere es conocer el paradero de George Wickham y de Lydia Bennet. Tal vez inicie usted las negociaciones planteando la suma máxima que está dispuesto a pagar por una información que, le aseguro, solo yo puedo proporcionarle.

La oferta de Darcy, cómo no, había sido considerada insuficiente, pero finalmente habían alcanzado un acuerdo, y él había abandonado aquella casa como si estuviera infestada de peste. Aquella había sido la primera de una serie de considerables sumas que había tenido que desembolsar para convencer a Wickham de que se casara con Lydia Bennet.

Elizabeth, exhausta tras el viaje, se había acostado inmediatamente después de la cena. Cuando él entró en el dormitorio, la encontró dormida, y permaneció largo rato de pie, junto a la cama, contemplando amorosamente su hermoso y sereno rostro. Durante unas horas más, al menos, ella seguía libre de preocupaciones. También él se acostó, pero dio vueltas y más vueltas en busca de una posición cómoda, que ni los suaves almohadones le proporcionaban, hasta que al fin se sumió en el sueño.

3

Alveston había abandonado temprano sus habitaciones en dirección a Old Bailey y ya se encontraba allí cuando, poco después de las diez y media, Darcy atravesó el imponente vestíbulo que conducía a la sala de vistas. Su primera impresión fue que acababa de introducirse en una jaula rebosante de parlanchina humanidad depositada en Bedlam. Todavía faltaban treinta minutos para que diera comienzo la vista, pero las primeras filas ya estaban ocupadas por mujeres charlatanas vestidas a la última moda, y las del fondo se llenaban a un ritmo constante. Todo Londres parecía haberse dado cita allí, y los pobres se apiñaban ruidosamente, incómodos. Aunque Darcy había presentado sus credenciales al oficial que custodiaba la puerta, nadie le indicó dónde debía sentarse y, de hecho, nadie le prestó la menor atención. Tratándose de marzo, el tiempo era benigno, y el aire se impregnaba cada vez más de calor y humedad, de una mezcla desagradable de perfume y cuerpos sin asear. Cerca del asiento del juez, un grupo de abogados conversaban de pie, tan distendidos que habrían podido encontrarse en cualquier salón de sociedad. Vio que Alveston se encontraba entre ellos y que, al verlo, acudía de inmediato a saludarlo y a indicarle cuáles eran los asientos reservados a los testigos.

—La acusación solo los llamará al coronel y a usted para que testifiquen sobre el hallazgo del cadáver —le dijo—. La falta de tiempo es la habitual, y este juez se impacienta si los testimonios se repiten innecesariamente. Yo me mantendré cerca. Tal vez tengamos ocasión de hablar durante el juicio.

En ese momento el rumor cesó bruscamente, como si lo hubieran cortado con un cuchillo. El magistrado acababa de entrar en la sala. El juez Moberley desempeñaba su cargo con seguridad en sí mismo, pero no era un hombre elegante, y sus rasgos menudos, de los que solo destacaban unos ojos oscuros, pasaban prácticamente desapercibidos bajo la gran peluca, que, en opinión de Darcy, le confería el aspecto de un animal acorralado que observara desde su guarida. Los corrillos de abogados se dispersaron, y estos, junto con los secretarios, ocuparon los puestos que tenían asignados. Los miembros del jurado, por su parte, tomaron asiento en los suyos. De pronto, el reo, custodiado por dos agentes de policía, estuvo de pie junto al banquillo. A Darcy le sorprendió su aspecto. Se veía bastante más delgado, a pesar de los alimentos que le llegaban con regularidad desde el exterior, y su rostro estaba demacrado, pálido, no tanto por lo duro del momento, pensó Darcy, como por los largos meses pasados en prisión. Contemplándolo, prácticamente le pasaron por alto los aspectos preliminares del juicio, la lectura de la acusación en voz alta y clara, la constitución del jurado, que acto seguido pasó a prestar juramento. En el banquillo, Wickham se mantenía sentado muy tieso y, cuando le preguntaron cómo se consideraba a sí mismo en relación con la acusación, respondió «Inocente» con voz firme. A pesar de su palidez, a pesar de las esposas, seguía siendo un hombre apuesto.

Fue entonces cuando Darcy se fijó en una cara conocida. Debía de haber pagado a alguien para obtener un asiento en la primera fila, entre las demás espectadoras de sexo femenino, y había ocupado el suyo deprisa y sin hablar. Ahí seguía, sin moverse apenas, entre el revoloteo de los abanicos y los movimientos constantes de los tocados más innovadores. Al principio la vio solo de perfil, pero después se volvió y, aunque se miraron sin dar la menor muestra de que se reconocían, no le cupo duda de que se trataba de la señora Younge. De hecho, la primera visión fugaz de su perfil le había bastado para saberlo.

Estaba decidido a no mirarla a los ojos, pero, observándola de vez en cuando desde el otro extremo de la sala, veía que vestía ropas caras, aunque de una simplicidad y una elegancia que contrastaban con el mal gusto ostentoso de su alrededor. Su gorrito, trenzado con cintas rojas y verdes, enmarcaba un rostro que se veía tan jovial como el que había conocido durante su primer encuentro. Así vestía también cuando el coronel Fitzwilliam y él la entrevistaron en relación con el puesto de dama de compañía de Georgiana, entrevista durante la cual había encarnado a la perfección a la dama de buena cuna, educada y digna de confianza, profundamente comprensiva con los jóvenes y consciente de las responsabilidades que recaerían sobre ella. Las cosas habían sido distintas, aunque no tanto, cuando dio con ella en aquella casa respetable de Marylebone. Darcy se preguntaba qué la mantenía unida a Wickham, quizás una fuerza tan poderosa que la había llevado a formar parte del público femenino que se divertía viendo a un ser humano debatiéndose entre la vida y la muerte.

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