Read La muerte llega a Pemberley Online
Authors: P. D. James
Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa
Bingley le había contado que se había encontrado con un Wickham taciturno, poco colaborador y propenso a soltar improperios contra el magistrado y la policía, exigiendo que se redoblaran los esfuerzos para descubrir quién había matado a su gran, su único amigo. ¿Por qué se estaba pudriendo él en el calabozo mientras nadie se dedicaba a buscar al culpable? ¿Por qué la policía no dejaba de interrumpir su descanso para acosarlo con preguntas absurdas e innecesarias? ¿Por qué le habían preguntado por qué había dado la vuelta al cuerpo de Denny? Para verle la cara, por supuesto; se trataba de una acción absolutamente natural. No, no se había percatado de la herida en la cabeza de Denny, probablemente estuviera cubierta por el pelo y, además, él estaba demasiado alterado para fijarse en detalles. Y también le habían preguntado qué había hecho entre el momento en que se oyeron los disparos y el momento en que la expedición de búsqueda había encontrado el cadáver. Pues dar tumbos por el bosque, intentando atrapar al asesino, que era lo que deberían hacer ellos, en vez de perder el tiempo agobiando a un hombre inocente.
Ese día, en cambio, Darcy se encontró con una persona muy distinta. Vestido con ropa limpia, afeitado y bien peinado, Wickham lo recibió como si estuviera en su propia casa e hiciera un favor a un invitado molesto. Darcy recordaba que siempre había sido de temperamento voluble, y al verlo reconoció al Wickham de antes, apuesto, seguro de sí mismo y más inclinado a disfrutar de su notoriedad que a considerarla una deshonra. Bingley le había llevado los artículos que había pedido: tabaco, varias camisas y corbatines, zapatillas, sabrosas tartas cocinadas en Highmarten para complementar los alimentos que le traían desde una panadería cercana, y papel y tinta, con los que Wickham pretendía escribir tanto la crónica de su participación en la campaña irlandesa como el relato de la grave injusticia que se había cometido con su encarcelamiento, relato personal que, estaba convencido, hallaría un mercado receptivo. Ninguno de los dos habló del pasado. Darcy no podía librarse de la influencia que este ejercía sobre él, pero Wickham vivía el presente, se mostraba absolutamente optimista sobre el futuro y reinventaba el pasado adaptándolo a su interlocutor, y Darcy casi llegó a creer que, por el momento, había ahuyentado de su mente sus aspectos peores.
Wickham le dijo que, la tarde anterior, los Bingley habían traído a Lydia desde Highmarten para que pudiera verlo, pero ella se había mostrado tan desbocada en sus quejas, y lloraba tanto, que se había deprimido más de lo tolerable, y había pedido que, en adelante, la trajeran solo si él lo solicitaba, y durante un plazo máximo de quince minutos. Con todo, confiaba en que no hicieran falta más visitas; la vista previa se celebraría el miércoles a las once, y esperaba que ese día lo pusieran en libertad, tras lo cual imaginaba el regreso triunfal de Lydia y de él mismo a Longbourn, y las felicitaciones de sus antiguos amigos de Meryton. De Pemberley no dijo nada, tal vez ni siquiera en su euforia esperaba ser bien recibido allí, ni lo deseaba. Darcy pensó que, sin duda, si felizmente era liberado, primero se reuniría con Lydia en Highmarten, antes de trasladarse a Hertfordshire. Le parecía injusto que Jane y Bingley cargaran con la presencia de Lydia un día más de lo estrictamente necesario, pero todo ello podría decidirse si la liberación llegaba efectivamente a producirse. Le habría gustado compartir la confianza de Wickham.
Su reunión duró solo media hora, y de ella salió con una lista de cosas que debía llevar al día siguiente, y con la petición de Wickham de que presentara sus respetos a la señora y a la señorita Darcy. Al salir, constató que había sido un alivio no encontrarlo hundido en el pesimismo y el reproche, aunque a él la visita le resultó incómoda y especialmente desagradable.
Sabía, y le desagradaba saberlo, que si el juicio iba bien tendría que ayudar a Wickham y a Lydia, como mínimo durante el futuro más inmediato. Sus gastos habían excedido siempre sus ingresos, y suponía que hasta entonces habían dependido de las donaciones privadas de Jane y Elizabeth para complementar sus insuficientes ingresos. Jane seguía invitando a Lydia a Highmarten de vez en cuando mientras Wickham, que en privado se quejaba a viva voz, se divertía pernoctando en varias posadas de los alrededores, y era por Jane por quien Elizabeth tenía noticias de la pareja. Ninguno de los trabajos temporales que Wickham había tomado desde que había dejado el ejército había culminado con éxito. Su último intento de adquirir alguna habilidad había sido con sir Walter Elliot, un baronet obligado por sus extravagancias a alquilar su casa a desconocidos, y que se había trasladado a Bath con dos de sus hijas. La más joven, Anne, estaba felizmente casada con un próspero capitán de navío, ahora un distinguido almirante, pero la mayor, Elizabeth, todavía seguía buscando marido. El aristócrata, decepcionado de Bath, había decidido que las cosas volvían a irle lo suficientemente bien como para regresar a casa, por lo que dio aviso a su inquilino y contrató a Wickham como secretario, a fin de que lo asistiera con las tareas derivadas del traslado. Sin embargo, en menos de seis meses, Elliot ya había despedido a Wickham. Siempre que se enfrentaban a noticias negativas sobre discrepancias públicas o, peor aún, disputas familiares, era misión de la conciliadora Jane concluir que ninguna de las partes era demasiado culpable. Pero cuando los datos del último fracaso de Wickham llegaron a oídos de su hermana, más escéptica, Elizabeth sospechó que a la señorita Elliot le habría preocupado la respuesta de su padre a los flirteos de Lydia, mientras que el intento de Wickham de congraciarse con ella se habría topado, primero, con cierto respaldo nacido del aburrimiento y la vanidad, y después con desagrado.
Cuando Lambton quedó atrás, fue un placer aspirar profundamente el aire fresco, librarse del inconfundible olor a cárcel, a cuerpos encerrados, a comida y a sopa barata, del entrechocar de llaves, y con gran alivio, unido a la sensación de que él mismo se había librado del encierro, Darcy guio su caballo hacia Pemberley.
Era tal el silencio que reinaba en Pemberley que la casa parecía deshabitada, y era evidente que Elizabeth y Georgiana no habían vuelto aún. Darcy apenas había desmontado cuando uno de los mozos de cuadra se acercó desde la esquina para hacerse cargo del caballo, pero debía de haber vuelto antes de lo esperado, y no había nadie aguardándolo junto a la puerta. Atravesó el vestíbulo silencioso y se dirigió a la biblioteca, donde le pareció que tal vez encontraría al coronel, impaciente por conocer las novedades. Pero, para su sorpresa, a quien encontró fue al señor Bennet, solo, hundido en una butaca de respaldo alto junto a la chimenea, leyendo la
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. La taza vacía y el plato sucio sobre una mesa auxiliar indicaban que ya le habían servido un refrigerio tras el viaje. Tras una segunda pausa, ocasionada por la sorpresa, Darcy comprendió que, en realidad, se alegraba muchísimo de ver a aquel visitante inesperado y, mientras su suegro se ponía en pie, le estrechó la mano con gran afecto.
—Por favor, no se moleste, señor. Es un gran placer verlo por aquí. Espero que lo hayan atendido debidamente.
—Ya lo ve. Stoughton ha demostrado su eficiencia habitual, y he coincidido con el coronel Fitzwilliam. Tras intercambiar saludos, me ha comunicado que aprovecharía mi llegada para salir a ejercitar a su caballo. Me ha parecido que el encierro en esta casa le resultaba algo tedioso. También he sido saludado por la estimable señora Reynolds, que me asegura que el dormitorio que ocupo habitualmente se mantiene siempre listo.
—¿Cuándo ha llegado, señor?
—Hará unos cuarenta minutos. He contratado un cabriolé. No es la manera más cómoda de viajar grandes distancias, y tenía previsto venir en el carruaje. Sin embargo, la señora Bennet ha protestado, alegando que lo necesita para transmitir las últimas novedades sobre la desgraciada situación del señor Wickham a la señora Philips, a los Lucas, y a las muchas otras partes interesadas de Meryton. Desplazarse en un coche de punto sería un desdoro, no solo para ella, sino para toda la familia. Habiendo decidido abandonarla en estos difíciles momentos, no podía privarla, además, de una de sus comodidades más apreciadas, de modo que el carruaje se lo ha quedado la señora Bennet. No es mi intención darles más trabajo con esta visita no anunciada, pero me ha parecido que tal vez se alegrara de contar con otro hombre en la casa cuando tenga que atender a la policía u ocuparse del bienestar de Wickham. Elizabeth me contó por carta que es posible que el coronel deba retomar pronto sus deberes y que Alveston regrese a Londres.
—Ambos partirán tras la celebración de la vista previa, que según oí el domingo tendrá lugar mañana. Su presencia aquí, señor, será un consuelo para las damas, y a mí me dará confianza. El coronel Fitzwilliam le habrá informado de los pormenores de la detención de Wickham.
—Sucintamente, aunque con precisión, sin duda. Parecía estar transmitiéndome un informe de campo. Casi me he sentido obligado a ponerme firme y a ejecutar un saludo militar. Creo que se dice «ejecutar», ¿no es así? No tengo experiencia en cuestiones relacionadas con el ejército. El esposo de Lydia parece haber conseguido, con su última hazaña, combinar magistralmente el entretenimiento de las masas y la mayor vergüenza para su familia. El coronel me ha comunicado que se encontraba usted en Lambton, visitando al prisionero. ¿Cómo lo ha encontrado?
—Con buen ánimo. El contraste entre su actual aspecto y el que presentaba el día del ataque a Denny resulta asombroso, aunque, por supuesto, en aquella ocasión se encontraba ebrio y bajo los efectos de un shock profundo. Hoy ya había recobrado su coraje y su buen aspecto. Se muestra notablemente optimista sobre el resultado de la investigación, y Alveston opina que tiene motivos para ello. La ausencia del arma del delito juega, sin duda, a su favor.
Los dos hombres tomaron asiento. Darcy se percató de que la mirada del señor Bennet se dirigía hacia la
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, pero este resistió la tentación de seguir leyendo.
—Ojalá el señor Wickham decidiera de una vez qué quiere que el mundo piense de él —dijo—. Cuando se casó era un teniente que realizaba su servicio militar, irresponsable pero encantador, actuando y sonriendo como si hubiera aportado al matrimonio tres mil libras al año y una residencia digna de tal nombre. Después, tras ser destinado a su puesto, se convirtió en hombre de acción y en héroe popular, un cambio a mejor, sin duda, que complació sobremanera a la señora Bennet. Y ahora parece que vamos a verlo hundido del todo en la villanía, y aunque espero que el riesgo sea remoto, podría acabar convertido en espectáculo público. Siempre ha perseguido la notoriedad, si bien no creo que la quisiera con el aspecto final que amenaza con presentársele. No puedo creer que sea culpable de asesinato. Sus faltas, por más inconvenientes que hayan resultado a sus víctimas, no han implicado nunca, por lo que yo sé, violencia sobre él ni sobre los demás.
—No podemos penetrar en las mentes ajenas —comentó Darcy—, pero lo creo inocente, y me aseguraré de que cuente con la mejor asesoría y representación legal.
—Es generoso por su parte, y sospecho, aunque mi conocimiento al respecto no sea firme, que no es este el primer acto de generosidad por el que mi familia le está en deuda. —Sin esperar respuesta, el señor Bennet añadió—: Por lo que me ha contado el coronel Fitzwilliam, entiendo que Elizabeth y la señorita Darcy se encuentran realizando una acción caritativa, que han llevado una cesta con provisiones a una familia afligida. ¿Para cuándo se espera su regreso?
Darcy consultó la hora en su reloj de bolsillo.
—Ya deberían venir de camino. Si le apetece un poco de ejercicio, señor, acompáñeme al bosque, y allí las esperaremos.
Era evidente que el señor Bennet, bien conocido por su sedentarismo, estaba dispuesto a renunciar a su revista y a las comodidades de la biblioteca a cambio del placer de sorprender a su hija. En ese momento apareció Stoughton, disculpándose por no haber estado custodiando la puerta a la llegada de su señor, y rápidamente fue a buscar los sombreros y los abrigos de ambos caballeros. Darcy estaba tan impaciente como su compañero por ver aparecer el landó. De haberla considerado peligrosa, no habría autorizado la expedición, y sabía que Alveston era un hombre tan capaz como digno de confianza, pero desde el asesinato de Denny se apoderaba de él un temor impreciso y tal vez irracional cada vez que su esposa se ausentaba de su lado. Así pues, le causó gran alivio comprobar que el vehículo aminoraba el paso y, finalmente, se detenía a unas cincuenta yardas de Pemberley. No fue plenamente consciente de la gran alegría que le había proporcionado la llegada del señor Bennet hasta que Elizabeth descendió apresuradamente del landó y corrió hacia su padre.
—¡Oh, padre, cómo me alegro de verte! —exclamó con entusiasmo, fundiéndose con él en un abrazo.
La vista previa se celebró en una sala espaciosa de la taberna King’s Arms, construida en la parte trasera del establecimiento hacía unos ocho años para que sirviera de sala de actos públicos, entre ellos las danzas que se celebraban ocasionalmente, camufladas bajo la apariencia, más digna, de bailes de gala. El entusiasmo de la novedad y el orgullo local habían asegurado su éxito inicial, pero en aquellos tiempos difíciles de guerra y escasez, no había ni dinero ni ánimos para frivolidades, y la sala, que se usaba sobre todo para encuentros oficiales, casi nunca se llenaba y ofrecía el aspecto desangelado y algo triste de todo lugar pensado originalmente para actividades comunitarias. El tabernero, Thomas Simpkins, y su esposa, Mary, se encargaron de los preparativos habituales para un evento que atraería sin duda a un público numeroso y, consiguientemente, aportaría beneficios al bar. A la derecha de la puerta se alzaba un estrado lo bastante espacioso como para que cupiera una orquestina de baile, y sobre él habían colocado un imponente sillón de madera traído desde la taberna contigua, y cuatro sillas más pequeñas, dos a cada lado, para los jueces de paz o el resto de las autoridades que finalmente asistieran. Se habían usado las demás sillas disponibles en el local, y la disparidad de modelos daba a entender que los vecinos también habían contribuido con las suyas. Quien llegara tarde tendría que seguir el acto de pie.
Darcy sabía que el juez de instrucción se tomaba muy en serio su cargo y las responsabilidades inherentes a él, y que le habría alegrado ver que el dueño de Pemberley llegaba en coche, como exigía la ocasión. Él, personalmente, habría preferido hacerlo a caballo, como habían propuesto el coronel y Alveston, pero cedió y recurrió al cabriolé. Al acceder a la sala vio que ya se había congregado bastante gente. Se oía un murmullo animado, aunque el tono, a su juicio, era más sosegado que expectante. A su llegada, los asistentes quedaron en silencio, y muchos se llevaron la mano a la frente y le susurraron algún saludo. Nadie, ni siquiera los arrendatarios de sus propiedades, se levantó a recibirlo, como habrían hecho en circunstancias normales, pero él lo consideró menos una afrenta que la convicción, por parte de ellos, de que era a él a quien correspondía, por posición, dar el primer paso.