La muerte llega a Pemberley (22 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

3

Todos los días había tareas de las que ocuparse, y en su responsabilidad hacia Pemberley, su familia y la servidumbre Elizabeth hallaba, al menos, un antídoto contra los peores horrores de su imaginación. Esa era una jornada con obligaciones tanto para su esposo como para ella. Sabía que no podía demorar más su visita a la cabaña del bosque. Los disparos en la noche, el conocimiento de que el brutal asesinato había tenido lugar a menos de cien yardas de la cabaña, y mientras Bidwell se encontraba en Pemberley, debían de haber dejado en la esposa de este un poso de espanto y tristeza que se añadiría a su ya pesada carga de dolor. Elizabeth sabía que Darcy había visitado la cabaña el jueves anterior, donde sugirió que Bidwell sería liberado de sus tareas la víspera del baile para que pudiera acompañar a su familia en aquellos momentos difíciles, pero tanto el marido como la mujer se negaron con vehemencia al privilegio, alegando que no era necesario, y Darcy había notado que su insistencia solo había servido para alterarlos más. Bidwell nunca aceptaba nada que pudiera implicar que no era indispensable, aunque fuera temporalmente, para Pemberley y su señor. Desde que había renunciado a su cargo como jefe de cocheros, siempre había pulido la plata la noche anterior al baile de lady Anne y, en su opinión, no había nadie más en la casa a quien pudiera encomendarse la tarea.

Durante el año anterior, cuando la salud del joven Will se debilitó más y menguó la esperanza de que se restableciera, Elizabeth había realizado visitas periódicas a la cabaña, donde, al principio, le permitían la entrada al pequeño dormitorio de la entrada en el que yacía el paciente. Últimamente, se había percatado de que su presencia junto al lecho, en compañía de la señora Bidwell, causaba más vergüenza que alivio al enfermo, y, de hecho, podía interpretarse como una imposición por su parte, por lo que a partir de cierto momento había decidido permanecer en el saloncito, consolando en la medida de sus posibilidades a la desolada madre. Cuando los Bingley se instalaban en Pemberley, Jane la acompañaba siempre, junto a su esposo, y ese día sintió que echaría de menos la presencia de su hermana, y cuánto consuelo le había proporcionado siempre contar con una encantadora y amada compañera a la que poder confiar incluso sus más oscuros pensamientos, y cuya bondad y dulzura aliviaban todas las zozobras. En ausencia de Jane, Georgiana y una de las doncellas de mayor rango la acompañaban, pero aquella, sensible a la posibilidad de que la señora Bidwell hallara mayor consuelo en una conversación confidencial con la señora Darcy, solía presentarle sus respetos brevemente y se sentaba fuera, en un banco de madera fabricado tiempo atrás por el joven Will. Darcy participaba en contadas ocasiones en aquellas visitas rutinarias, puesto que llevar una cesta con exquisiteces preparada por la cocinera de Pemberley se consideraba más bien cosa de mujeres. Ese día, salvo por la visita a Wickham, había manifestado su preferencia por quedarse en Pemberley, por si sucedía algo que requiriera su atención, y durante el desayuno acordaron que un criado acompañaría a Elizabeth y a Georgiana. Fue entonces cuando Alveston, dirigiéndose a Darcy, dijo en voz baja que para él sería un privilegio acompañar a la señora Darcy y a la señorita Georgiana, si a ellas les complacía la idea. Y, en efecto, ellas la recibieron con gratitud. Elizabeth miró fugazmente a su cuñada, y al hacerlo vio en sus ojos una alegría que se apresuró a ocultar, pero que en cualquier caso convirtió en obvia su respuesta afirmativa.

Elizabeth y Georgiana partieron hacia el bosque en un landó pequeño, mientras Alveston, a su lado, las escoltaba montado a lomos de su caballo,
Pompeyo
. La neblina matutina se había disipado tras la noche, y el día era radiante, frío pero soleado, y el aire estaba impregnado de los aromas dulces y conocidos del otoño: hojas, tierra fresca y un olor lejano a leña quemada. Incluso los caballos parecían disfrutar del tiempo apacible, moviendo la testuz arriba y abajo, y tirando de las bridas. El viento había cesado, pero los restos de la tormenta se amontonaban en el camino. Las hojas secas crujían bajo las ruedas o se arremolinaban a su paso. Los árboles todavía no estaban desnudos, y las ricas tonalidades otoñales, rojizas y amarillas, parecían más intensas bajo el cielo azul tan pálido. En días como ese, a Elizabeth le resultaba imposible no sentir alegría en el corazón, y por primera vez desde que se había despertado, sintió un ligero estallido de esperanza. Pensó que, si alguien los viera, pensaría que salían a comer al aire libre: las crines de los animales al viento, el cochero ataviado con su librea, la cesta con las provisiones, el joven apuesto cabalgando a su lado. Cuando se adentraron en el bosque, constató que las ramas oscuras, entrelazadas en lo alto, que al anochecer transmitían la imagen descarnada del techo de una cárcel, dejaban pasar haces de luz que se posaban en el camino cubierto de hojas y teñían el verde oscuro de los arbustos de un resplandor primaveral.

El landó se detuvo y el cochero recibió la orden de regresar transcurrida una hora exacta. Entonces, Alveston encabezó la expedición, sosteniendo en una mano las riendas de
Pompeyo
, y en la otra la cesta con las viandas. Los tres caminaron entre los troncos brillantes de los árboles y, por el transitado sendero, llegaron a la cabaña. No llevaban aquellos alimentos por caridad —en Pemberley no había ningún miembro del servicio sin techo, comida o ropa—, sino que eran exquisiteces que la cocinera preparaba con esmero por si abrían el apetito de Will: consomés hechos con el mejor buey, ligados con jerez, según una receta inventada por el doctor McFee, pequeñas y sabrosas tartaletas que se derretían en la boca, jaleas de fruta, y melocotones y peras madurados en los invernaderos. El enfermo ya apenas toleraba siquiera aquellas delicias, pero eran recibidas con gratitud, y si Will no las comía, su madre y su hermana darían buena cuenta de ellas.

A pesar de avanzar en silencio, la señora Bidwell debió de oírlos, pues esperaba junto a la puerta para darles la bienvenida. Era una mujer menuda y delgada, cuyo rostro, como una acuarela borrosa, seguía evocando la belleza frágil y la promesa de la juventud, aunque últimamente la angustia y la dureza de la muerte lenta de su hijo la habían convertido en una anciana. Elizabeth le presentó a Alveston, quien, sin mencionar directamente a Will, logró transmitirle un sentimiento de auténtica compasión. Le dijo que era un placer conocerla y sugirió que esperaría a la señora y a la señorita Darcy en el banco exterior.

—Lo hizo mi hijo William, señor, y lo terminó la semana antes de caer enfermo. Era un buen carpintero, como verá, y le gustaba crear y fabricar muebles. La señora Darcy tiene en su casa una mecedora, ¿no es cierto, señora?, que Will fabricó la Navidad anterior al nacimiento del señorito Fitzwilliam.

—Así es —corroboró Elizabeth—. La tenemos en gran estima y siempre pensamos en Will cuando los niños se suben en ella.

Alveston le dedicó una inclinación de cabeza, salió y se sentó en el banco, que estaba situado donde empezaba el bosque y resultaba apenas visible desde la cabaña, mientras Elizabeth y Georgiana lo hacían en el saloncito, en los lugares que les indicaron. Se trataba de una estancia amueblada con sencillez, con una mesa ovalada y cuatro sillas, y otras dos más cómodas a cada lado de la chimenea, rematada por una ancha repisa atestada de recuerdos familiares. La ventana delantera estaba entreabierta, pero aun así el calor resultaba sofocante, y aunque el dormitorio de Will Bidwell se encontraba en la planta superior, la cabaña entera parecía impregnada del olor acre de una larga enfermedad. Junto a la ventana había una cuna-balancín, y a su lado una mecedora. Con el permiso de la señora Bidwell, Elizabeth se acercó a ver al pequeño durmiente y felicitó a la abuela por la belleza y la buena salud del recién llegado. Louisa no se veía por ninguna parte. Georgiana sabía que la señora Bidwell agradecería poder hablar a solas con Elizabeth y, tras preguntar por Will y expresar su admiración por el bebé, aceptó la sugerencia de su cuñada, que las dos habían acordado de antemano, de que saliera a reunirse con Alveston. En un momento vaciaron el cesto, cuyo contenido fue recibido con muestras de agradecimiento, y las dos mujeres se sentaron frente a la chimenea.

—Ya casi no admite alimentos —dijo la señora Bidwell—, pero le gusta esa sopa de buey tan fina, y yo lo tiento con alguna natilla y, claro está, con vino. Le agradezco que haya venido, señora, pero no le pediré que suba a verlo. Solo conseguiría disgustarse, y él ya no tiene fuerzas para decir casi nada.

—El doctor McFee lo visita con frecuencia, ¿no es cierto? ¿Logra procurarle algún alivio?

—Viene cada dos días, señora, por más ocupado que esté, y nunca nos cobra ni un penique. Dice que a Will ya no le queda mucho tiempo. Oh, señora, usted conoció a mi pequeño cuando llegó a Pemberley recién casada. ¿Por qué ha tenido que ocurrirle a él, señora? Si existiera alguna razón, algún propósito, tal vez lo sobrellevaría mejor.

Elizabeth le tomó la mano.

—Esta es una pregunta que siempre nos hacemos, y no obtenemos respuesta —dijo con voz sosegada—. ¿La visita el reverendo Oliphant? El domingo, tras el servicio, comentó que quería venir a ver a Will.

—Sí viene, señora, y nos sirve de consuelo, sin duda. Pero recientemente Will me ha pedido que no lo haga entrar, de modo que yo le pongo excusas. Espero que no se ofenda.

—Estoy segura de que no se ofenderá, señora Bidwell. El señor Oliphant es un hombre sensible y comprensivo. El señor Darcy confía mucho en él.

—Todos nosotros también, señora.

Permanecieron en silencio unos instantes, al cabo de los cuales la señora Bidwell dijo:

—No le he dicho nada sobre la muerte de ese pobre muchacho, señora. A Will le afectó profundamente que algo así ocurriera en el bosque, tan cerca de casa, y que él no pudiera hacer nada para protegernos.

—Espero que, de todos modos, ustedes no corrieran peligro, señora Bidwell —replicó Elizabeth—. Me dijeron que usted no había oído nada.

—No, señora, salvo los disparos de pistola, aunque lo ocurrido le ha recordado a Will su impotencia, la carga que su padre debe soportar. Pero esta tragedia es espantosa para usted y para el señor, y yo no debería hablar de asuntos de los que nada sé.

—¿Conoció usted al señor Wickham de niño?

—Por supuesto, señora. Él y el señor, cuando eran jóvenes, solían jugar en el bosque. Eran ruidosos, como todos los niños, pero el señor, ya entonces, era el más callado de los dos. Sé que el señor Wickham, con la edad, se descarrió, y que fue fuente de preocupación para el señor, pero desde su matrimonio con usted no ha vuelto a hablarse de él, y sin duda así es mejor. Con todo, no puedo creer que el muchacho al que yo conocí haya terminado siendo un asesino.

Volvieron a sumirse largo rato en el silencio. Elizabeth había acudido a realizar una propuesta delicada, y no sabía bien cómo plantearla. A Darcy y a ella les preocupaba que, desde el ataque, los Bidwell se sintieran inseguros, viviendo, como vivían, en la cabaña del bosque, y más considerando que su hijo estaba gravemente enfermo, y que el propio Bidwell pasaba mucho tiempo en Pemberley. Resultaría comprensible que se sintieran inquietos, y Darcy y Elizabeth habían acordado que esta les propondría la mudanza de todos a la casa, al menos hasta que se resolviera el misterio. La viabilidad de la idea dependería, en primer lugar, de si Will estaba en condiciones de afrontar el traslado, que en todo caso se realizaría con sumo cuidado, en camilla, para evitar los bandazos de un carruaje, y tras el cual el enfermo recibiría los cuidados más esmerados una vez que lo hubieran instalado en una habitación tranquila de Pemberley. Pero cuando Elizabeth formuló su propuesta, la reacción de la señora Bidwell la desconcertó. Por primera vez, la mujer pareció sinceramente asustada, y respondió con gesto horrorizado.

—¡Oh, no, señora! ¡Por favor, no nos pida algo así! Will no sería feliz lejos de la cabaña. Aquí no tenemos miedo. Incluso cuando Bidwell se ausenta, Louisa y yo no tememos nada. Cuando el coronel Fitzwilliam tuvo a bien acercarse hasta aquí para asegurarse de que todo estuviera en orden, seguimos sus instrucciones e hicimos lo que nos dijo. Yo pasé el cerrojo de la puerta y cerré las ventanas de la planta baja. Además, por aquí no se acercó nadie. Fue un cazador furtivo, señora, al que sorprendieron y que actuó por impulso. No tenía nada en contra de nosotros. Y estoy segura de que el doctor McFee opinaría que Will no soportaría el viaje. Por favor, exprese nuestro agradecimiento al señor Darcy, y dígale que no hace falta, de veras.

Sus ojos, sus manos extendidas, eran una súplica.

—Si no es su deseo, no se hará —dijo Elizabeth en voz baja—, pero podemos asegurarnos, al menos, de que su esposo pase más tiempo aquí, con ustedes. Lo echaremos mucho de menos, pero los demás asumirán sus tareas mientras Will siga tan enfermo y requiera de sus cuidados.

—No aceptará, señora. Le dolerá pensar que otros pueden reemplazarlo.

Elizabeth estuvo tentada de replicar que, si ese era el caso, él tendría que aguantarse, pero percibió que allí había algo más serio que el mero deseo de Bidwell de sentirse constantemente necesitado. Decidió no ahondar más en el asunto por el momento; sin duda, la señora Bidwell hablaría con su esposo, y tal vez cambiara de opinión. Además, por supuesto, ella tenía razón: si el doctor McFee creía que Will no resistiría el traslado, sería una locura intentarlo.

Intercambiaron las primeras frases de despedida, y ya se ponían en pie cuando dos piececillos regordetes aparecieron sobre el borde de la cuna y el bebé empezó a lloriquear. Mirando con aprensión hacia arriba, en dirección al dormitorio de su hijo, la señora Bidwell se acercó al momento y cogió al pequeño en brazos. Casi inmediatamente se oyeron pasos en la escalera, y en el saloncito apareció Louisa Bidwell. Elizabeth tardó unos instantes en reconocer a la muchacha que, en sus anteriores visitas a la cabaña desde que era señora de Pemberley, le había parecido siempre la viva imagen de la salud y la juventud feliz, de mejillas sonrosadas y ojos limpios, fresca como una mañana de primavera, con la ropa siempre impecablemente planchada. Ahora, en cambio, se veía diez años mayor, estaba pálida y demacrada, y los cabellos, peinados hacia atrás sin gracia, dejaban al descubierto un rostro surcado por el cansancio y la preocupación. Llevaba el vestido manchado de leche. Dedicó una brevísima inclinación de cabeza a Elizabeth y entonces, sin decir nada, arrancó casi al niño de los brazos de su madre y dijo:

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