La mujer que arañaba las paredes (11 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Tecleó su próximo objetivo en el GPS sin prestar atención al torrente de palabras árabes que manó de los labios de Assad mientras se escurría al otro asiento.

—¿Has conducido alguna vez un coche en Dinamarca? —preguntó cuando llevaban un buen rato en dirección a Stevns.

El silencio fue de lo más elocuente.

Encontraron la casa de Magleby en una carretera secundaria que bordeaba los campos. No se trataba de una pequeña propiedad rural ni de una granja restaurada, como la mayoría, sino que era una auténtica casa de ladrillo de la época en que la fachada solía reflejar el alma de la casa. Los tejos crecían tupidos, pero la vivienda se erguía por encima de ellos. Si aquella casa se había vendido por dos millones, alguien había hecho un buen negocio. Y a alguien lo habían engañado.

En la placa de latón ponía «Anticuarios» y «Peter & Erling Moller-Hansen», pero el propietario que les abrió la puerta parecía más bien un aristócrata decadente. Piel fina, profunda mirada azul y crema perfumada aplicada generosamente por todo el cuerpo.

Era un hombre solícito y respondió gustosamente a las preguntas. Tomó con amabilidad el gorro de Assad y los hizo pasar a un recibidor lleno de muebles de estilo imperio y demás cachivaches.

No, no habían conocido a Merete Lynggaard ni a su hermano. Es decir, en persona, ya que la mayor parte de sus cosas estaban incluidas en el precio; de todos modos no valian nada.

Les ofreció té verde en finísimas tazas de porcelana y se sentó con las rodillas juntas y las piernas encogidas en el borde del sofá, dispuesto a ayudar a la sociedad en la medida de sus posibilidades.

—Fue terrible que se ahogara de aquella manera. Creo que fue una muerte espantosa. Mi marido estuvo una vez a punto de hundirse en un lago de Yugoslavia, y les aseguro que fue una experiencia horrible.

Carl captó la confusión en el rostro de Assad cuando el hombre dijo «mi marido», pero una simple mirada bastó para borrarla. Desde luego, a Assad le quedaba aún mucho que aprender acerca de la diversidad de formas de convivencia que había en Dinamarca.

—La policía recogió los papeles de los hermanos Lynggaard —intervino Carl—. Pero, desde entonces, ¿han encontrado ustedes diarios, cartas o tal vez faxes, o simplemente mensajes en el contestador que pudieran aportar otra perspectiva al caso?

El hombre sacudió la cabeza.

—No quedó nada —respondió señalando la sala con un amplio movimiento del brazo—. Había muebles, nada especial, y tampoco había gran cosa en los cajones, aparte de artículos de oficina y unos pocos recuerdos. Colecciones de cromos, unas pocas fotos y cosas así. Creo que eran personas bastante corrientes.

—¿Y los vecinos? ¿Conocían a los Lynggaard?

—Bueno, no tenemos mucho trato con los vecinos, pero tampoco llevan tanto tiempo viviendo aquí. Creo que han vuelto a Dinamarca del extranjero. Pero no creo que los Lynggaard tratasen con la gente de aquí. Muchos no tenían ni idea de que ella tuviera un hermano.

—O sea, ¿que no saben de nadie de los alrededores que los conociera?

—Sí, sí. Helle Andersen. Cuidaba del hermano.

—Era la asistenta —confirmó Assad—. La policía la interrogó, pero no sabía nada. Pero llegó una carta. O sea, para Merete Lynggaard. La víspera de que se ahogara. Fue la asistenta la que la recibió.

Carl arqueó las cejas. Iba a tener que leer el puñetero expediente concienzudamente.

—Assad, ¿la policía encontró la carta?

Este sacudió la cabeza.

Carl se volvió hacia el anfitrión.

—Esa Helle Andersen ¿vive en la ciudad?

—No, en Holtung, al otro lado de Gjordslev. Pero llegará dentro de diez minutos.

—¿Aquí?

—Sí, mi marido está enfermo —aclaró, mirando al suelo—. Gravemente enfermo. Y ella suele venir a ayudar.

La fortuna sonríe a los locos, pensó Carl, y pidió al hombre que le enseñara la vivienda.

La casa estaba atiborrada de muebles curiosos y cuadros con macizos marcos dorados. Lo acumulado inevitablemente durante una vida entre casas de subastas. Aparte de eso, la cocina era nueva, todas las paredes estaban pintadas y los suelos acuchillados. Si quedaba algo de la época de Merete Lynggaard, sólo podían ser los pececillos de plata que correteaban por el suelo oscuro del cuarto de baño.

—Sí, hombre, Uffe era un encanto.

Un rostro rechoncho con ojeras y unas mejillas rollizas y rubicundas eran las marcas personales de Helle Andersen. El resto de su cuerpo estaba cubierto por una bata azul claro de un tamaño que costaría encontrar en la tienda de ropa local.

—Era un disparate pensar que pudiera haberle hecho algo a su hermana, ya se lo dije a la policía. Que era una pista completamente equivocada.

—Pero hay testigos que lo vieron pegar a su hermana —replicó Carl.

—A veces perdía un poco los estribos. Pero no era nada grave.

—Pero es tan fuerte que quizá habría podido empujarla al agua sin querer.

Helle Andersen levantó la mirada al cielo.

—¡Qué va! Uffe era un buenazo. Podía entristecerse hasta hacer que también tú te entristecieras, pero ocurría muy pocas veces.

—¿Le preparabas la comida?

—Hacía de todo. Para que estuviera listo cuando Merete llegara a casa.

—Y a ella, ¿no la veías tan a menudo?

—De vez en cuando.

—Pero no los días anteriores a su muerte, ¿verdad?

—Bueno, sí, una de las noches cuidé de Uffe. Entonces se puso triste, tal como ya he explicado, y tuve que llamar a Merete para que volviera a casa, y es lo que hizo. Sí, aquel día sí le dio fuerte.

—¿Ocurrió algo especial aquella tarde-noche?

—Sólo que Merete no volvió a casa a las seis, como acostumbraba, y eso no le gustó a Uffe. No comprendía que era algo que ya habíamos hablado.

—¡Era una parlamentaria! Eso ocurriría muchas veces, ¿no?

—No crea. Solamente de cuando en cuando, si estaba de viaje. Y en esos casos solía ser una noche, o dos a lo sumo.

—Entonces, ¿estaba de viaje aquella noche?

Assad sacudió la cabeza. Joder, qué irritante era que supiera tanto.

—No, había estado cenando fuera.

—Vaya. ¿Y sabes con quién?

—No, nadie lo sabe.

—¿Eso también está en el informe, o qué?

Assad asintió en silencio.

—Søs Norup, su nueva secretaria, la vio escribir el nombre del restaurante en su agenda. Y algunos de los que estaban en el restaurante la recordaban. Pero no con quién estaba.

Estaba claro que iba a tener que empollar aquel informe cuanto antes.

—¿Cómo se llamaba el restaurante, Assad?

—Parece ser que Café Bankerat. Algo así.

Carl se volvió hacia la asistenta.

—¿Sabes si era una cita? ¿Un novio?

En una mejilla de la mujer apareció un profundo hoyuelo.

—Es posible. Pero ella no dijo nada de eso.

—¿Y tampoco dijo nada al volver a casa? Después de haber llamado tú, quiero decir.

—No, yo me fui. Es que Uffe estaba muy disgustado.

Se oyó un tintineo, y el actual dueño de la casa entró en la estancia con aire solemne, como si la bandeja que ofrecía con elegancia contuviera todos los secretos de la gastronomía.

—Son caseros —fue su único comentario mientras depositaba la fuente con una especie de flanes minúsculos sobre bandejitas de papel de plata.

Aquello le evocaba recuerdos de una infancia desaparecida. No buenos recuerdos, pero aun así recuerdos.

El anfitrión repartió los pasteles entre ellos, y Assad mostró enseguida que le gustaba el ceremonial.

—Helle, en el informe pone que te entregaron una carta la víspera de que Merete Lynggaard desapareciera. ¿Podrías describirla con más detalle? —preguntó Carl. Seguramente estaría en el informe del interrogatorio, pero la asistenta tendría que volver a repetirlo.

—Era un sobre amarillo, como apergaminado.

—¿De qué tamaño?

La asistenta gesticuló con las manos. De tamaño cuartilla.

—¿Había algo escrito? ¿Un sello, un nombre?

—No ponía nada.

—¿Y quién lo trajo? ¿Conocías a la persona en cuestión?

—No, en absoluto. Llamaron a la puerta y había un hombre fuera que me dio la carta.

—Algo extraño, ¿no? Normalmente las cartas llegan con el correo.

La asistenta le dio un ligero empujón de familiaridad.

—Aquí también tenemos cartero, ¿qué se cree? Pero la carta la entregaron más tarde. Ocurrió en mitad de las noticias.

—¿A las doce del mediodía?

La asistenta asintió en silencio.

—Me la dio sin más y se marchó.

—¿No dijo nada?

—Sí, dijo que era para Merete Lynggaard, nada más.

—¿Por qué no la metió en el buzón?

—Creo que tenía prisa. Puede que temiera que Merete no la viera en cuanto llegara a casa.

—Bueno, pero Merete Lynggaard debía de saber quién la trajo. ¿Qué dijo sobre eso?

—No lo sé. Ya he dicho que me había marchado para cuando ella volvió.

Assad volvió a asentir con la cabeza. También estaba en el informe.

Carl le dirigió una mirada profesional. «El método consiste en preguntar más de una vez», venía a decir. Así tendría algo en qué pensar.

—Creía que Uffe no podía quedarse solo en casa —añadió después.

—Sí, hombre —respondió la asistenta con mirada alegre—. Pero no de noche.

En aquel momento Carl deseó estar en la silla de su escritorio del sótano. Llevaba años teniendo que sacar información a la gente con sacacorchos, y tenía los brazos cansados. Un par de preguntas más y se largarían. El caso Lynggaard estaba evidentemente tocado desde el principio. Merete se había caído por la borda. Suele ocurrir.

—Además, podía haber sido demasiado tarde si yo no se la hubiera dejado a la vista —continuó la mujer.

Carl vio que la mirada de la asistenta se desviaba un momento. No hacia los pastelitos. Lejos.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, ella murió al día siguiente, ¿no?

—En este momento no estabas pensando en eso, ¿verdad?

—Sí, sí.

Junto a él, Assad puso su pastel sobre la mesa. Aunque pareciera increíble, también él se había dado cuenta de la maniobra evasiva.

—Estabas pensando en otra cosa, me he dado cuenta. ¿Qué querías decir con eso de que podía haber sido demasiado tarde?

—Simplemente lo que he dicho: que murió al día siguiente.

Carl alzó la mirada hacia el anfitrión goloso.

—¿Podemos hablar con Helle en privado?

El hombre no pareció alegrarse, y tampoco Helle Andersen. Se alisó la bata, pero el daño ya estaba hecho.

—Vamos, Helle, dilo —dijo Carl inclinado hacia ella, cuando el anticuario salió silenciosamente de la estancia—Si te has guardado alguna información, éste es el momento de darla, ¿de acuerdo?

—No había nada más.

—¿Tienes hijos?

La mujer curvó las comisuras hacia abajo. ¿Qué tenía que ver aquello con la cuestión?

—Vale. Abriste el sobre, ¿verdad? La asistenta echó la cabeza hacia atrás, asustada.

—Claro que no.

—Eso es perjurio, Helle Andersen. Tus hijos van a echarte de menos una temporada.

Para ser una mujerona del campo, reaccionó con inusual rapidez. Las manos volaron a la boca, las piernas retrocedieron debajo del sofá y contrajo el diafragma para marcar distancias con aquel peligroso policía-animal.

—No lo abrí —negó, impetuosa—. Sólo lo puse a contraluz.

—¿Qué ponía?

Las cejas de la asistenta casi se entrecruzaban.

—Pues sólo ponía: «Buen viaje a Berlín».

—¿Sabes a qué iba a Berlín?

—Era un viaje de ocio con Uffe. Solían hacerlo de vez en cuando.

—Entonces, ¿por qué era tan importante desearle un buen viaje?

—No lo sé.

—¿Quién podía saber algo acerca del viaje, Helle? Por lo que he oído, Merete llevaba una vida muy enclaustrada con Uffe.

La mujer se encogió de hombros.

—Tal vez alguien del Parlamento, no lo sé.

—Para algo así, ¿no usan el correo electrónico?

—Pues no lo sé.

Estaba claro que la asistenta se sentía presionada. Tal vez mintiera; tal vez Fuera Fácil de presionar, sin más.

—Puede que Fuera alguien del ayuntamiento —aventuró la mujer. Y la pista se cerró.

—Ponía «Buen viaje a Berlín». ¿Y qué más?

—Nada más. Sólo eso, de verdad.

—¿Ninguna firma?

—No. Solamente eso. —Y el mensajero, ¿qué aspecto tenía?

La mujer medio ocultó el rostro tras sus manos.

—Sólo recuerdo su abrigo elegante —declaró en voz baja.

—¿No viste nada más? No puede ser.

—Bueno, sí. Era más alto que yo, aunque estaba un peldaño más abajo. Y llevaba puesta una bufanda, una bufanda verde. No le cubría toda la barbilla, pero sí la mayor parte de la boca. También llovía, sería por eso. Estaba algo acatarrado, o al menos eso parecía.

—¿Estornudó?

—No, pero parecía acatarrado. Tenía la voz algo gangosa.

—¿Ojos? ¿Azules o castaños?

—Creo que azules. Creo. Puede que fueran grises. Los reconocería si los viera.

—¿Cuántos años tenía?

—Más o menos como yo.

Como si aquella información sirviera para algo.

—¿Y cuántos años tienes?

Ella lo miró algo indignada.

—Voy a cumplir treinta y cinco —respondió, mirando al suelo.

—¿Y en qué coche llegó?

—Que yo sepa, en ninguno. Al menos no había ninguno en el aparcamiento.

—No pudo venir andando hasta aquí.

—No, también yo lo pensé.

—Pero ¿no lo comprobó?

—No. Es que tenía que preparar la comida de Uffe. Siempre almorzaba mientras yo oía las noticias.

Hablaron de la carta durante el trayecto. Assad no sabía más. La investigación policial se había atascado al llegar a ese punto.

—Pero ¿por qué coño era tan importante entregar una información tan trivial? ¿Cuál era el mensaje? Podría entenderse si fuera de alguna amiga y la carta estuviera perfumada y metida en un pequeño sobre con flores estampadas. Pero ¿en un sobre tan anónimo y sin firmar?

—Creo que esa Helle no sabe gran cosa —continuó Assad mientras ponían rumbo a Bjsækerupvej, donde se encontraba el Departamento de Salud del municipio de Stevns.

Carl miró hacia los edificios. Habría sido conveniente tener una orden judicial en el bolsillo para aquella visita.

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