La mujer que arañaba las paredes (9 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—Sí, claro. ¿Y cómo sabes si está orientada hacia la Meca?

Assad se señaló la cabeza, como si tuviera injertado un GPS en el lóbulo temporal.

—Si eres de los que no saben muy bien dónde están, para eso está esto —aclaró, levantando una de las revistas de la estantería y dejando a la vista una brújula.

—Entiendo —convino Carl, mirando los enormes manojos de tubos metálicos que discurrían por el techo—. Esa brújula no puedes usarla aquí abajo.

Assad volvió a señalarse la cabeza.

—O sea que te guías por tu instinto. No hace falta ser tan exacto, ¿verdad?

—Alá es grande. Tiene unos hombros así.

Carl adelantó el labio inferior. Por supuesto que Alá era ancho de hombros. ¿En qué estaría pensando?

Cuatro pares de ojeras se volvieron hacia Carl en el despacho del jefe de grupo Bak. No cabía la menor duda de que el grupo estaba trabajando duro. De la pared colgaba un mapa grande del parque de Valby donde aparecían los elementos más importantes del caso en cuestión: escenario del crimen, lugar donde se descubrió el arma del crimen, que era una vieja navaja de afeitar, el lugar donde la testigo vio al asesinado y al supuesto asesino juntos, y finalmente el camino recorrido por la testigo a través del parque. Todo estaba medido al milímetro y analizado una y otra vez, y nada encajaba.

—Nuestra charla tendrá que esperar, Carl —dijo Bak, tirando de la manga de la vieja chaqueta de cuero que había heredado del antiguo jefe de Homicidios. Aquella chaqueta era su tesoro, la prueba de que era alguien fantástico, y raras veces se separaba de ella. El aire caliente que proyectaban los radiadores debía de estar a cuarenta grados por lo menos, pero daba igual. Estaría pensando terminar pronto.

Carl contempló las fotos clavadas en el tablón de anuncios tras ellos, y no fue un espectáculo alentador. Aparentemente el cuerpo lo habían desfigurado después de morir. Tenía profundas cuchilladas en el pecho y le habían arrancado media oreja. Habían dibujado en su camisa blanca una cruz con la sangre de la víctima. Carl suponía que la media oreja habría sido el pincel. La hierba escarchada alrededor de la bicicleta estaba hollada y habían pisoteado la bicicleta, los radios de la rueda delantera estaban totalmente aplastados. Su mochila estaba abierta y los libros de la Escuela de Comercio desparramados sobre la hierba.

—¿Dices que nuestra charla tendrá que esperar? Vale. Pero ¿puedes olvidar por un momento tu muerte cerebral y contarme qué dice tu testigo estrella de la persona a quien vio hablando con la víctima justo antes del asesinato? —preguntó.

Los cuatro hombres lo miraron como si hubiera profanado un silencio sepulcral.

Bak le dirigió una mirada inexpresiva.

—No es tu caso, Carl. Hablaremos después. Lo creas o no, aquí arriba tenemos trabajo.

Carl asintió en silencio.

—Claro, se nota a kilómetros en vuestras caras regordetas. Por supuesto que tenéis trabajo. Y naturalmente también habéis enviado a alguien a registrar la casa de la testigo después de que la ingresaran, me imagino.

Se miraron unos a otros. Irritados, pero también asombrados.

O sea que no habían enviado a nadie. Muy bien.

Marcus Jacobsen se había sentado en su despacho justo antes de que llegara Carl. Tenía buen aspecto, como siempre. La raya del pelo estaba trazada con tiralíneas, su mirada estaba alerta y presente.

—Marcus, ¿habéis registrado la casa de la testigo después del intento de suicidio? —preguntó Carl, señalando el expediente que había sobre la mesa del jefe de Homicidios.

—¿A qué te refieres?

—No habéis encontrado la media oreja de la víctima, ¿verdad?

—No, aún no. Y sugieres que podría estar en casa de la testigo.

—Yo que vosotros la buscaría allí jefe.

—Si se la han enviado, estoy seguro de que se habrá deshecho de ella.

—Pues mirad en el cubo de la basura del patio. Y mirad bien en el retrete.

—Habrá tirado de la cadena, Carl.

—¿No conoces esa historia del cagarro que tenía la costumbre de salir a flote por muchas veces que tirases de la cadena?

—Tranquilo, Carl. Cada cosa a su tiempo.

—El orgullo del departamento, el señor Bak, alumno-modelo, no quiere hablar conmigo.

—Pues tendrás que esperar, Carl. Tus casos no van a esfumarse como por encanto.

—Te lo digo para que lo sepas. Es que también frena mi trabajo.

—Mientras tanto, te sugiero que estudies alguno de los otros casos —propuso Marcus, cogiendo el bolígrafo y tamborileando unos compases sobre el borde de la mesa—. ¿Y qué hay de ese fenómeno de ayudante? No lo estarás involucrando en la investigación, ¿verdad?

—Bueno, verás, en el enorme departamento que dirijo tampoco tiene opción de llegar a entender mucho de lo que sucede.

El jefe de Homicidios lanzó el bolígrafo contra uno de los montones.

—Carl, tienes que guardar el secreto profesional, y ese tipo no es policía. No lo olvides.

Carl asintió con la cabeza. Ya decidiría él qué decir y dónde.

—Por cierto, ¿dónde habéis encontrado a Assad? ¿En la oficina de empleo?

—Ni idea, pregúntale a Lars Bjørn. O pregúntaselo a él mismo.

Carl levantó el dedo índice.

—A propósito, quiero un mapa del sótano con sus medidas y con los puntos cardinales.

Marcus Jacobsen volvió a parecer algo cansado. No muchos se atrevían a encomendarle tan extrañas misiones.

—Puedes imprimir el plano desde la intranet, Carl. ¡Es facilísimo!

—Mira —dijo Carl, señalando el plano que tenía delante Assad—. Esta es la pared de ahí, y ahí está tu alfombra para orar. Y aquí está la flecha que señala el norte. Ahora podrás colocar exactamente tu alfombra para orar.

La mirada que le dirigió Assad estaba llena de respeto. Seguro que llegaban a formar un buen equipo.

—Hay dos que han llamado con el teléfono preguntando por ti. Les he dicho a ambos que ya los llamarías tú con mucho gusto, o sea.

—¿Sí…?

—El encargado ese de Frederikssund y una señora que hablaba como una máquina para cortar metal. Carl dio un profundo suspiro.

—Es Vigga, mi mujer —comentó. Así pues, había conseguido su nuevo número de teléfono. Se acabó la paz.

—¿Tu mujer? ¿Estás casado?

—Venga, Assad, es difícil de explicar. Espera a que nos conozcamos mejor.

Assad apretó los labios y asintió con la cabeza. Un ramalazo de compasión atravesó su rostro serio.

—Assad, ¿cómo has conseguido este trabajo?

—Conozco a Lars Bjørn.

—¿Lo conoces?

Assad sonrió.

—Bueno, ya sabes. Me he presentado todos los días en su despacho durante un mes pidiendo trabajo.

—¿Has estado incordiando a Lars Bjørn para conseguir un trabajo?

—Sí, es que me encanta la policía.

No llamó a Vigga hasta estar en la sala de su casa y haber olisqueado el guiso que, mientras tarareaba apasionadas arias, Morten había preparado con lo que una vez fue un auténtico jamón de Parma comprado por Internet.

Vigga no era mala persona, siempre que supieras dosificarla. A lo largo de los años había sido difícil, pero ahora que ella lo había dejado, había que respetar ciertas reglas del juego.

—Joder, Vigga —protestó—. No me gusta que me llames al trabajo. Ya sabes que tenemos un cúrrelo del copón.

—Carl, cariño. ¿No te ha dicho Morten que me estoy helando de frío?

—¡Normal! No es más que una cabaña, Vigga. Está remendada con materiales de desecho. Viejas tablas y cajas que nadie quería ya en 1945. No tienes más que mudarte.

—No pienso volver a vivir contigo, Carl.

Carl inspiró profundamente.

—Ni se te ocurra. Iba a ser difícil meteros a ti y a tu banda de barbilampiños en la sauna del sótano. Ostras, existen más casas y pisos con calefacción.

—He encontrado una solución magnífica.

Fuera lo que fuese, sonaba a caro.

—Una solución magnífica es el divorcio, Vigga.

Algún día tendría que llegar. Entonces ella exigiría la mitad del valor de la casa, que por desgracia había aumentado bastante a cuenta de las subidas desquiciadas que, pese a las fluctuaciones, había impuesto el mercado inmobiliario. Tenía que haber pedido el divorcio cuando las casas valían la mitad, así de sencillo. Pero ahora era demasiado tarde y no tenía ni puta gana de mudarse.

Dirigió la mirada hacia el techo debajo de la habitación de Jesper, que trepidaba. Aunque tuviera que hipotecar la casa para pagar el divorcio, tampoco iba a costarme más de lo que me cuesta ahora, pensó, y se imaginó que en ese caso ella tendría que asumir la responsabilidad de su hijo. No había en el barrio una factura de electricidad más abultada que la suya, fijo. Jesper era el cliente número uno de la compañía eléctrica.

—¿Divorcio? No, no voy a divorciarme, Carl. Eso ya lo he probado, y no funcionó, ya lo sabes.

Carl sacudió la cabeza. ¿Cómo coño llamar, si no, a la situación en la que llevaban un par de años?

—Quiero tener una galería, Carl. Mi propia galería.

Vaya, por fin lo soltó. Se imaginaba sus cuadros de varios metros de altura, aquellos emborronados demenciales de colores rosa y bronce dorado. ¿Una galería? Buena idea si quería disponer de más espacio en la cabaña.

—¿Una galería, dices? Y me imagino que tendrá que tener una estufa enorme, claro. Así puedes pasar todo el día allí al calorcillo de los millones que van entrando —dijo. No estaba mal como negocio.

—Desde luego, sigues igual de sarcástico —replicó Vigga, riendo. Era la risa que siempre lo desarmaba. Aquella puñetera risa tan atractiva—. ¡Pero es fantástico, Carl! Hay grandes posibilidades si tienes tu propia galería. ¿Te lo imaginas? A lo mejor Jesper va a tener una madre famosa. Sería divertido, ¿no?

En tu caso, Vigga, tristemente famosa, pensó.

—Y claro, ya habrás encontrado un local, ¿verdad? —fue lo que comentó.

—Carl, es precioso. Y Hugin ya ha hablado con el dueño.

—¿Hugin?

—Sí, Hugin. Es un pintor de mucho talento.

—Me imagino que más entre las sábanas que entre lienzos.

—¡Oh, Carl…! —rió otra vez—. Eso no ha estado bien.

14

2002

Merete estaba esperando en la cubierta del restaurante. Le había dicho a Uffe que se diera prisa justo antes de que la puerta del servicio de caballeros se cerrase con estruendo tras él. Al otro lado, en la cafetería, sólo quedaban los camareros, y todos los pasajeros habían bajado a la cubierta de coches. Uffe ya puede darse prisa, menos mal que el Audi está al final de la fila, pensó.

Y Fue lo último que llegó a pensar en su antigua vida.

El ataque vino por detrás, y la cogió tan desprevenida que no llegó a gritar. Pero sí que llegó a ver con claridad el trapo y la mano apretando con Fuerza contra su boca y su nariz, y luego algo más vagamente distinguió que alguien golpeaba el interruptor negro que abría la puerta de las escaleras que conducían a la cubierta de coches. Al final sólo oyó unos sonidos lejanos y vio que las paredes metálicas de las escaleras daban vueltas, y después todo se volvió oscuro.

El suelo de cemento sobre el que despertó estaba frío, helado. Levantó la cabeza y notó profundas palpitaciones en la cabeza. Sentía las piernas pesadas, y apenas podía despegar los hombros del suelo. Se incorporó hasta quedarse sentada y trató de orientarse en la densa oscuridad. Después pensó en gritar, pero no se atrevió, y en vez de ello respiró profundamente sin hacer ruido. Luego extendió las manos con cuidado ante sí para notar si había algo cerca. Pero no había nada. Estuvo un buen rato sentada hasta que se atrevió a ponerse en pie, lentamente y alerta. En cuanto oyera el menor ruido iba a golpear en aquella dirección. Golpearía con todas sus fuerzas. Puñetazos y patadas. Intuía que estaba sola, pero tal vez se equivocara.

Pasado un rato sintió que se le despejaba la cabeza, y después llegó el miedo, colándose con sigilo, como una infección. Su piel se calentó, su corazón latió con más fuerza y rapidez. Su mirada muerta vagó por la negrura. Se veían y leían tantas cosas terribles…

Sobre mujeres que desaparecían.

Después dio un paso a tientas con las manos extendidas ante ella. Podía haber un agujero en el suelo, un abismo dispuesto a destrozarla. Podía haber objetos afilados y cristal. Pero el pie encontró el suelo, y seguía sin haber nada delante. Después se detuvo en seco y se quedó quieta.

Uffe, pensó, y su mandíbula inferior se estremeció. Estaba a bordo cuando ha ocurrido.

Pasaron quizá un par de horas hasta que trazó mentalmente un plano de la estancia. Debía de ser rectangular. Unos siete u ocho metros de largo y por lo menos cinco de ancho. Palpó las paredes frías, y en una de ellas, a la altura de la cabeza, encontró dos cristales que parecían dos enormes ojos de buey. Los golpeó fuerte con su zapato, apartándose al golpear. Pero el cristal no cedió. Después percibió los bordes de algo que podría parecer una especie de puerta arqueada empotrada en la pared, pero después de todo quizá no lo fuera, pues no tenía ninguna manilla. Después se deslizó pared abajo esperando encontrar un pomo o tal vez un interruptor de la luz en alguna parte. Pero la pared estaba lisa y fría.

Después rastreó la estancia sistemáticamente. Desde la pared del fondo caminó en línea recta hasta el otro extremo, giró, dio un paso lateral y volvió en línea recta, tras lo cual repitió el ejercicio. Cuando terminó, comprobó que aparentemente sólo ella y el aire seco ocupaban la estancia.

Tendré que esperar junto a eso que parece una puerta, pensó. Se sentaría a los pies para que no pudieran verla por las ventanillas. Cuando entrara alguien, lo agarraría por las piernas y tiraría con energía. Intentaría patear su cabeza una y otra vez, con fuerza.

Sus músculos se tensaron y su piel se humedeció. Puede que sólo tuviera una oportunidad.

Después de estar sentada allí tanto tiempo que el cuerpo se le entumeció y los sentidos se le abotargaron, se levantó y avanzó hasta la esquina opuesta para ponerse en cuclillas y orinar. Tenía que recordar que era aquel rincón el que había empleado. Un rincón de retrete. Otro en el que esperaba junto a la puerta. Y un rincón para dormir. El olor a orina se hizo más intenso en la jaula estéril, claro que tampoco había bebido nada desde que estuvo en la cafetería del transbordador, y de eso podía hacer muchas horas. Naturalmente, podría ser que sólo hubiera perdido el conocimiento un par de horas, pero también podían haber sido veinticuatro horas o más. No tenía ni idea. Lo único que sabía era que no tenía hambre, sólo sed.

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