La mujer que arañaba las paredes (5 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—El señor subcomisario Kurt Hansen, supongo —dijo cuando oyó la voz al otro lado de la línea.

Se oyó una risa suave y profunda.

—Vaya, cuánto tiempo sin saber de ti, Carl. Me alegro de oír tu voz. Dicen que te dieron un balazo.

—No fue para tanto. Ya estoy bien, Kurt.

—Peor les fue a tus dos compañeros. ¿Cómo va la investigación?

—Están en ello.

—Me alegro, de verdad. Estamos trabajando en una proposición de ley para aumentar en un cincuenta por ciento las penas por atentado contra la autoridad. Espero que funcione. Tenemos que ayudaros en las barricadas.

—Muy bien, Kurt. También habéis aprobado una partida especial para la Brigada de Homicidios de Copenhague, por lo que he oído.

—No, no me suena.

—Bueno, puede que no sea para la Brigada de Homicidios, sino para alguna otra cosa en Jefatura, no es ningún secreto, ¿verdad?

—¿Tenemos acaso secretos en cuestiones presupuestarias? —preguntó Kurt con una risa tan franca como sólo puede emitir alguien con una jubilación generosa.

—Entonces ¿a qué habéis destinado la partida, si puede saberse? ¿Es algo de la Policía Nacional?

—Sí, la sección pertenece en realidad al ámbito del Centro de Investigación Nacional, pero para que no sea la misma gente la que vuelve a investigar los casos, se ha decidido que haya un departamento independiente administrado por la Brigada de Homicidios. Se ocupará de casos de especial importancia, pero eso ya lo sabrás.

—¿Te refieres al Departamento Q?

—¿Lo llamáis así? Vaya, es un nombre estupendo.

—¿A cuánto asciende la partida?

—No sabría darte una cifra exacta, pero andará entre seis y ocho millones anuales durante los próximos diez años.

Carl observó el cuarto del sótano, pintado de verde claro. Bueno, ahora ya entendía por qué Marcus Jacobsen y Bjørn insistían tanto en deportarlo a tierra de nadie. Entre seis y ocho millones, le había dicho. Directamente al bolsillo de la Brigada de Homicidios.

Aquello iba a salirles caro, por sus huevos.

El jefe de Homicidios volvió a mirarlo antes de quitarse las gafas de leer. Esa era la expresión que solía tener cuando contemplaba un escenario del crimen donde las huellas no estaban claras.

—¿Que quieres un coche de uso exclusivo? ¿Tengo que recordarte acaso que nadie tiene un coche para uso personal en la policía de Copenhague? Cuando tengas que usar uno tendrás que ir al despacho de vehículos. Como los demás, Carl, es lo que hay.

—Yo no trabajo en la policía de Copenhague. Simplemente me administráis.

—Carl, sabes perfectamente que la gente va a quejarse por ese trato preferente, ¿verdad? Y dices que seis hombres para tu departamento. Oye, ¿te has vuelto loco?

—Sólo trato de estructurar el Departamento Q para que funcione como está previsto, ¿no es lo que tengo que hacer? Como tú comprenderás, tener a toda Dinamarca bajo mi responsabilidad es mucho territorio. O sea, ¿que no vas a darme seis hombres?

—Claro que no.

—¿Cuatro? ¿Tres?

El jefe de Homicidios sacudió la cabeza.

—O sea que tengo que hacerlo yo todo.

El otro asintió en silencio.

—Entonces ya ves que no puedo prescindir de un coche con disponibilidad total. ¿Qué hago si tengo que ir a Álborg o Naestved? Y soy un hombre ocupado. Ni siquiera sé cuántos casos van a terminar en mi mesa, ¿no?

Se sentó frente a su jefe y se sirvió café en la taza que había dejado el subinspector.

—Pero de todas formas voy a necesitar algún asistente allí abajo. Uno que tenga carné y pueda ayudarme con mis cosas. Enviar faxes y cosas así. Hacer la limpieza. Tengo demasiado trabajo, Marcus. También queremos resultados, ¿no? El Parlamento querrá algo a cambio de su dinero, ¿no? ¿Cuánto era? ¿Ocho millones? Eso es mucho dinero.

7

2002

No había calendario lo bastante grande para la vicepresidenta del grupo parlamentario de los Demócratas. Entre las siete de la mañana y las cinco de la tarde, Merete Lynggaard tenía catorce reuniones con representantes de diversas organizaciones. Le presentarían por lo menos cuarenta caras nuevas en su calidad de portavoz de Sanidad, y la mayoría de ellos esperarían que conociera su historia y actividades, sus expectativas de futuro y los respaldos científicos con que contaban. Si hubiera contado aún con Marianne como apoyo, habría tenido alguna probabilidad, pero la nueva secretaria, Søs Norup, no era tan lista. Eso sí, era discreta. Durante el mes que llevaba en el despacho de Merete no había hecho ni una sola mención de carácter personal. Era un robot nato, aunque tenía problemas con la memoria RAM.

La organización reunida con Merete había estado de ronda. Primero con los partidos del Gobierno, y después llegó el turno del principal partido de la oposición, es decir, de Merete Lynggaard. Parecían bastante desesperados, y con razón, porque poca gente del gabinete se preocupaba por nada aparte del escándalo de Farum y los ataques del alcalde a varios ministros.

La delegación hizo lo posible para informarla debidamente de los posibles efectos negativos para la salud de las nanopartículas, el control magnético del transporte de partículas por el cuerpo, la defensa inmunitaria, las moléculas de reconocimiento y las investigaciones con placenta. Esto último era su tema estrella.

—Somos plenamente conscientes de las cuestiones éticas que pueden surgir —afirmó el portavoz—. Por eso sabemos también que los partidos del Gobierno representan a sectores de la población que se opondrán a una recogida generalizada de placentas, pero aun así debemos lograr que se aborde la cuestión.

El portavoz era un hombre elegante en la cuarentena que llevaba mucho tiempo ganando millones en el sector. Era fundador del famoso laboratorio médico BasicGen, que sobre todo ofrecía investigación básica a otras empresas farmacéuticas más grandes. Cada vez que se le ocurría una nueva idea se plantaba en los despachos de los portavoces de Sanidad de los diversos partidos. A los demás integrantes del grupo no los conocía, pero observó que detrás del portavoz había un joven mirándola fijamente. Ofrecía al portavoz del grupo unos pocos datos, tal vez estuviera allí sólo para observar.

—Este es Daniel Hale, nuestro mejor colaborador en cuestiones de laboratorio. El apellido suena a inglés, pero Daniel es danés de pura cepa —dijo después el portavoz al presentarlo cuando ella los fue saludando uno a uno.

Merete estrechó su mano y sintió enseguida lo caliente que estaba.

—Daniel Hale, ¿verdad? —le preguntó.

Él sonrió. Por un instante la mirada de ella vaciló. Qué embarazoso.

Merete miró a su secretaria, uno de los puntos de apoyo neutrales del despacho. Si hubiera sido Marianne, habría escondido su sonrisa irónica tras los papeles que siempre llevaba en la mano. Esta secretaria no sonreía.

—¿Trabajas en un laboratorio? —quiso saber Merete.

En ese momento los interrumpió el portavoz. Tenía que apurar sus preciosos segundos. La siguiente organización esperaba ya a la puerta del despacho de Merete Lynggaard. Nadie sabía cuándo se presentaría la próxima oportunidad. Se trataba de dinero y tiempo costosamente invertido.

—Daniel tiene un pequeño laboratorio que es el mejor de Escandinavia. Bueno, ya no es tan pequeño después de la ampliación —contestó, vuelto hacia el joven, que sacudió la cabeza con una sonrisa. Una sonrisa atractiva. Después el delegado continuó—. Quisiéramos entregar este informe. Puede que la portavoz de Sanidad lo lea con detenimiento a su debido tiempo. Es sumamente importante para las futuras generaciones que esta problemática se tome muy en serio desde ya.

Merete no había contado con ver a Daniel Hale en el bar del Parlamento, y con que aparentemente la estuviera esperando. Los demás días de la semana solía comer en su despacho, pero llevaba un año sentándose a almorzar todos los viernes con las portavoces de Sanidad de los Socialistas y Radicales de Centro. Eran tres mujeres valientes capaces de sacar de quicio a la gente del Partido Danés. El mero hecho de que tomaran café juntas en público era para muchos una espina clavada.

Estaba solo, medio escondido tras una columna, sentado en una silla de Kasper Salto y con un café delante. Sus miradas se cruzaron en cuanto ella entró por la puerta de cristal, y Merete no pensó en otra cosa mientras estuvo allí.

Cuando las mujeres se levantaron después de la tertulia, él se acercó.

Merete percibió cuchicheos mientras se sentía atrapada por la mirada del joven.

8

2007

Carl estaba bastante satisfecho. Los obreros habían trabajado duro toda la mañana en el cuarto del sótano. El se quedó en el pasillo haciendo café sobre una mesa con ruedas, mientras se sucedían los cigarrillos que salían de su paquete. El suelo del llamado despacho del Departamento Q estaba cubierto por una alfombra, los cubos de pintura y todo lo demás había desaparecido en unos enormes sacos de plástico, la puerta estaba en su sitio, habían instalado una pantalla plana de televisión, una pizarra blanca y un tablón de anuncios, y la estantería estaba ocupada por su viejo material de consulta legal, que algunos habían creído que podrían llevarse. En el bolsillo del pantalón tenía la llave de un Peugeot 607 azul marino que acababa de ser reemplazado por el Servicio de Información de la Policía, que no quería que los coches de los guardaespaldas que acompañaban a los vehículos de la Casa Real tuvieran la pintura rayada. Sólo había rodado cuarenta y cinco mil kilómetros y pertenecía exclusivamente al Departamento Q. Iba a ser sin duda el orgullo del aparcamiento de Magnolievangen. A sólo veinte metros de la ventana de su dormitorio.

Le habían prometido conseguirle un ayudante dentro de un par de días, y Carl hizo que vaciaran el cuartito que había frente al suyo en el pasillo del sótano. Un cuarto que se había utilizado para almacenar las viseras y los cascos desechados después de la batalla de la Casa de la Juventud, pero que ahora contaba con mesa, silla y armario para las escobas, así como con todos los tubos fluorescentes que Carl había hecho sacar de su despacho. Marcus Jacobsen cumplió la palabra dada a Carl y puso a su disposición a un asistente de limpieza y hombre para todo, pero a cambio exigió que se ocupara de la limpieza del resto de la sección de calderas. Más adelante Carl tendría ocasión de cambiar eso, y seguramente también Marcus Jacobsen contaba con ello. Todo aquello no era más que un juego para decidir y organizar qué había que hacer, y sobre todo cuándo. Al fin y al cabo era él quien estaba en la oscuridad del sótano, los demás estaban arriba, con vistas al Tívoli. Toma y daca, así se lograba el equilibrio.

Aquel día a la una de la tarde llegaron finalmente dos secretarias de la Administración con los expedientes. Dijeron que eran los documentos principales, y que si le hacía falta material más detallado tendría que solicitarlo por su mediación. Así que al menos tenía alguien con quien mantener el diálogo con su antiguo departamento. Al menos con una de ellas, Lis, una mujer rubia y cariñosa con atractivas paletas ligeramente cruzadas, intercambiaría con sumo gusto mucho más que ideas.

Les pidió que dejaran un montón a cada lado del escritorio.

—¿Veo en tu mirada un guiño coqueto casual, o siempre estás tan guapísima? —piropeó a la rubia.

La morena dirigió a su compañera una mirada capaz de hacer sentirse tonto al mismísimo Einstein. Probablemente hacía mucho tiempo que no oía un comentario así.

—Carl, amigo mío —replicó como siempre Lis, la rubia—. Mis guiños son para mi marido y mis hijos. ¿Cuándo vas a enterarte?

—Me enteraré el día en que se vaya la luz y las tinieblas eternas nos absorban a mí y a todo el mundo —respondió él. No se había quedado corto.

La morena ya había hecho una seña con la cabeza a su compañera y expresó entre dientes su indignación antes de volverse hacia la escalera.

Estuvo un par de horas sin mirar los casos. Pero se puso a contar las carpetas, que también era trabajo, a fin de cuentas. Había por lo menos cuarenta, pero no abrió ninguna. Queda tiempo suficiente, por lo menos veinte años hasta la jubilación, pensó, mientras jugaba unos solitarios. Cuando ganara el siguiente vería si echaba una ojeada al montón de la derecha.

Después de hacer por lo menos veinte solitarios sonó el móvil. Carl miró la pantalla y no reconoció el número. 3545 y algo más. Era un número de Copenhague.

—¿Sí…? —respondió, esperando oír la voz exaltada de Vigga. Siempre encontraba alguna alma caritativa que le prestaba el teléfono. «¡Cómprate un móvil, mamá!», le decía siempre Jesper. «Es una putada tener que llamar a tu vecino para hablar contigo».

—Buenos días —saludó una voz que no era la de Vigga en absoluto—. Le habla Birte Martinsen, soy la psicóloga de la Clínica para Lesiones de Médula. Esta mañana Hardy Henningsen ha intentado beber el vaso de agua que le había dado una enfermera con un tubo que llevaba directo a los pulmones. Está bien, pero muy deprimido, y ha preguntado por usted. ¿Podría acercarse un rato? Creo que le haría bien a Hardy.

Le permitieron estar a solas con Hardy, aunque era evidente que la psicóloga se habría quedado con gusto a escuchar.

—¿Te has cansado de todo, viejo? —le preguntó, tomando la mano de Hardy. Había algo de vida en ella. Ya lo había notado antes. Los extremos de sus dedos índice y anular se doblaron como queriendo tirar de Carl.

—¿Sí, Hardy…? —dijo, bajando la cabeza hasta la de su compañero.

—Mátame, Carl —susurró.

Carl levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos. Aquel gigante tenía los ojos más azules del mundo, y ahora estaban llenos de pena, duda y profunda súplica.

—Hostias, Hardy —murmuró—. No puedo. Vas a ponerte bien. Volverás a estar como antes. Tienes un chaval que quiere que su padre vuelva a casa, ¿no es así, Hardy?

—Tiene veinte años, ya se las arreglará —replicó Hardy.

No había cambiado. Tenía la mente clara. Lo decía en serio.

—No puedo hacerlo, Hardy, tienes que aguantar. Te pondrás bien.

—Estoy paralítico y seguiré estándolo. Me han comunicado la sentencia hoy. No hay posibilidad de cura, maldita sea.

—Me imagino que Hardy Henningsen le ha pedido que lo ayudara a quitarse la vida —comenzó la psicóloga, invitándolo a la confidencia. Su mirada profesional no exigía respuesta. Estaba segura de ello, lo había vivido antes.

—¡No! No me lo ha pedido.

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