La mujer que arañaba las paredes (33 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La calma no se adueñó de él hasta que bebió la mayor parte de ambas, y las horas interminables del fin de semana transcurrieron en un sueño profundísimo. En los dos días sólo se levantó tres veces, y tres veces arrambló con el contenido del frigorífico. De todas formas Jesper no estaba en casa y Morten estaba en Nasstved visitando a sus padres, de modo que ¿quién iba a preocuparse por las fechas de caducidad y la inadecuada composición del menú?

Cuando llegó el lunes le tocó a Jesper zarandear a Carl para despertarlo.

—¡Pero levántate, Carl! ¿Qué ocurre? Necesito guita para comprar comida. No queda nada en el frigorífico.

Carl miró a su hijo postizo con ojos que se negaban a comprender, y menos a aceptar, la luz del sol.

—¿Qué hora es? —murmuró; por un instante no supo qué día era.

—Venga, Carl. Voy a llegar tardísimo, joder. Carl miró el despertador que Vigga se dignó dejar en la casa. A ella le daba igual cuánto duraban las noches.

Abrió del todo los ojos, de pronto completamente despierto. Eran las diez y diez. Dentro de menos de cincuenta minutos tenía que estar sentado en su silla, soportando la cualificada mirada profesional de Mona Ibsen.

—Ultimamente te cuesta levantarte, ¿verdad? —observó la psicóloga, mirando de manera fugaz el reloj de pulsera. Después continuó, como si hubiera tenido acceso a una correspondencia con su almohada—. Veo que sigues durmiendo mal.

Carl sintió rabia. Tal vez habría mejorado las cosas si hubiera tenido tiempo de ducharse antes de salir pitando de casa. Espero no apestar, pensó, acercando la cabeza hacia las axilas.

Ella estaba tranquila y lo miraba con las manos sobre el regazo y las piernas cruzadas envueltas en sus pantalones negros de terciopelo. Llevaba el pelo cortado a capas y más corto que la última vez, las cejas negras como el carbón. Todo sumamente intimidador.

Carl contó la historia de su colapso junto a los sembrados rociados de purines, esperando tal vez un poquito de simpatía.

—¿Te parece que abandonaste a tus compañeros en el incidente del tiroteo? —le preguntó la psicóloga, yendo directamente al grano.

Carl tragó saliva un par de veces, se puso a divagar sobre una pistola que podría haber sacado más rápido y unos instintos tal vez embotados por años de trato con delincuentes.

—Estoy convencida de que crees que abandonaste a tus compañeros. Si es así, eso te hará sufrir, a menos que reconozcas que las cosas no podían haber ocurrido de otro modo.

—Las cosas siempre podían haber ocurrido de otro modo —repuso él.

La psicóloga no le hizo caso.

—Has de saber que también estoy tratando a Hardy Henningsen. Por eso veo la cuestión desde dos ángulos y debería haberme declarado inhábil. Pero como no hay ningún reglamento que lo exija, voy a preguntarte si, sabiendo eso, sigues queriendo hablar conmigo. Has de saber que no puedo entrar en las cosas que me ha contado Hardy Henningsen, igual que también tú, por supuesto, estás protegido por mi secreto profesional.

—Me parece bien —repuso Carl, pero no era verdad. Si las mejillas de Mona Ibsen no hubieran estado cubiertas de suave pelusa y sus labios no gritaran por que los besasen, se habría levantado y la habría mandado a tomar por culo—. Pero hablaré con Hardy. Entre él y yo no puede haber secretos, no puede ser.

Ella asintió con la cabeza y enderezó la espalda.

—¿Te has encontrado alguna otra vez en situaciones que te parecía que no podías controlar?

—Sí —asintió Carl.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo —respondió, dirigiéndole una mirada penetrante.

Ella no le hizo caso. Una tía fría.

—¿Qué darías por que Anker y Hardy pudieran estar aquí? —preguntó, y siguió enseguida con otras cuatro preguntas que crearon en él una extraña sensación de pesar. Tras cada pregunta, la mujer lo miraba a los ojos y anotaba en un cuaderno sus respuestas. Carl lo percibía como si ella quisiera empujarlo al límite. Como si tuviera que derrumbarse para que ella pudiera echarle una mano.

La psicóloga se dio cuenta del moquillo de la nariz de Carl antes que él mismo. Después alzó la vista y reparó en la humedad que se estaba acumulando en sus ojos.

No parpadees joder, que vas a abrir el grifo, pensó Carl, sin comprender lo que se removía en su interior. No tenía miedo de llorar, tampoco le importaba que ella lo viera; lo que no entendía era que tuviera que ocurrir en aquel momento.

—Llora tranquilo —dijo ella con voz experimentada, igual que se anima a un bebé glotón a que eche el aire.

Cuando veinte minutos más tarde terminaron la sesión Carl estaba harto de contar sus cosas. Mona Ibsen, al contrario, estaba satisfecha cuando le tendió la mano y le dio hora para otro día. Volvió a asegurarle que el resultado del incidente había sido fortuito y que volvería a sentirse bien tras un par de sesiones.

Carl asintió en silencio y de alguna manera se sintió mejor. Tal vez porque el perfume de ella eclipsaba el suyo y porque la mano que estrechó era tan ligera, suave y cálida.

—Llámame si se te ocurre algo, Carl. Da igual que sea una tontería. Podría ser importante para nuestra futura colaboración, nunca se sabe.

—Pues ya tengo una pregunta —repuso Carl, tratando de mostrarle sus manos nervudas y, por lo que decían, atractivas. Las mujeres las habían elogiado mucho a lo largo de los años.

La psicóloga se dio cuenta de su pose y sonrió por primera vez. Tras los suaves labios apareció una dentadura más blanca que la de Lis, la de Homicidios. Un espectáculo poco habitual en una época en la que el vino tinto y las bebidas a base de cafeína hacían que los dientes de la mayoría parecieran de cristal ahumado.

—¿Sí…?

Carl se armó de valor. Era ahora o nunca.

—¿Tienes pareja?

Hasta él se quedó horrorizado por lo torpe que sonó, pero ya era demasiado tarde.

—Bueno, perdona —se disculpó, sacudiendo la cabeza. Le costaba seguir después de aquello—. Sólo quería preguntarte si aceptarías una invitación a cenar algún día.

La sonrisa de la psicóloga se congeló. Los dientes blancos y la suave piel de la cara se esfumaron.

—Creo que tienes que recuperarte antes de emprender ese tipo de ofensivas, Carl. Y tienes que elegir a tus víctimas con más cuidado.

Carl sintió que el cabreo se extendía por todas sus glándulas mientras la mujer le daba la espalda y abría la puerta del pasillo. Mierda.

—Si no crees que entras dentro de la categoría «elegida con más cuidado» —gruñó a sus espaldas— no debes de saber lo fantástica que te encuentra el sexo opuesto.

La mujer se dio la vuelta, extendió una mano hacia él y señaló uno de los dedos: llevaba alianza.

—Sí, hombre, ya lo sé —confesó ella, y se retiró del campo de batalla caminando hacia atrás.

Carl, que se consideraba uno de los mejores policías que había engendrado el reino de Dinamarca, se quedó con los hombros encorvados y se preguntó cómo diablos había pasado por alto algo tan elemental.

Llamaron del orfanato de Godhavn para decirle que ya habían encontrado al pedagogo jubilado John Rasmussen, y que al día siguiente iba a ir a Copenhague a visitar a su hermana y había comunicado que siempre había querido visitar la Jefatura de Policía, de modo que visitaría con sumo gusto a Carl hacia las diez o diez y media, si no tenía inconveniente. Carl no podía llamarlo, porque ésa era la política de la casa, pero podía llamar a la institución en caso de que surgiera algún problema.

No volvió a la realidad hasta haber colgado el receptor. El fracaso con Mona Ibsen había desconectado sus hemisferios cerebrales, y hasta ahora no había empezado a recomponer el rompecabezas. El educador social de Godhavn, el que había estado en Gran Canaria, iba a aparecer. Quizá hubiera sido interesante asegurarse de que el hombre recordaba al chico a quien llamaban Átomos antes de que Carl se ofreciera como guía en un paseo por Jefatura. En fin.

Aspiró profundamente y trató de arrojar de su organismo a Mona Ibsen y sus ojos de gata. En el caso Lynggaard había un montón de hilos sueltos que había que unir, así que se trataba de seguir adelante antes de caer en las garras de la autocompasión.

Una de las primeras cosas que debía hacer era enseñar a la asistenta Helle Andersen las fotos que había conseguido en casa de Dennis Knudsen. Quizá pudiera engatusarla también para una visita a Jefatura guiada por un subcomisario. Cualquier cosa con tal de no volver a ir en coche hasta el riachuelo de Tryggevaelde.

La llamó por teléfono y habló con su marido, que seguía diciendo que estaba de baja con un dolor de espalda increíble, pero que por lo demás sonaba asombrosamente sano. Le dijo «¿Qué hay, Carl?», como si alguna vez hubieran estado juntos de campamento y comido de la misma cazuela.

Oírlo hablar era como estar junto a la tía que nunca se casó. Sí, hombre, claro que llamaría a Helle si hubiera estado en casa, pero es que siempre estaba con algún cliente hasta las… Vaya, acababa de oír su coche aparcando. Pues sí, se había comprado un coche nuevo, y sí que había diferencia entre cómo sonaba uno de 1,3 litros y uno de 1,6. Y era verdad lo que decía el hombre de la tele, que esos Suzuki no te defraudaban nunca. No, no podía quejarse cuando había vendido el Opel viejo a buen precio. Siguió parloteando mientras por detrás su mujer anunciaba su llegada con voz estridente.

—¡Ooleee! ¿Estás en casa? ¿Has amontonado la leña?

Ole tuvo suerte de que en la oficina de empleo no oyeran la pregunta.

Helle Andersen estuvo de lo más solícita cuando finalmente recuperó el aliento, y Carl le agradeció el buen recibimiento que había dispensado a Assad el otro día, y después le preguntó si podía recibir por correo electrónico un par de fotos que había escaneado.

—¿Ahora? —preguntó, y a renglón seguido iba a contarle por qué no era buena idea—. Es que he traído a casa un par de pizzas. A Ole le gusta comerla con ensalada, y no queda tan bien si lo verde se ha hundido hasta el fondo de la masa de queso.

La asistenta llamó al cabo de veinte minutos, y sonaba como si aún tuviera el último bocado en la boca.

—¿Has abierto el correo?

—Sí —confirmó la mujer. En aquel momento estaba viendo los tres documentos.

—Pincha en el primero. ¿Qué ves?

—Es ese Daniel Hale, del que su ayudante me enseñó una foto el otro día. No lo había visto nunca.

—Pincha en el segundo. ¿Qué me dices?

—¿Quién es?

—Es lo que le pregunto yo. Se llama Dennis Knudsen. ¿Lo has visto alguna vez? ¿Tal vez con un par de años más que en esa fotografía?

—Desde luego, no con ese casco ridículo puesto —rió la mujer—. No, no lo he visto antes, estoy casi segura. Me recuerda a mi primo Gorm. Pero Gorm es por lo menos el doble de gordo.

Debía de venirle de familia.

—¿Y la tercera fotografía? Aparece una persona hablando con Merete en el exterior de Christiansborg pocos días antes de que desapareciera. El hombre está de espaldas, pero ¿te suena de algo? La ropa, el pelo, el porte, la altura, la corpulencia, cualquier cosa.

Se produjo una pausa que anunciaba algo bueno.

—No sé, como ha dicho usted sólo se le ve la espalda. Pero puede que lo haya visto alguna vez. ¿Dónde pensaba que podría haberlo visto?

—Bueno, eso lo tienes que decir tú.

Vamos, Helle, pensó. No podía haber tantas ocasiones.

—Ya sé que está pensando en el hombre que entregó la carta. Lo vi de espaldas, pero llevaba otra ropa, o sea que no es tan fácil. Pero tiene un aire, lo que pasa es que no estoy segura.

—Entonces no digas nada, cariño —se oyó decir en segundo plano al comedor de pizzas a quien supuestamente le dolía la espalda. Fue difícil acallar un profundo suspiro.

—De acuerdo —repuso Carl—. Ahora quiero que veas esta última foto —dijo, y pinchó el icono de enviar.

—Veo una foto del chico que estaba también en la segunda foto, creo. Se llamaba Dennis Knudsen, ¿no? Aquí es un chaval, pero esa expresión divertida siempre se reconoce. Qué pómulos más graciosos. Seguro que conducía karts de chaval. Qué curioso, igual que mi primo Gorm.

Sería antes de que pesara quinientos kilos, habría querido añadir Carl.

—Mira al otro chico, al que está detrás de Dennis Knudsen. ¿Te dice algo?

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Hasta el de la espalda dolida cerró el pico. Carl dejó pasar el tiempo. No en vano se decía que la paciencia era la virtud del policía. Sólo se trataba de estar a la altura.

—De hecho, es bastante inquietante —se oyó por fin. La voz de Helle Andersen se desinfló de repente—. Es él. Estoy segurísima de que es él.

—¿Te refieres al que le entregó la carta en casa de Merete?

—Sí —asintió la mujer. Volvió a producirse una pausa, como si la asistenta tuviera que adaptar la imagen del chico al paso del tiempo—. ¿Es el que buscan? ¿Cree que tiene algo que ver con lo que le pasó a Merete? ¿Tengo razones para temerlo?

Parecía preocupada de verdad. Y puede que en algún momento hubiera habido razones para ello.

—Han pasado cinco años, así que no tienes nada que temer, Helle. Estate tranquila —dijo Carl, mientras la oía suspirar—. Dices que estás convencida de que es la misma persona que el hombre de la carta. ¿Estás completamente segura?

—Tiene que ser él. Sí, completamente. Tiene unos ojos muy característicos, ¿no le ha pasado nunca? Uf, me hacen sentir rara.

Será la pizza, pensó Carl. Le dio las gracias, colgó y apoyó la espalda en el asiento.

Miró una de las fotos de prensa en color de Merete Lynggaard que había encima del expediente. En aquel momento sintió con más fuerza que nunca que era una especie de eslabón entre la víctima y el autor del crimen. Sí, por una vez se sentía seguro. Aquel Átomos había dicho adiós a su niñez y se había entregado a actos diabólicos, como se decía antes. La maldad que lo habitaba lo había llevado hasta Merete Lynggaard, y entonces las preguntas eran sólo el por qué, el dónde y el cómo. Puede que Carl no las respondiera nunca, pero ganas no le faltaban, desde luego.

Mientras tanto, una tía como Mona Ibsen ya podía esperar sentada con su alianza.

Después envió las fotos a Bille Antvorskov. Antes de cinco minutos ya tenía la respuesta en el correo. Sí, uno de los chicos de la fotografía podría parecerse al hombre que lo había acompañado a Christiansborg. Pero no se atrevía a asegurar que fuera él.

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