La mujer que arañaba las paredes (42 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—Se llamaba… ¿Hale? Daniel Hale, ¿verdad?

—Sí, el que le vendió esto a mi marido se llamaba Hale. Pero no era Daniel Hale, que por aquel entonces no era más que un chaval. La familia trasladó Interlab al norte, y tras morir el padre volvieron a trasladarla. Pero fue aquí donde empezaron —explicó, adelantando la mano hacia el montón de chatarra. Si aquello fue el comienzo, Interlab había avanzado muchísimo.

Carl la miró con atención mientras la mujer hablaba. Todo en ella irradiaba reserva, y en aquel momento las palabras fluían de su boca. No parecía febril, muy al contrario: parecía tener un control absoluto. Todas sus terminaciones nerviosas estaban contraídas. La mujer trataba de parecer normal. Eso era lo que era tan anormal.

—¿No fue el que mataron cerca de aquí? —terció Assad.

Carl le habría dado a gusto una patada en la espinilla. Cuando volvieran al despacho tendrían que mantener una conversación acerca de la locuacidad excesiva.

Volvió la vista hacia los edificios. Contaban más que la historia de una familia en bancarrota. Dentro del gris había también tonos intermedios. Era como si los edificios le enviaran señales. La sensación de acidez aumentó cuando miró hacia ellos.

—¿Mataron a Hale? No recuerdo nada de eso —replicó, dirigiendo a Assad una mirada centelleante y volviéndose hacia la mujer—. Ya me gustaría saber cómo empezó Interlab. Sería divertido contárselo a mi hermano. Ha hablado muchas veces de montar su propia empresa. ¿Podríamos ver los otros edificios? A título personal.

Ella le sonrió. Con excesiva amabilidad. Después expresó lo contrario. No lo quería en su casa. Tenía que marcharse.

—Oh, ya me gustaría. Pero mi hijo ha cerrado todo con llave, por lo que no podemos entrar. Pero cuando hable con él, aproveche la ocasión para preguntárselo. Así podrá traer a su hermano de visita.

Assad estaba callado cuando pasaron junto a la casa de paredes arañadas en la que Daniel Hale perdió la vida.

—En esa granja pasa algo muy raro —dijo Carl—. Tenemos que volver con una orden de registro.

Pero Assad no lo escuchaba. Miraba fijamente ante sí mientras llegaban a Ishoj y empezaban a aparecer los bloques de viviendas de hormigón. No reaccionó ni cuando sonó el móvil de Carl y éste anduvo revolviendo en busca de los auriculares para responder.

—¿Sí…? —contestó Carl, esperando los incisivos comentarios de Vigga. Ya sabía por qué llamaba. Otra vez había problemas. La recepción se había trasladado a hoy. Puta recepción. Desde luego, no le apetecían nada unos puñados de patatas fritas grasientas y un vaso del vino más barato del súper, por no hablar del monstruo con el que Vigga había decidido juntarse.

—Soy yo —dijo la voz—. Helle Andersen, de Stevns.

Carl redujo la marcha del coche y elevó su nivel de atención.

—Uffe está conmigo. Estoy en casa de los anticuarios, y acaba de llegar un taxista de Klippinge con él. Ya había llevado antes a Merete y a Uffe, así que lo ha reconocido al verlo vagando por el arcén de la autopista en la salida de Lellinge. Está completamente agotado, lo tengo en la cocina bebiendo un vaso de agua tras otro. ¿Qué hago?

Carl miró el cruce. Una corriente de inquietud lo atravesó. Era tentador hacer un giro de ciento ochenta grados y sencillamente apretar el pedal hasta el fondo.

—¿Está bien? —preguntó.

Ella parecía algo preocupada, el tono era menos campechano de lo habitual.

—La verdad es que no lo sé. Es que está bastante sucio, parece que ha salido de una alcantarilla, pero lo veo raro.

—¿A qué se refiere?

—Está como meditabundo. Mira a un lado y otro de la cocina como si no la reconociera.

—No la reconocerá —repuso Carl. Se imaginaba las paredes de la cocina, ocupadas hasta el techo por las sartenes de cobre de los anticuarios. Cuencos de cristal alineados, papel pintado de tono pastel con frutas exóticas. Por supuesto que no reconocía nada.

—No, no me refiero a la decoración. No puedo explicarlo. Parece tener miedo de estar aquí, pero tampoco quiere venir conmigo en el coche.

—¿Adonde quiere llevarlo?

—A la comisaría. Que no vuelva a escaparse, demontre. Pero no quiere. Tampoco cuando el anticuario se lo ha pedido amablemente.

—¿Ha dicho algo? ¿Algún sonido, o algo así?

En aquel momento la asistenta estaba al otro lado de la linea sacudiendo la cabeza, la estaba viendo.

—No, sonidos no. Pero es como si temblara. Así se solía poner nuestro hijo mayor cuando no conseguía lo que quería. Recuerdo una vez en el supermercado…

—Helle, tiene que llamar a Egely. Uffe lleva cuatro días huido, tienen que saber que está bien.

Buscó el número en la lista de teléfonos. Sería lo mejor. Si se mezclaba él, las cosas iban a torcerse. Los periódicos iban a Frotarse sus manos manchadas de tinta.

Fueron apareciendo las casitas bajas de la carretera de Gammel Koge. Un anticuado puesto de venta de helados. Una tienda de aparatos eléctricos abandonada en la que ahora vivían un par de chicas pechugonas con las que la Brigada Antivicio había tenido bastantes problemas.

Miró a Assad y estuvo pensando en dar un silbido agudo para comprobar si estaba vivo. Se oía hablar de gente que se había muerto con los ojos abiertos en medio de una frase.

—¿Estás ahí, Assad? —preguntó sin esperar respuesta.

Se inclinó hacia él, abrió la guantera y encontró un paquete de Lucky Strike medio aplastado.

—Carl, ¿no puedes dejar de fumar? El coche apesta —llegó la voz sorprendentemente alerta de Assad.

Si un poco de humo le causaba problemas, no tenía más que irse andando a casa.

—Para aquí —continuó Assad. A lo mejor había tenido la misma idea.

Carl cerró la guantera y encontró un espacio para aparcar frente a una de las pistas que llevaban a la playa.

—Ahí pasa algo, Carl —continuó Assad, dirigiéndole una mirada sombría—. He estado pensando en lo que hemos visto. Todo aquello era muy extraño en todo.

Carl movió la cabeza lentamente arriba y abajo. A aquel tío no se le escapaba una.

—En la sala de la señora mayor había cuatro televisores.

—Vaya, yo sólo he visto uno.

—Había tres, uno al lado del otro, no muy grandes, a los pies de su cama. Estaban como tapados, pero he visto que estaban encendidos.

Debía de tener una visión medio de águila medio de búho.

—Tres televisores encendidos bajo una manta. ¿Los has visto a esa distancia? Si estaba oscuro como boca del lobo.

—Estaban ahí, junto a la cama, contra la pared. No eran grandes, casi como una especie de… —anduvo buscando la palabra— una especie de…

—¿Monitores?

Assad asintió brevemente con la cabeza.

—¿Y sabes qué, Carl? Cada vez lo veo con mayor claridad en su mente. Había tres o cuatro monitores. Se veía una luz gris o verduzca que atravesaba la manta. ¿Qué hacían allí? ¿Por qué estaban encendidos? ¿Y por qué estaban cubiertos, como para que no los viéramos?

Carl miró a la carretera, donde los camiones se abrían camino hacia la ciudad. Efectivamente, ¿por qué?

—Y otra cosa, o sea, Carl.

Ahora era Carl el que no quería oír. Tamborileaba en el volante con los pulgares. Si iban hasta Jefatura y seguían el proceso reglamentario, pasarían por lo menos dos horas hasta poder volver allí.

Entonces volvió a sonar el móvil. Si era Vigga, iba a colgar. ¿Cómo podía pensar aquella mujer que podía disponer de él día y noche?

Pero era Lis.

—Marcus Jacobsen quiere verte en su despacho. ¿Dónde estás?

—Pues que espere, voy a hacer un registro. ¿Es por el artículo del periódico?

—No lo sé con seguridad, pero podría ser. Ya sabes cómo es. Se calla como un muerto cuando alguien escribe algo malo de nosotros.

—Pues dile que han encontrado a Uffe Lynggaard en buen estado. Y dile que estamos en ello.

—¿En qué?

—Conseguir que los putos periódicos escriban algo positivo sobre mí y el departamento.

Después hizo un giro de ciento ochenta grados y pensó en poner la luz azul en el techo.

—¿Qué era lo que me estabas diciendo, Assad?

—Lo de los cigarrillos.

—¿A qué te refieres?

—¿Cuánto tiempo llevas fumando la misma marca?

Carl arrugó la nariz. ¿Cuánto tiempo llevaba existiendo Lucky Strike?

—No se cambia de marca sin más, ¿verdad? Y la señora tenía diez paquetes de Prince con filtro sobre la mesa. paquetes sin abrir. Y tenía los dedos amarillos de fumar, pero su hijo no.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—Ella fumaba Prince con filtro y el hijo no fumaba, estoy seguro de eso, o sea.

—Ya. ¿Y…?

—Entonces, ¿por qué no tenían filtro los cigarrillos que rebosaban del cenicero?

Fue entonces cuando Carl puso la luz azul intermitente.

37

El mismo día

El trabajo le llevó tiempo, porque el suelo estaba liso y los que estaban al otro lado controlándola por los monitores no debían sospechar del movimiento constante de la parte superior de su cuerpo.

Había pasado la mayor parte de la noche sentada en medio de la celda, de espaldas a las cámaras, afilando el trozo largo de la varilla de plástico que la víspera había partido en dos a base de retorcerla. Por irónico que pareciera, aquella varilla de plástico de la capucha de su plumífero iba a convertirse en su instrumento para abandonar este mundo.

Dejó los dos palillos en el regazo y pasó los dedos por encima. Uno era casi como un punzón, y al otro le había dado la forma de una lima de uñas afilada. Seguramente utilizaría aquél cuando estuviera preparado. Se temía que el palillo afilado como un punzón no iba a poder hacer un agujero lo bastante grande en su vena, y si no lo hacía lo bastante rápido la sangre en el suelo la descubriría. No tenía la menor duda de que disminuirían la presión tan pronto como se dieran cuenta. De manera que su suicidio tenía que ocurrir de manera efectiva y rápida.

No quería morir de la otra manera.

Cuando oyó por los altavoces que hablaban en alguna parte del otro lado, se metió las varillas en el bolsillo e inclinó el tronco hacia delante, como si se hubiera dormido en esa postura. Cuando se ponía así, Lasse le solía gritar sin que ella reaccionara, de modo que no había en ello nada fuera de lo común.

Estaba sentada pesadamente con las piernas cruzadas, mirando con fijeza la larga sombra que creaban los focos con su cuerpo. Allí, en lo alto de la pared, estaba su auténtico yo. Una silueta nítidamente dibujada de una persona en decadencia. El pelo revuelto cubriéndole los hombros, un plumífero gastado sin contenido. Un resto del pasado, que desaparecería cuando apagaran la luz, pronto. Era 4 de abril de 2007. Le quedaban cuarenta y un días de vida, pero iba a suicidarse cinco días antes, el 10 de mayo. Ese día Uffe cumpliría treinta y cuatro años, y mientras ella se pinchaba pensaría en él, y le enviaría un mensaje de amor y cariño, y le contaría lo bella que podía ser la vida. Su rostro iluminado sería lo último que vería. Su querido hermano Uffe.

—Hay que darse prisa —oyó gritar a la madre por los altavoces al otro lado de la pared de cristal—. Lasse llegará dentro de diez minutos, o sea que hay que tenerlo todo preparado. Venga, chaval, muévete.

Su voz sonaba Febril. Tras los cristales de espejo se oía ruido de cacharros y Merete miró a la compuerta. Pero no entraron los cubos. Su reloj interno también le decía que era demasiado temprano.

—Pero mamá —respondió a gritos el joven flaco—, necesitamos otro acumulador aquí dentro. No hay corriente en esta batería. No podemos provocar la explosión si no la cambiamos. Me lo dijo Lasse hace un par de días.

¿Explosión? Una sensación gélida recorrió el cuerpo de Merete. ¿Iba a ser ahora?

Se hincó de rodillas en el suelo y trató de pensar en Uffe mientras frotaba la varilla con Forma de cuchillo contra el suelo de hormigón pulido. Tal vez le quedaran sólo diez minutos. Si se hacía un corte lo bastante profundo, tal vez se quedara inconsciente al cabo de cinco minutos. De eso se trataba.

Mientras la pieza de plástico cambiaba de Forma con excesiva lentitud, ella respiraba pesadamente entre sollozos.

Seguía demasiado roma. Miró de reojo hacia las tenazas, cuyas mordazas habían perdido el filo al rascar su mensaje en el suelo de hormigón.

—Aaah —susurró; un día más y lo habría terminado. Después se secó el sudor de la frente y se llevó la muñeca hacia la boca. Tal vez pudiera abrirse las venas con los dientes si agarraba bien. Mordió un poco la carne, pero no hizo presa. Después giró la muñeca y lo intentó con los colmillos, pero estaba demasiado delgada y agotada. Sus huesos se interponían y sus dientes no estaban lo bastante afilados.

—¿Qué está haciendo? —chilló la bruja, con la cara pegada al cristal. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, sólo se le veían los ojos, mientras el resto de su cuerpo permanecía en la sombra, con los focos cegadores al fondo.

—Abre la compuerta del todo. Hazlo YA —le ordenó a su hijo.

Merete miró hacia la linterna, que estaba preparada junto al agujero que había abierto bajo el cierre de la compuerta. Dejó caer la pieza de plástico y avanzó a cuatro patas hacia la compuerta, mientras al otro lado la mujer le hablaba irritada y todo su ser lloraba y suplicaba.

Oyó por el sistema de altavoces que el hombre manipulaba la compuerta; entonces asió la linterna y la hundió en el agujero del suelo.

Se oyó un clic y el mecanismo de apertura se puso en marcha, mientras ella fijaba la vista en la compuerta con el corazón martilleándola. Si la linterna y el cierre no aguantaban, estaba perdida. Imaginó que la presión encerrada en su cuerpo se liberaría como una granada.

—Oh, Dios mío, haz que no ocurra —rogó llorando, volviendo a gatas hacia la varilla de plástico, mientras el cierre chocaba con la linterna. Se volvió y advirtió que la linterna se movía un poco. Después oyó un sonido que nunca había oído. Como cuando se activa el zoom de una cámara. El zumbido de un dispositivo mecánico al desconectarse, seguido de un golpe sordo contra la compuerta.

La compuerta exterior estaba abierta, y toda la presión se almacenaba en la compuerta interior. O sea que sólo estaba la linterna entre ella y la muerte más terrible que podía imaginar. Pero la linterna no volvió a moverse. Quizá se había abierto la compuerta unas centésimas de milímetro, porque el sonido sibilante del aire al salir de la cámara aumentó en intensidad hasta convertirse en un pitido ululante.

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