La mujer que arañaba las paredes (46 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Debajo de las cámaras había unas pequeñas bolas negras. Las recogió y comprobó que eran perdigones. Palpó la estructura del cristal y retrocedió un paso. No había duda de que habían disparado contra los cristales. De modo que los habitantes de la granja no controlaban quizá por completo la situación.

Pegó la oreja a la pared. El sonido sibilante procedía de ahí dentro. No de la puerta ni de los cristales, sino de dentro. Debía de ser un sonido sumamente penetrante para poder atravesar el recinto macizo.

—Indica más de cuatro bares, Carl.

Éste alzó la vista hacia el manómetro al que Assad daba golpecitos. Era verdad. Y cuatro bares era el equivalente de cinco atmósferas. O sea, que la presión de la cámara había descendido una atmósfera.

—Assad, creo que Merete Lynggaard está ahí dentro.

Su compañero se quedó quieto mirando la puerta metálica arqueada.

—¿Tú crees?

Carl asintió en silencio.

—La presión está bajando, Carl.

Era cierto. El movimiento de la aguja era visible.

Carl miró los numerosos cables. Los finos que había entre los detonadores terminaban con los cabos aislados en el suelo. Seguramente habían pensado conectarlos a una batería o algún otro componente explosivo. ¿Sería eso lo que querían hacer el 15 de mayo, cuando bajaran la presión a una atmósfera, tal como ponía en la parte trasera de la foto de Merete Lynggaard?

Miró en derredor tratando de encontrar una lógica a aquello. Los tubos de cobre entraban directamente en la cámara. Habría unos diez en total, pero ¿cómo saber cuál servía para disminuir la presión y cuál para aumentarla? Si cortaban uno de ellos, había un gran riesgo de que empeorase la situación de quien estaba en la cámara de descompresión. Lo mismo ocurriría si metían mano en los cables eléctricos.

Avanzó hacia la compuerta y examinó las cajas de relés que había al lado. Ahí no había ninguna duda, estaba claramente escrito en los seis interruptores: abrir puerta superior, cerrar puerta superior. Compuerta exterior abierta, compuerta exterior cerrada. Compuerta interior abierta, compuerta interior cerrada.

Y las dos compuertas estaban cerradas. Así tenían que seguir.

—¿Para qué crees que es esto? —preguntó Assad, que estuvo a punto de girar un pequeño potenciómetro de OFF a ON.

Habría estado bien tener a Hardy al lado. Si había algo que Hardy supiera hacer mejor que los demás, era todo lo relacionado con botones.

—Ese interruptor está puesto después de todo lo demás —dijo Assad—. Los otros ¿por qué están hechos de ese material marrón?

Señaló una caja cuadrada de baquelita.

—Y ése de ahí, ¿por qué es el único que es de plástico?

Era verdad. Había muchos años de diferencia entre los dos tipos de interruptor.

Assad movió la cabeza arriba y abajo.

—Creo que ese botón de rosca detiene el proceso, o si no, no significa nada en absoluto —concluyó con maravillosa falta de concreción.

Carl aspiró profundamente. Hacía casi diez minutos que había hablado con la gente de Holmen, y aún pasaría tiempo. Si Merete Lynggaard estaba allí dentro, iban a tener que tomar alguna medida drástica.

—Hazlo girar —ordenó, temiendo lo peor.

En el mismo instante oyeron el silbido atravesar la estancia a todo volumen. A Carl se le puso el corazón en un puño. Por un momento estuvo convencido de que habían aumentado la presión.

Después alzó la vista y se dio cuenta de que los cuatro paneles agujereados del techo eran altavoces. Los silbidos procedentes de la cámara, que eran penetrantes y enervantes, se oían por ellos.

—¿Qué ocurre ahora? —bramó Assad, tapándose los oídos con las manos. Era difícil responderle en aquellas circunstancias.

—¡Creo que has puesto en marcha un interfono! —respondió Carl a gritos.

Miró hacia los paneles del techo.

—¿Estás ahí dentro, Merete? —gritó tres o cuatro veces, y se quedó escuchando con atención.

Oía con claridad que era el sonido del aire al pasar por algo estrecho. Como el sonido que se genera entre los dientes antes de que llegue el auténtico silbido. Y el sonido era constante.

Miró con preocupación al manómetro. La presión había disminuido a cuatro coma cinco atmósferas. Aquello iba rápido.

Volvió a gritar, esta vez con todas sus fuerzas, y Assad se quitó las manos de los oídos y gritó también. Su grito conjunto era como para despertar a un muerto, pensó Carl, aunque esperaba que no hubiera llegado a tanto.

Después se oyó un golpe sordo procedente de la caja negra de lo alto de la pared, y por un momento la estancia quedó en silencio.

Esa caja de arriba debe de ser la que controla la descompresión, pensó, y dudó si debería correr al otro cuarto a por algo a lo que subirse para poder abrir la caja.

Fue entonces cuando oyeron gemidos por los altavoces. Como el sonido emitido por animales acorralados o personas en profunda crisis o doloridas. Un sonido quejumbroso, largo y monótono.

—Merete, ¿eres tú? —gritó.

Estuvieron un rato esperando, y entonces oyeron un sonido que interpretaron como un sí.

A Carl le abrasaba la garganta. Merete Lynggaard estaba ahí dentro. Encerrada durante más de cinco años en aquel entorno desagradable y desolado. Y tal vez estuviera moribunda, y Carl no tenía ni idea de qué hacer.

—¿Qué podemos hacer, Merete? —vociferó, y oyó de inmediato un enorme estampido procedente de la placa de pladur que había en la pared del fondo.

Observó enseguida que habían disparado con una escopeta de cartuchos y que el pladur había diseminado los perdigones por la estancia. Notó en varios lugares que su carne palpitaba y la sangre manaba lentamente. Durante una décima de segundo que se le hizo eterna se quedó paralizado, y después se arrojó hacia atrás, hacia Assad, que sangraba por el brazo y cuyo rostro expresaba lo apurado de la situación.

Mientras estaban en el suelo la placa de pladur había caído, dejando al descubierto al autor del disparo. No era difícil de reconocer. Aparte de los pliegues del rostro, que su vida penosa y su alma atormentada habían cincelado durante los últimos años, Lasse Jensen se parecía muchísimo al de las fotos de juventud que habían visto.

Lasse salió de su escondite con la escopeta humeante en la mano y examinó los destrozos provocados por su disparo con la misma expresión de frialdad que si hubiera habido una inundación en el sótano.

—¿Cómo me habéis encontrado? —preguntó, mientras doblaba la escopeta y metía más cartuchos. Avanzó hasta donde estaban. No cabía duda de que apretaría el gatillo cuando quisiera.

—Todavía estás a tiempo, Lasse —dijo Carl, incorporándose un poco del suelo para que Assad pudiera liberarse de su cuerpo—. Si te entregas ahora pasarás sólo unos años en la cárcel. De lo contrario es la perpetua, por asesinato.

El tipo sonrió. No era difícil de entender que las mujeres se enamorasen de él. Era un diablo disfrazado.

—Entonces hay muchas cosas que no sabéis —repuso, apuntando directamente a la sien de Assad.

Eso es lo que tú crees, pensó Carl, mientras notaba la mano de Assad abriéndose camino en el bolsillo de su chaqueta.

—He pedido refuerzos. Mis compañeros llegarán pronto. Dame esa escopeta, Lasse, y terminemos con esto.

Lasse sacudió la cabeza. No se lo creía.

—Mataré a tu compañero si no respondes. ¿Cómo me habéis encontrado?

Teniendo en cuenta la presión que debía de sufrir, su autocontrol era excesivo. Probablemente estaba loco de atar.

—Fue Uffe —respondió Carl.

—¿Uffe? —se sorprendió el hombre, y la expresión de su rostro cambió. Aquella información no encajaba en el mundo que estaba decidido a gobernar—. ¡Chorradas! Uffe Lynggaard no sabe nada, y no habla. He leído la prensa de los últimos días. No ha dicho nada, estás mintiendo.

Carl notó que Assad había agarrado la navaja de muelles.

A tomar por culo las regulaciones de la ley de armas. Sólo esperaba que Assad tuviera tiempo de emplearla.

Se oyó un ruido en los altavoces de la pared. Como si la mujer de la cámara intentara decir algo.

—Uffe Lynggaard te reconoció en una Foto —continuó Carl—. Una Foto en la que aparecéis tú y Dennis Knudsen de jóvenes. ¿Recuerdas la Foto, Átomos?

El nombre le escoció como una bofetada. Era evidente que el sufrimiento padecido por Lasse Jensen durante años estaba aflorando a la superficie.

Torció el gesto y asintió en silencio.

—Vaya, ¡también sabes eso! Así que supongo que lo sabéis todo. Entonces comprenderéis que tenéis que acompañar a Merete.

—No te queda tiempo, la ayuda está en camino —añadió Carl inclinándose un poco hacia delante para que Assad pudiera abrir la navaja y asestar una cuchillada. La cuestión era si el psicópata tendría tiempo de apretar el gatillo antes.

Si apretaba ambos gatillos a la vez de cerca, tanto Assad como él podían darse por perdidos.

Lasse volvió a sonreír. Se había recuperado ya. La marca de clase del psicópata. Nada lo afectaba.

—Lo conseguiré, estate seguro.

El tirón del bolsillo de la chaqueta de Carl y el consiguiente che de la navaja al abrirse coincidieron con el sonido de la carne al pincharla. Nervios cortados, músculos que se desgarraban. Carl vio la sangre de la pierna de Lasse a la vez que Assad daba un golpe hacia arriba al cañón de la escopeta con su brazo izquierdo ensangrentado. El estruendo junto a su oído cuando Lasse apretó el gatillo por puro reflejo lo dejó completamente sordo, y vio que Lasse caía hacia atrás en silencio y Assad se abalanzaba sobre él con la navaja en alto para apuñalarlo.

—¡No! — chilló Carl, y apenas oyó lo que gritaba. Intentó levantarse, pero se dio cuenta del alcance del disparo que había recibido. Miró al suelo, donde la sangre se había corrido en forma de rayas. Luego se llevó la mano al muslo y apretó mientras se levantaba.

Assad, sangrando, estaba sentado sobre el pecho de Lasse, y tenía la navaja contra su cuello. Carl no lo oyó, pero vio que Assad gritaba al hombre que tenía debajo, y que Lasse escupía a Assad después de cada palabra.

Entonces poco a poco fue recuperando la audición en un oído. Ahora el relé del techo había vuelto a empezar a aspirar aire de la cámara. Esta vez el silbido estaba un tono más alto que antes. ¿O era quizá el sentido del oído que le jugaba una mala pasada?

—¿Cómo se para este puto trasto? ¿Cómo se cierran las válvulas? ¡Suéltalo! —gritó Assad sabe Dios cuántas veces, seguido cada vez por los escupitajos de Lasse. Entonces Carl se dio cuenta de que por cada escupitajo que recibía, Assad apretaba un poco más con la navaja la garganta de Lasse.

—¡He rebanado el pescuezo a mejores personas que tú! —gritó Assad, arañándolo y haciendo que brotara la sangre.

Carl no sabía qué pensar.

—Aunque lo supiera, no lo diría —masculló Lasse entre dientes. Carl miró la pierna de Lasse, donde Assad lo había apuñalado. La hemorragia no parecía grave. No era como cuando se corta la arteria femoral, pero no dejaba de ser peligroso.

Miró al manómetro, donde la presión disminuía lenta pero continuamente. ¿Dónde coño se habían metido los refuerzos? Los de Holmen ¿no habían dado la voz de alarma a sus compañeros, como les pidió? Carl se apoyó en la pared, sacó el móvil y marcó el teléfono del servicio de guardia. Iba a llegar ayuda dentro de pocos minutos. Sus compañeros y las ambulancias iban a tener de qué ocuparse.

No sintió el golpe contra su brazo, sólo observó que el móvil golpeaba el suelo y su brazo caía al costado. Se volvió de pronto y vio que el ser flaco que estaba detrás asía la placa de hierro que habían empleado para romper el candado y golpeaba a Assad en la sien.

Assad cayó a un lado sin decir palabra.

Después el hermano de Lasse avanzó un paso y pisoteó el móvil hasta descuartizarlo.

—Dios mío, ¿es grave, mi niño? —se oyó detrás. La mujer avanzó en su silla de ruedas con el disgusto pintado en su rostro. No prestó atención al hombre desvanecido en el suelo. No veía más que la sangre que brotaba de los pantalones de su hijo.

Lasse se levantó con dificultad y miró cabreado a Carl.

—No es nada, mamá —la tranquilizó, sacando un pañuelo del bolsillo del pantalón, quitándose el cinto de un tirón y apretándolo bien en torno al muslo, ayudado por su hermano.

La mujer pasó junto a ellos y miró al manómetro.

—¿Cómo te va, puta zorra? —gritó hacia el cristal.

Carl miró a Assad, que respiraba débilmente tumbado en el suelo. Tal vez sobreviviera. Carl deslizó la mirada por el suelo, esperando divisar la navaja. Tal vez estuviera debajo de Assad, tal vez quedara a la vista cuando el tipo flaco se moviera un poco.

Fue como si el flaco lo hubiese notado. Se volvió hacia Carl con una expresión infantil en el rostro. Como si Carl fuera a robarle algo o quizá incluso a pegarlo. La mirada que dirigió a Carl estaba modelada por la soledad de la infancia. Por otros niños que no entendían lo vulnerable que podía ser un individuo cándido. Levantó la placa de hierro y apuntó a la garganta de Carl.

—¿Quieres que lo mate, Lasse? Puedo hacerlo.

—No hagas nada —gruñó la mujer, acercándose.

—Siéntate, poli de mierda —ordenó Lasse mientras se levantaba completamente—. Ve a buscar la batería, Hans. Vamos a volar la casa. Es lo único que podemos hacer. Date prisa. Dentro de diez minutos estaremos lejos de aquí.

Cargó la escopeta de cartuchos y siguió con la mirada a Carl, quien resbaló por la pared hasta quedar sentado con la compuerta a la espalda.

Entonces Lasse arrancó la cinta adhesiva de los cristales y tiró de las cargas explosivas hacia sí. Con un rápido movimiento de la mano enroscó la mezcla mortal de cables y detonadores en torno al cuello de Carl como si fuera una bufanda.

—No vas a sentir nada, así que no tengas miedo. Pero para ésa va a ser diferente. Así tiene que ser —dijo Lasse con frialdad, y arrastró las bombonas de gas hacia la pared de la cámara de descompresión, detrás de Carl.

En ese momento entró su hermano con una batería y un rollo de cable.

—No, vamos a hacerlo de otra forma, Hans. Vamos a volver a sacar la batería. Sólo tienes que hacer la conexión —declaró Lasse, enseñándole cómo había que conectar las cargas explosivas del cuello de Carl al alargador y después a la batería—. Deja mucho cable. Tiene que llegar hasta el patio.

Rió, mirando a los ojos a Carl.

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