La mujer que arañaba las paredes (47 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—Sí, llevaremos la corriente hasta ahí, así la explosión se llevará la cabeza del capullo a la vez que revientan las bombonas de gas.

—Pero hasta entonces ¿qué? ¿Qué hacemos con ése? —preguntó su hermano, señalando a Carl—. Puede romper los cables.

—¿Ese? —Lasse sonrió y arrastró la batería para alejarla de Carl—. Sí, tienes razón. Dentro de un momento podrás darle una hostia y dejarlo sin sentido.

Después cambió de tono y se volvió hacia Carl con la seriedad pintada en el rostro.

—¿Cómo has llegado hasta mí? Dices que por Dennis Knudsen y Uffe. No lo entiendo. ¿Cómo los relacionaste conmigo?

—Cometiste mil errores, payaso. ¡Por eso!

Lasse retrocedió un poco con algo muy cercano a la locura profundamente anclado en las cuencas de sus ojos. Con toda seguridad le pegaría un tiro enseguida. Apuntaría tranquilamente y dispararía. Adiós, Carl. No iba a dejarle que impidiera la voladura de todo aquello. Como si no lo supiera.

Con el alma sosegada, Carl levantó la mirada hacia el hermano de Lasse. Estaba manipulando con torpeza los cables, pero éstos se negaban a obedecer. En cuanto los desenrollaba volvían a enrollarse.

En el mismo instante notó que el brazo herido de Assad temblaba contra su pantorrilla. Tal vez no estuviera tan gravemente herido. Triste consuelo en aquella situación. Dentro de poco iban a matarlos, de todas formas.

Carl cerró los ojos y trató de recordar un par de momentos importantes de su vida. Tras unos segundos con la mente en blanco volvió a abrirlos. No le quedaba ni ese consuelo.

Su vida ¿le había dado realmente tan pocos momentos álgidos?

—Ahora tienes que salir, mamá —oyó decir a Lasse—. Sal al patio y aléjate de los muros. Nosotros saldremos enseguida. Y luego desapareceremos.

La madre asintió en silencio. Dirigió la mirada por última vez hacia uno de los ojos de buey y escupió al cristal.

Cuando pasó junto a sus hijos dirigió una mirada burlona a Carl y al hombre que yacía junto a él. Si hubiera podido patearlos, lo habría hecho. Le habían robado la vida, igual que lo habían hecho otros antes. Se encontraba en un estado de amargura y odio permanentes. Ningún elemento extraño debía entrar en su burbuja de cristal.

No hay sitio para que pases, bruja, pensó Carl, y vio lo torcida que estaba una pierna de Assad, estirada hacia un lado.

Cuando la mujer avanzó hacia la pierna de Assad, éste soltó un rugido mientras se levantaba de pronto y se colocaba de un salto entre la mujer y la puerta. Los dos hombres junto a los ojos de buey se volvieron y Lasse alzó la escopeta cuando Assad, con la sangre manándole de la sien, se inclinó tras la silla de ruedas, asió las rodillas huesudas de la mujer y cargó contra los hombres con la silla de ruedas como ariete. Se montó un estrépito infernal: el rugir de Assad, los chillidos de la mujer, el pitido de la cámara de descompresión y los gritos de advertencia, provocados por el tumulto que había causado la silla de ruedas al derribar a los dos hombres.

La mujer se quedó con las piernas al aire cuando Assad se abalanzó sobre ella y se arrojó contra la escopeta que Lasse trataba de apuntar hacia él. El joven, que estaba atrás, se puso a chillar cuando Assad agarró el cañón con una mano y empezó a golpear la laringe de Lasse con la otra. A los pocos segundos todo había terminado.

Assad retrocedió con la escopeta en la mano, empujó a un lado la silla de ruedas, obligó a Lasse, que tosía sin parar, a ponerse en pie y estuvo mirándolo un momento.

—Venga, ¡di cómo se para ese puto trasto! —gritó, mientras Carl se levantaba.

Carl vio la navaja de muelles algo más allá, junto a la pared. Se quitó de encima los cables y detonadores y la recogió, mientras el joven flaco trataba de poner a su madre en pie.

—Vamos, dilo. ¡Ya! —le ordenó Carl, apretando la navaja contra la mejilla de Lasse.

Los dos lo leyeron en la mirada de Lasse. No los creía. En su cerebro había una sola idea: que Merete Lynggaard muriese dentro de la cámara que tenían a sus espaldas. En soledad, lenta y dolorosamente; ése era el objetivo de Lasse. Después ya recibiría su castigo. ¿Qué más le daba?

—Vamos a hacerlo saltar por los aires con su familia, Carl —dijo Assad entornando los ojos—. De todas formas Merete Lynggaard está casi muerta. No podemos hacer nada más por ella.

Señaló el manómetro, que indicaba ahora bastante menos de cuatro atmósferas.

—Vamos a hacer con ellos lo que querían hacer con nosotros. Le haremos un favor a Merete.

Carl lo miró a los ojos. En la mirada cálida de su ayudante había un germen de profundo odio que no necesitaba de gran cosa para aflorar.

Carl sacudió la cabeza.

—No podemos hacer eso, Assad.

—Sí, Carl, claro que podemos —respondió Assad. Extendió hacia Carl su mano libre y tiró con cuidado de los cables y detonadores de la mano de Carl y después los enrolló en torno al cuello de Lasse.

Mientras la mirada de Lasse buscaba la protección de su madre y de su hermano, que temblaba tras la silla de ruedas, Assad dirigió a Carl una mirada que no dejaba lugar a dudas. Tenían que llevar las cosas a aquel terreno para que Lasse los creyera. Porque Lasse no lucharía por salvar su piel, pero sí que lucharía por salvar a su madre y a su hermano. Assad lo había visto. Era verdad.

Después Carl levantó los brazos de Lasse y unió los extremos pelados al alargador, como había descrito Lasse.

—Poneos en el rincón —ordenó Carl a la mujer y a su hijo pequeño—. Hans, sienta a tu madre en tu regazo.

El hijo pequeño le dirigió una mirada de temor, levantó a su madre en brazos como si fuera una pelusa y se sentó de espaldas a la pared del fondo.

—Vamos a volaros a los tres y a Merete Lynggaard, a menos que nos digas cómo se para esa máquina infernal —declaró Carl, mientras unía uno de los cables a un polo de la batería.

Lasse dejó de mirar a su madre y volvió la cabeza hacia Carl, con los ojos ardiendo de odio.

—No sé cómo se para —repuso sosegadamente—. Podría saberlo mirando los manuales. Pero no hay tiempo para eso.

—¡Mientes, estás intentando ganar tiempo! —gritó Carl. Vio por el rabillo del ojo que Assad sopesaba darle un culatazo.

—Como quieras —dijo Lasse, volviendo el rostro sonriente hacia Assad.

Carl asintió en silencio. No mentía. Hablaba con frialdad, pero no mentía, se lo decían sus muchos años de experiencia. Lasse no sabía cómo parar la instalación sin consultar el manual. Por desgracia era así.

Se volvió hacia Assad.

—¿Estás bien? —preguntó, y puso la mano en el cañón de la escopeta. Lasse se había librado por los pelos de que Assad le rompiera la cara a culatazos.

Assad asintió en silencio con la mirada furiosa. Los perdigones del brazo no habían causado daños dignos de mención, tampoco el golpe en la sien. Estaba hecho de material sólido.

Carl le quitó con cuidado la escopeta de las manos.

—No puedo ir andando hasta allí. Dame la escopeta y ve tú a buscar el manual. Lo has visto antes. El manual escrito a mano del cuarto interior. Está en el montón de atrás. Encima, creo. Corre, Assad. ¡Tráelo!

Lasse sonrió en el momento en que Assad desapareció, y Carl le colocó bajo el mentón la culata de la escopeta. Como un gladiador, Lasse había sopesado la fuerza de sus adversarios a fin de elegir el que más le conviniera. Estaba claro que pensaba que Carl era un adversario más a su medida que Assad. Y para Carl estaba igual de claro que se equivocaba.

Lasse retrocedió hacia la puerta.

—No te atreves a dispararme, el otro sí. Voy a marcharme y no vas a poder evitarlo.

—¡Eso es lo que crees! —bramó Carl, avanzando y apretándole el cuello con la culata. La próxima vez que se moviera iba a darle un culatazo.

Entonces se oyeron a lo lejos las sirenas de la policía.

—¡Corre! —chulo el hermano de Lasse por detrás, mientras se levantaba de pronto con su madre en brazos y de una patada empujaba la silla de ruedas contra Carl.

Lasse salió en el mismo segundo. Carl quiso correr tras él, pero no podía. Por lo visto estaba más maltrecho que Lasse. La pierna no le obedecía.

Apuntó con la escopeta a la madre y al hijo, dejando que la silla de ruedas pasara a su lado y se estrellara contra la pared.

—¡Mira! —gritó el flaco mientras señalaba el cable largo del que tiraba Lasse.

Todos los del cuarto vieron cómo resbalaba el cable por el suelo mientras Lasse probablemente trataba de quitarse del cuello las cargas explosivas al atravesar el pasillo. Vieron que el cable se hacía más y más corto mientras Lasse se afanaba por salir del edificio, y por último vieron que los cables no eran lo bastante largos, cómo volcaban la batería y la arrastraban hacia la puerta. Cuando la batería llegó a la esquina y golpeó el umbral de la puerta, el cable suelto se metió debajo de la batería y tocó el otro polo.

Notaron el estruendo como una sacudida débil y un ruido apagado a lo lejos.

Merete estaba tumbada de espaldas en la oscuridad, escuchando el pitido mientras trataba de ajustar la postura de los brazos para poder apretar con fuerza en ambas muñecas a la vez.

Al poco empezó a picarle la piel, pero no pasó nada más. Por un momento sintió como si todo tipo de milagros fueran a alumbrarla, y gritó hacia las toberas del techo que no podían hacerle daño.

Sabía que no se produciría el milagro en cuanto el empaste de la primera muela empezó a ceder. Durante los minutos siguientes estuvo pensando en aflojar la presión sobre las muñecas, porque el dolor de cabeza, el dolor de sus articulaciones y la presión de todos sus órganos internos aumentaba y se expandía. Cuando iba a soltarse las muñecas no pudo ni sentir sus propias manos.

Tengo que darme la vuelta, pensó, y dio órdenes a su cuerpo para deslizarse hacia un lado, pero a los músculos no les quedaba ya fuerza. Notó la confusión a la vez que las ganas de vomitar la hicieron regurgitar y casi la asfixian.

Se quedó quieta y notó que los calambres aumentaban. Primero en los glúteos, después en el diafragma y finalmente en el pecho.

¡Va demasiado lento!, le gritaba su fuero interno, mientras volvía a intentar aflojar la presa que bloqueaba sus venas.

Pasado otro par de minutos Merete cayó en un sueño nebuloso. Los pensamientos sobre Uffe eran imposibles de retener. Veía flashes de colores, destellos de luz y Formas que giraban, nada más.

Cuando saltaron los primeros empastes empezó a emitir un quejido largo y monótono. Las Fuerzas que le quedaban se agotaron en aquel quejido. Pero ella no se oía, el volumen del pitido de las toberas sobre su cabeza se lo impedía.

Entonces se detuvo de golpe la emisión de aire y el sonido desapareció. Por un momento Merete imaginó que había llegado su salvación. Oyó voces Fuera. La estaban llamando, y su quejido remitió. Después la voz preguntó si era Merete. Todo su ser decía «Sí, estoy aquí». Puede que también lo dijera en voz alta. Después hablaron de Uffe, como si Fuera un chico normal. Ella pronunció el nombre de su hermano, pero sonó muy raro. Después se oyó un estruendo, y la voz de Lasse volvió para truncar la esperanza. Merete respiraba lentamente, y notó que la tosca presa de sus dedos sobre las muñecas iba cediendo. No sabía si seguía sangrando. No sentía dolor ni alivio.

Entonces volvió a oírse el silbido del techo.

Cuando la tierra bajo sus pies se estremeció, todo se enfrió y calentó a la vez. Por un instante recordó a Dios e invocó mentalmente su nombre. Después un destello atravesó su cabeza.

Un destello de luz seguido de un estruendo enorme y más luz inundándolo todo.

Entonces se dejó llevar.

Epílogo

2007

La cobertura mediática fue enorme. A pesar del triste desenlace, la investigación y el esclarecimiento del caso Lynggaard fueron un auténtico éxito. Piv Vestergård, del Partido Danés, estaba sumamente satisfecha y se regodeó por todo lo alto como la persona que había exigido que se creara el departamento, y aprovechó la ocasión para arremeter contra todos los que no compartían sus puntos de vista sobre la sociedad.

Sólo era una de las razones por las que Carl se vino abajo.

Tres visitas al hospital, los perdigones extraídos de la pierna, una sesión con la psicóloga Mona Ibsen que él mismo canceló. No había dado para más.

Estaban de vuelta al trabajo en el sótano. Había dos bolsitas de plástico colgadas del tablón de anuncios, ambas llenas de perdigones. Veinticinco en la de Carl y doce en la de Assad. En el cajón del escritorio había una navaja de muelles con una hoja de diez centímetros. Con el paso del tiempo todos aquellos cachivaches irían a la basura.

Carl y Assad cuidaban uno del otro. Carl lo dejaba ir y venir como quisiera, y Assad aportaba al despacho del sótano una atmósfera agradable y distendida. Después de tres semanas de inactividad, cigarrillos, el café de Assad y la cencerrada de música de fondo, finalmente Carl alargó la mano hacia el montón de expedientes que había en una esquina y se puso a hojearlos.

Ahí había para dar, vender y regalar.

—Entonces ¿vas a ir a Faelledparken esta tarde, Carl? —preguntó Assad desde la puerta. Carl levantó la mirada, apático.

—Ya sabes, es primero de mayo. Mucha gente por la calle, o sea, fiesta y colorido. Se dice así, ¿no? Carl asintió en silencio.

—A lo mejor más tarde, Assad, pero puedes irte ya si quieres —dijo, mirando el reloj. Eran las doce. En los viejos tiempos dejar el trabajo a las doce era en casi todas partes un derecho adquirido.

Pero Assad sacudió la cabeza.

—No me va, Carl. Demasiada gente con la que no quiero encontrarme.

Carl asintió con la cabeza. Allá él.

—Mañana empezamos a mirar en este montón —declaró, posando la mano encima—. ¿Te parece bien, Assad?

Las patas de gallo en torno a los ojos de Assad se juntaron, y casi se le despega la tirita de la sien.

—¡De puta madre, Carl! —exclamó.

Entonces sonó el teléfono. Era Lis, con la cantinela de siempre. El jefe de Homicidios quería verlo en su despacho.

Carl abrió el cajón inferior del escritorio y sacó una delgada carpeta de plástico. Esta vez le daba la sensación de que iba a necesitarla.

—¿Cómo va eso, Carl?

Era la tercera vez en una semana que Marcus Jacobsen había tenido oportunidad de oír la respuesta a aquella pregunta.

Carl se encogió de hombros.

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