La mujer que arañaba las paredes (48 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿Con qué caso andas ahora?

Volvió a responder alzándose de hombros.

El jefe de Homicidios se quitó las gafas y las depositó sobre el montón de papel que tenía delante.

—El fiscal ha llegado a un acuerdo con Ulla Jensen y los abogados de su hijo.

—Vaya.

—Ocho años para la madre y tres para el hijo.

Carl asintió en silencio. Era lo que se esperaba.

—Ulla Jensen terminará probablemente recluida en un psiquiátrico.

Carl volvió a asentir con la cabeza. Con toda seguridad su hijo la seguiría pronto. Aquel pobre individuo ¿cómo iba a poder salir entero tras su estancia en la cárcel? El jefe de Homicidios inclinó la cabeza.

—¿Hay algo nuevo en torno a Merete Lynggaard?

Carl meneó la cabeza.

—Siguen manteniéndola en coma, pero no se espera nada. Se supone que el cerebro ha sufrido lesiones irreversibles debido a los numerosos trombos.

Marcus Jacobsen asintió con la cabeza.

—Tú y los expertos en buceo de la Marina de Guerra hicisteis lo que pudisteis, Carl.

Lanzó una revista en dirección a Carl. «Buzeo», ponía en primera plana. ¿No sabían escribir, o qué?

—Es una revista de buceo noruega. Mira en la cuarta página.

Abrió la revista y observó un rato las imágenes. Una vieja foto de Merete Lynggaard. Una imagen del depósito de presión que los buceadores empalmaron con la compuerta para que el socorrista pudiera sacar a la mujer de su cárcel y meterla en la cámara de descompresión móvil. Debajo seguía un texto breve acerca de la función del socorrista y la preparación del depósito móvil, el empalme y el sistema de la cámara de descompresión, que explicaba también cómo había que subir un poco la presión de la cámara para, entre otras cosas, detener la hemorragia de las muñecas de la mujer. Habían ilustrado el artículo con un plano de la planta del edificio y un corte transversal del Dráger Duocom con el socorrista dentro dando oxígeno y ofreciendo los primeros auxilios a Merete. Había también fotografías de varios médicos del Hospital Central frente a la enorme cámara de descompresión, y del sargento primero Mikael Overgaard, el especialista que ayudó a la paciente mortalmente aquejada del síndrome del buceador dentro de la cámara de descompresión. Y por último había una fotografía con grano de Carl y Assad camino de las ambulancias.

«Extraordinaria colaboración entre los expertos buceadores de la Marina de Guerra y un departamento de la policía recién creado pone fin al caso de desaparición más controvertido de la década en Dinamarca», ponía en noruego con caracteres gruesos.

—Pues sí —declaró el jefe de Homicidios exhibiendo su encantadora sonrisa—. Con ese motivo la Dirección de Policía de Oslo se ha puesto en contacto con nosotros. Quieren saber más sobre cómo trabajas, Carl. En otoño van a enviar una delegación, así que te ruego que los recibas bien.

Carl notó que las comisuras de sus labios descendían.

—No tengo tiempo para eso —protestó. No tenía ni putas ganas de tener a varios noruegos revolviendo en el sótano—. Recuerda que sólo estamos dos hombres en el departamento. ¿Cómo era lo de nuestro presupuesto, jefe?

Marcus Jacobsen se evadió con destreza.

—Ahora que estás en forma y de vuelta al trabajo, ya es hora de que firmes esto, Carl —dijo, poniéndole delante la misma absurda instancia para los llamados «cursos de capacitación».

Carl no la tocó.

—No quiero jefe.

—Pero tienes que hacerlo, Carl. ¿Por qué no quieres? En este momento estamos pensando los dos en fumar, pensó Carl.

—Hay muchas razones —repuso—. Piensa en la reforma de la Seguridad Social. Dentro de nada van a subir la edad de jubilación a los setenta años, según dónde estemos en el escalafón. Pero no tengo ni putas ganas de ser un policía chocho, y tampoco quiero terminar como una virguería de funcionario. No quiero muchos empleados. No quiero aprender las lecciones, no quiero ir a exámenes, soy demasiado viejo para eso. No quiero hacer nuevas tarjetas de visita, no quiero que me asciendan una vez más. Por todo eso, jefe.

El jefe de Homicidios parecía cansado.

—Has mencionado muchas cosas que no van a ocurrir. Eso no son más que conjeturas, Carl. Si quieres ser jefe del Departamento Q, tienes que hacer esos cursos.

Carl sacudió la cabeza.

—No, Marcus. No quiero estudiar, no lo aguanto. Como si no tuviera suficiente con tomar la lección de matemáticas a mi hijo postizo. De todas formas, suspende. Te digo que el Departamento Q tiene al frente, y lo seguirá teniendo, a un subcomisario, y sí, sigo usando el antiguo nombre; y se acabó.

Carl levantó la mano y agitó en el aire la carpeta de plástico.

—¿Ves esto, Marcus? —continuó, sacando un papel de su funda de plástico—. Esto es el presupuesto para el funcionamiento del Departamento Q, tal como fue aprobado en el Parlamento.

Se oyó un profundo suspiro al otro lado de la mesa.

Carl señaló la línea inferior. Cinco millones de coronas al año, ponía.

—Por lo que veo, hay una diferencia de más de cuatro millones entre esa cifra y lo que puedo calcular que vaya a costar mi departamento. Mi cálculo es correcto, ¿verdad?

El jefe de Homicidios se frotó la frente.

—¿Qué es lo que quieres, Carl? —preguntó, visiblemente irritado.

—Tú quieres que yo olvide este papel, y yo quiero que tú olvides esa instancia para los cursos.

La evidente transformación que se produjo en la tez del jefe de Homicidios vino acompañada de una voz exageradamente controlada.

—Eso es presionar, Carl. En esta casa no hacemos esas cosas.

—Exacto, jefe —convino Carl, sacando el mechero del bolsillo y prendiendo fuego a la hoja de los presupuestos. Las llamas devoraron los números uno a uno, y después Carl echó las cenizas sobre un catálogo de sillas de oficina y tendió el mechero a Marcus Jacobsen.

Cuando bajó, Assad estaba arrodillado sobre su alfombra de orar y parecía estar muy lejos, de modo que Carl escribió una nota y la colocó en el suelo ante la puerta de Assad. «Hasta mañana», ponía.

Camino de Hornbæk estuvo pensando en qué decirle a Hardy sobre el caso de Amager. La cuestión era si debía mencionarlo en absoluto. Las últimas semanas Hardy no estaba nada bien. La secreción salivar había disminuido y le costaba hablar. No era nada permanente, decían, pero el tedio vital de Hardy sí que se había convertido en permanente.

Por ese motivo lo habían trasladado a una habitación mejor, en la que estaba tumbado de lado y probablemente alcanzaría justo a divisar las columnas de barcos atravesando el Sund.

Hacía un año que habían estado juntos en el parque de atracciones de Bakken poniéndose las botas comiendo panceta asada con salsa de perejil y patatas mientras Carl echaba pestes de Vigga. Ahora estaba sentado en el borde de la cama y no podía permitirse quejarse de nada en absoluto.

—Los compañeros de Soro han tenido que dejar marchar al hombre de la camisa, Hardy —dijo después directamente.

—¿Quién? —preguntó Hardy con voz ronca y sin mover la cabeza ni un milímetro.

—Tiene una coartada. Pero los de la comisaría de allí están convencidos de que es él. El que nos disparó a ti, a Anker y a mí y llevó a cabo los asesinatos de Soro. Y aun así han tenido que soltarlo. Siento tener que decirlo, Hardy.

—Me importa un huevo.

Hardy tosió un rato y después se aclaró la garganta, mientras Carl iba al otro lado de la cama y humedecía un pañuelo de papel bajo el grifo.

—¿Qué bien me hace a mí que lo detengan? —dijo Hardy con algo de flema en las comisuras.

—Vamos a cogerlo a él y a los que estaban con él, Hardy —insistió Carl mientras le limpiaba los labios y la barbilla—. Estoy viendo que voy a tener que hacer algo. Esos cabrones no van a salir de rositas, por mis huevos.

—Que lo pases bien —replicó Hardy, y tragó saliva, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para decir algo. Después lo soltó—. La viuda de Anker estuvo ayer. No fue agradable, Carl.

Carl recordó la cara amargada de Elisabeth Høyer. No había hablado con ella desde la muerte de Anker. Ella ni siquiera le dirigió la palabra en el funeral. Desde el segundo en que le notificaron la muerte de su marido, todos sus reproches estuvieron dirigidos contra Carl.

—¿Dijo algo sobre mí?

Hardy no respondió. Se quedó un largo rato parpadeando lentamente. Como si los barcos del Sund lo llevaran en una larga travesía.

—¿Sigues sin querer ayudarme a morir, Carl? —preguntó por último.

Carl le acarició la mejilla.

—Ojalá pudiera, Hardy. Pero no puedo.

—Entonces tienes que ayudarme a volver a casa, ¿me lo prometes? No quiero pasar más tiempo aquí.

—¿Qué dice tu mujer, Hardy?

—No lo sabe, Carl. Acabo de decidirlo.

Carl se imaginó a Minna Henningsen. Hardy y ella se conocieron de muy jóvenes. Ahora su hijo se había ido de casa y ella seguía pareciendo joven. Tal como estaban las cosas, seguro que bastante trabajo tenía con cuidar de sí misma.

—Ve a casa y habla con ella hoy mismo, Carl, me harías un favor increíble.

Carl miró a los barcos.

Las realidades de la vida ya se encargarían de hacer que Hardy se arrepintiera de su ruego.

A los pocos segundos Carl ya se había dado cuenta de que tenía razón.

Minna Henningsen abrió la puerta y lo condujo a un grupo alegre y carcajeante que difícilmente podía casar con las expectativas de Hardy. Seis mujeres con vistosos vestidos, sombreros atrevidos y ganas de marcha para el resto del día.

—Es el primero de mayo, Carl. Es lo que solemos hacer las chicas del club. ¿No te acuerdas?

Saludó con la cabeza a un par de ellas cuando Minna lo arrastró a la cocina.

No tardó mucho en ponerla al corriente de la situación, y a los diez minutos estaba otra vez en la calle. Ella lo había tomado de la mano mientras le contaba la difícil situación que atravesaba y cuánto echaba de menos su vida anterior. Después apoyó su rostro en el hombro de él y lloró un poco mientras trataba de explicar por qué no tenía fuerzas para cuidar de Hardy.

Después de secarse los ojos le preguntó con una recatada sonrisa torcida si querría venir a cenar con ella alguna noche. Dijo que necesitaba a alguien con quien hablar, pero el sentido de sus palabras no podía haber sido más indisimulado y directo.

Desde Strandboulevarden absorbió el ruido procedente de Faslledparken. La fiesta estaba en su apogeo. Puede que la gente estuviera volviendo a despertar.

Se le pasó por la cabeza ir un rato allí a tomar una cerveza por los viejos tiempos, pero al final entró en el coche.

Si no hubiera estado chiflado por Mona Ibsen, esa puñetera psicóloga, y si Minna no estuviera casada con mi amigo paralizado Hardy, habría aceptado su invitación, pensó, y entonces sonó el móvil.

Era Assad y parecía excitado.

—A ver, Assad, habla más lento. ¿Sigues trabajando? Otra vez, ¿qué has dicho?

—Que han llamado del Hospital Central para informar al jefe de Homicidios. Lis me lo ha hecho saber enseguida. Han despertado del coma a Merete Lynggaard.

La mirada de Carl se desenfocó.

—¿Cuándo ha sido?

—Esta mañana. He pensado, o sea, que querrías saberlo.

Carl le dio las gracias, colgó y se quedó mirando fijamente los árboles, que se erguían vigorosos con sus ramas trémulas de color verde claro. Debería estar contento a más no poder, pero no lo estaba. Tal vez Merete se quedara como un vegetal el resto de su vida. Nada era sencillo en este mundo. Ni siquiera la primavera duraba, eso era lo más doloroso de todo. Sí, dentro de poco empezará a oscurecer más temprano, pensó, y se odió por su pesimismo.

Volvió a dirigir la mirada hacia Faehedparken y el reconfortante coloso gris del Hospital Central, que se elevaba detrás.

Colocó por segunda vez el tique de aparcamiento tras el parabrisas y puso rumbo hacia el parque y el hospital. «Relancemos Dinamarca», rezaba el eslogan de la fiesta del primero de mayo, y la gente estaba sentada en la hierba bebiendo cerveza mientras una pantana gigante proyectaba el discurso de despedida de Jytte Andersen, que llegaba hasta el edificio de la Logia Masónica.

Como si fuera a servir de algo.

Cuando él y sus amigos eran jóvenes vestían camisetas de manga corta y estaban como palillos. Hoy la grasa acumulada se había multiplicado por veinte. Ahora todos los que salían a la calle a protestar estaban exageradamente contentos de sí mismos. El Gobierno les había dado su opio: tabaco barato, alcohol barato y lo que hiciera falta. Si la gente desparramada por la hierba no estaba de acuerdo con el Gobierno, el problema sólo era transitorio. La esperanza de vida estaba disminuyendo. A ese paso ni se cabrearían por el exagerado culto al deporte que propagaban la radio-televisión danesa.

Sí, la situación estaba controlada.

El grupo de periodistas estaba ya preparado en el pasillo.

Cuando vieron a Carl saliendo del ascensor se abalanzaron unos delante de otros para ser los primeros en preguntar.

—¡Carl Mørck! —gritó uno de los que estaban más cerca—. ¿Qué gravedad tienen las lesiones cerebrales de Merete Lynggaard? ¿Lo sabe?

—¿Ha visitado antes a Merete Lynggaard, subcomisario? —preguntó otro.

—¡Eh, Mørck! ¿Qué te ha parecido cómo has llevado el caso? ¿Estás orgulloso? —se oyó desde un lado.

Carl se volvió hacia la voz y vio frente a sí los ojos de cerdo enrojecidos de Pelle Hyttested, mientras los demás miraban con desdén al periodista, como si fuera indigno de su profesión.

Y lo era.

Carl respondió a un par de preguntas y después dirigió la mirada a su interior mientras la presión del pecho arreciaba. Nadie le había preguntado por qué estaba ahí. Ni él mismo lo sabía.

Tal vez había esperado una mayor presencia de visitantes en los pasillos de la planta, pero aparte de la enfermera jefe de Egely, que estaba sentada en una silla junto a Uffe, no reconocía a nadie. Merete Lynggaard era buen material para la prensa, pero como persona sólo era una paciente más. Tratamiento de choque durante dos semanas con médicos especialistas en la cámara de descompresión. Después una semana en tratamiento postraumático. Después a la UVI de Neurocirugía, y ahora estaba en la planta de Neurología.

La decisión de despertarla del coma era un experimento, le dijo la enfermera de la sección cuando Carl se lo preguntó. Reconoció que sabía quién era Carl. Era el que había encontrado a Merete Lynggaard. Si hubiera sido otro, no lo habría dejado entrar.

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