—Eso es lo que deseas —dijo él suavemente.
—
Michie
, no espero que lo entienda —replicó ella. Vincent recordó otro momento de intenso dolor que había vivido no hacía mucho tiempo. De hecho estaba sintiendo otra vez el mismo sufrimiento, la misma confusión—, pero esta casa, en este momento, es el hogar de ese niño.
No se marchó con brusquedad. Sabía que habría sido un verdadero error porque habría creado unas asperezas que él mismo no hubiera podido soportar.
Anna Bella fue tras él al salón, le alisó la capa cuando él se la puso, le colocó delante las botas y se quedó esperando de brazos cruzados. Luego lo acompañó a la puerta.
Vincent pensaba que sería un momento doloroso, espantoso, terrible, el precio inevitable de volverla a ver. Se preguntaba si Anna Bella tendría el mismo temor. Era como si no pudiera llegar hasta el inmenso amor que sentía por ella. Pero al mirarla, sin esperar más que un rostro desapasionado, vio que las lágrimas se agolpaban de nuevo en sus ojos, la vio morderse el labio e inclinar la cabeza a un lado.
—Le amo,
michie
Vince —susurró Anna Bella.
Sintió entonces una gran oleada de sentimientos en su interior y supo que era realmente el fin.
—
Ma belle
Anna Bella. —La abrazó y la besó y ciegamente atravesó la puerta por última vez.
Idabel venía adormilada de la cocina. El traje de sarga azul y el delantal de doncella quedaban impecables en su cuerpo flaco y liso de doce años. Su piel era de un oscuro color negro y su pelo crespo estaba recogido en un pequeño moño con dos horquillas. Dejó la bandeja del café en la mesa y miró asa ama con la cabeza gacha y el rostro oculto por los brazos.
—A ver si puedes hacer callar a ese niño, bonita. Cógelo en brazos un rato, ¿quieres? —dijo Anna Bella en inglés.
—¿Por qué llora usted,
missiez
?
—No importa. Pero si consigues hacer callar al niño me sentiré mucho mejor. ¿Quieres ir a cogerlo?
Idabel obedeció.
—¿Por qué llora? —preguntó con el ceño fruncido, caminando por la sala con el niño en brazos—. Ha estado aquí ese hombre de color,
missiez
—añadió—. Quiero decir ese caballero de color, ya sabe a quién me refiero.
Anna Bella alzó la cabeza y entornó los ojos ante la luz cegadora que entraba por la ventana.
—¿Qué me estás diciendo, Idabel?
—El caballero de color,
missiez
, el de los ojos azules. Vino a caballo cuando
michie
Vince se encontraba aquí, estaba empapado hasta los huesos. Vino por la puerta trasera y preguntó si estaba el hombre blanco aquí. Yo le dije que no sabía nada de ningún blanco y él me dijo que me acercara de puntillas a la puerta a mirar. Luego se marchó,
missiez
. Montó en su caballo, empapado, y se fue.
La niña se interrumpió. El bebé jugueteaba con los botones de su vestido.
—No llore,
missiez
. ¡No llore! —dijo levantando la voz con tono temeroso. Pero se quedó allí mirando cómo se agitaban los hombros de su ama, que sollozaba con la cabeza entre los brazos.
C
asi había anochecido. Los barcos de vapor resplandecían en el muelle y los pasajeros correteaban hacia aquellas luces bajo la fina lluvia gris. Marcel estaba en la cubierta alta, fuera del camarote. La lluvia le caía en la cara, en los párpados, en la mano que apoyaba en la borda. Estaba a punto de volverse hacia la puerta abierta cuando salió
tante
Louisa y, poniéndose de espaldas al viento helado que soplaba del agua, se cerró la capa con las dos manos. Se acercó a Marcel, con la cabeza inclinada hacia él. Marcel intentó marcharse para evitar el trance, pero ella le cogió de la mano.
—No irás a dejar a tu madre así, después de las cosas que le has dicho. ¿Cuándo volverás a verla?
Marcel tenía el rostro tenso. Había sido una pelea espantosa, en cierto modo la peor de su vida. Ya no recordaba gran cosa de lo que había pasado entre ellos, sólo que
tante
Louisa y
tante
Colette habían intentado evitar que viera a su madre y que él había amenazado con echar abajo la puerta de su habitación. Cecile huyó de él, escondió la cara, negó sus acusaciones, se negó a contestar sus preguntas y por fin estalló en chillidos. «Lo hice por ti, lo hice por ti», rugió una y otra vez. Por fin, arrinconada y encogida en una esquina de la habitación, se quedó callada y Marcel la cogió por los brazos y la miró a los ojos. Nunca olvidaría ese momento, nunca olvidaría el instante en que volvió la cara y vio en sus dos tías la misma expresión aterrorizada. Supo entonces que todas sus palabras serían en vano, que toda su furia no servía de nada. Ellas no comprendían lo que había pasado, no comprendían lo que habían hecho. Lo miraban como si estuviera loco, y Colette, con el mismo tono práctico y enervante con que le había contado «toda la historia», comenzó otra vez a hablarle como si fuera un idiota. Tenía que dejar a su madre si todavía le quedaba algo de decencia y nunca, nunca debía volver a mencionarle el nombre de su hermana. En ese momento se disipó toda su cólera. Se volvió hacia la mujer pequeña y temblorosa que tenía delante y que al verlo erguirse sobre ella levantó los brazos para protegerse la cabeza. Pensó con calma, con claridad, «ésta es mi madre, ésta es la mujer que me dio a luz», y salió de la habitación.
El hecho de que luego no comiera nada, no bebiera nada, no dijera nada en el piso, no tocara a sus tías ni permitiera que ellas lo tocaran a él no fue una decisión suya. Llevó a Louisa y a su madre al muelle en silencio y ahora, allí en la cubierta, se preguntó si Louisa tendría intención de provocarle para romper su precario autocontrol.
Por fin sonó la sirena, para su alivio, y Marcel retiró la mano sin una palabra. Su madre estaba en la puerta del camarote. La miró como aturdido mientras ella se acercaba y le ponía las manos en las solapas. Marcel no se apartó, aunque deseaba hacerlo. Le pesaban los ojos como el plomo.
—Recuerda —dijo ella—, la casa es tuya. No la vendas amenos que tengas necesidad. Pero si lo necesitas, adelante. Adelante —repitió sin mirarlo—. Y quédate lo que saques por ella. —Movió la cabeza enfáticamente—. Yo estaré bien donde voy.
Marcel asintió. «Estarás estupendamente —pensó con frialdad—, y yo no volveré a ver a
tante
Josette ni volveré a ver Sans Souci mientras tuestes allí. Y tú morirás allí. El dinero que tienes —la miseria que tenía monsieur Philippe en los bolsillos— será una fortuna en el campo y te permitirá todos tus pequeños gastos, regalos para bodas y cumpleaños, telas de fábrica, broches para el pelo, todo lo que necesites en medio de esa infinita procesión de tías, primas, sobrinos y sobrinas hasta el fin de tus días. Y naturalmente envejecerás con todos tus adornos, todas tus joyas y tu ropa buena. Envejecerás rápidamente con todas esas cosas, con las manos siempre ocupadas en la costura que tanto has detestado, haciendo un interminable desfile de encajes de primera comunión, cuellos, pañuelos, tapetes para los respaldos de las sillas. Y cada vez que vuelvas la cabeza te encontrarás con hombres de color casados con mujeres de color, cosa que siempre has aborrecido con todo tu corazón. Pero nadie te pedirá tu opinión en estos asuntos, a nadie le importará. Tú serás simplemente la vieja
tante
Cecile, la orgullosa
tante
Cecile, inclinada sobre su aguja, con su pelo gris».
Ya parecía una vieja allí junto a la puerta del camarote, con el sombrero empapado por la fina pero persistente cortina de lluvia, con las manos en las orejas para protegerse de la sirena ensordecedora del barco. Había una lentitud en sus modales, una imprecisión que Marcel no había visto antes.
—¿Vendrás a Sans Souci? —preguntó ella, mirando el suelo mojado a sus pies, con la cabeza ligeramente inclinada como si estuviera sufriendo un insistente dolor.
—¡Marcel! —suplicó Louisa—. ¡Marcel! Dile a tu madre que irás a verla, despídete de ella.
—¿Y qué le digo a mi hermana de vuestra parte? —resolló él de pronto, con los ojos dilatados—. Dime, ¿qué le digo a mi hermana?
Cecile levantó la cabeza y desnudó despacio sus dientes blancos.
Sus ojos oscuros brillaban en el rostro negro.
—Dile de mi parte —dijo con voz gutural— que ojalá estuviera muerta.
—Que Dios te ayude —le susurró Marcel—. Que Dios os ayude a las dos.
La aguda voz de
tante
Louise se oía en la cubierta, en las atestadas escaleras, por encima de los pasajeros y el rugido del viento. Pero al cabo de unos segundos, cuando atravesó corriendo la cubierta principal y bajó al muelle y dejó de oírla.
Cruzó a toda prisa la Rue Canal. Los grandes barcos de vapor emitían un silbido tras otro, sin que fuera posible distinguirlos. Marcel se dirigió a su casa.
Su casa. Fue a casa de Christophe donde llamó, y fue Juliet quien le quitó el abrigo y la bufanda. Le ofreció la mejilla, inocentemente, y lo dejó solo, como venía haciendo toda la semana. Al principio Marcel había pensado que se estaba sacrificando por él, porque le había tenido que echar mucho de menos en su ausencia, como la había echado él de menos a ella. Pero los últimos días parecía que Juliet, simplemente, no era tan consciente de su presencia como en otro momento él hubiera deseado.
Luego, el día anterior, habían llegado rosas para ella y Marcel había visto por la casa cajas de dulces muy bien envueltas. Cuando Christophe le dijo que el
père
de Augustin Dumanoir, el plantador negro, la estaba visitando, Marcel sonrió. «Así que eso también se ha terminado», pensó secamente.
Bueno, tal vez ya era el momento. No experimentaba ningún sentimiento de culpa por la hermosa y violenta noche que pasó con Anna Bella, cuando por fin la había poseído, cuando por fin había poseído aquel "cuerpo joven y flexible. Había sido más tierno y violento de lo que jamás hubiera imaginado. Anna Bella olía a flores y primavera mientras la muerte yacía a todo su alrededor.
¿Qué pasó después? Marcel había hecho el largo trayecto desde Metairie Oaks, empapado, después de observar oculto en la oscuridad aquellas diminutas figuras… para descubrir que Dazincourt estaba en la casa.
Pero ahora, al ver a su antigua amante subir las escaleras, al verla sonreír y hacer un lánguido guiño, tuvo la extraña y dulce sensación de que, a diferencia de tantas cosas de este mundo, ella no se había ido del todo, no se había perdido con todos los otros elementos puros y exquisitos de la infancia. Pero al mismo tiempo tenía el presentimiento, la certeza, de que no volvería a tocarla por propia voluntad.
Esperó hasta que perdió de vista el bajo de su falda y su pequeño tobillo, y luego retrocedió por el pasillo.
Una agradable oleada de calor lo saludó al abrir la puerta de la sala de lectura.
En las sombras, junto a la ventana, lejos de la luz del fuego, había una alta figura que, aunque estaba de espaldas a la puerta, Marcel supo con toda certeza que sólo podía ser Richard. Marcel no estaba preparado para la súbita ansiedad que le provocó la presencia de su amigo, la amarga y destructiva emoción parecida a la que le había impulsado a romper el escaparate Lermontant ante los ojos de una atónita multitud. Lanzó una débil y desesperada mirada a Christophe y entró en la habitación.
—Quiere ver a tu hermana —declaró Christophe.
Richard se volvió despacio, con el rostro medio oculto por el alto cuello de su capa.
—¿Por qué? —quiso saber Marcel.
—Ya le he explicado que Marie no quiere ver a nadie, ni siquiera a ti —dijo Christophe. Luego miró a Marcel y se sacó una carta del bolsillo del pecho. Al ver la expresión de su rostro, Marcel apretó los labios en una involuntaria y amarga sonrisa.
Esa mañana Marcel le había esbozado a Christophe un breve pero detallado plan para llevarse a Marie. Se proponía vender la casa y los muebles y llevarse a su hermana allí donde permitieran sus fondos, al menos a Boston o a Nueva York. Christophe había aportado de inmediato su pequeña fortuna, doscientos dólares que quedaban de lo que le había dejado de inglés y una pequeña cantidad recibida por los derechos para adaptar
Nuits de Charlotte
al teatro en París. Sería una vida difícil: vagar de un lado a otro, comidas frugales, habitaciones de alquiler y luego subsistir con el salario de un empleado una vez que Marcel tuviera un puesto fijo. Pero era la única esperanza que tenía Marcel. Christophe había ido esa tarde a explicarle la propuesta a Dolly y a asegurar a Marie que su madre se había ido al campo y que no volvería a verla.
Pero el rostro de Christophe le daba ahora a Marcel la respuesta, la misma que había escrito Marie con su propia mamo:
Siempre te querré, pero sólo te pido una cosa: que te olvides de tu hermana para que ella pueda dejar de preocuparse de su hermano. Estoy contenta donde estoy.
M
ARIE
.
Marcel se quedó pensando un momento, asimilando lo que parecía ser inevitable. Luego le pasó la nota a Richard, que primero se la quedó mirando y luego la cogió con reticencia, apartando un poco la vista, como temeroso. El papel se estremeció.
—Quiero verla —declaró Richard tras devolver la nota.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Marcel—. No quiere verte,
mon fils
—explicó Christophe—. Y si la vieras, la encontrarías muy cambiada. —Echó una ojeada a Marcel, con una mueca de preocupación—. Entonces es que la has visto —susurró él—. Se ha recobrado casi del todo —suspiró Christophe—. Anoche apareció por primera vez en el salón de: la casa de Dolly, aunque sólo un rato, y volvió sola a la habitación. Fue toda una sensación, como es de imaginar. Fue muy admirada.
Marcel no pudo disimular su reacción. Tragó saliva con esfuerzo y, sentado en la mesa redonda, se pasó las manos por el pelo.
—Tiene la intención de quedarse a vivir con Dolly —prosiguió Christophe—. Yo mismo se lo he oído decir.
—¡Quiero que me lo diga a mí! —dijo Richard.
—¿Sí? —Marcel le arrojó una mirada cargada de veneno—. ¿Y si no quiere quedarse allí?, ¿y si no es eso lo que te dice? ¿Qué harías entonces? ¿Te la llevarías y anunciarías el compromiso? ¿Te casarías con ella en una misa solemne en la catedral, en presencia de todos los primos de Charleston, las Villier, las Vacquerie y toda la
famille
Lermontant?
—¡Marcel! —le reprendió Christophe, sacudiendo la cabeza.