Movía los labios pero hablaba con voz tan baja, tan deprisa, tan febril, que Dolly no entendió.
—¡No puedo soportarlo más, no puedo soportarlo más! —exclamó Marie entre sollozos. Luego, exhausta, histérica, acercó la boca al oído de Dolly.
Dolly la escuchó, con el ceño fruncido, y fue abriendo los ojos cada vez más.
—Dios mío,
chère
—susurró—. Dios mío,
bébé
. —Las lágrimas se le agolpaban en los ojos—. Pobre niña inocente —sollozó.
—Pero, Dolly. —Marie levantó la cabeza para mirarla—, ¿no lo entiendes? —dijo con un hilo de voz, estremeciéndose—. Yo sentía eso cada vez que Richard… lo sentía incluso en sueños, y ellos lo supieron al verme. ¡Sabían que me podían hacer esas cosas!
No vio que Dolly movía la cabeza, no vio las lágrimas que le surcaban las mejillas. Sólo sentía las manos que le apartaban el pelo de la frente, el cuerpo cálido junto al suyo, y supo que por fin lo había confesado, le había dicho a alguien por qué no merecía compasión ni amor, por qué había sucedido todo, y por fin se dejó caer sin fuerzas en brazos de Dolly. Dolly la acunaba, Marie sentía que su pecho subía y bajaba con la respiración. Y entonces, como viniendo de muy lejos, oyó la voz de Dolly, sosegada, una voz que decía sencillamente:
—Ahora lo entiendo,
ma chère
. Ahora tenemos algo con lo que empezar.
A
las seis en punto Marcel se había marchado. Una luz gris penetraba por las ventanas, un pavo graznaba al otro lado de la cerca trasera. Hacía una hora que Marcel se había levantado de la cama para vestirse en silencio.
—No salgas —le susurró Anna Bella.
—¡Tengo que salir! —replicó él.
Anna Bella lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en su cuello. Cuando sus labios se encontraron, toda la desesperada intimidad de aquella noche embargó a Anna Bella. Sin embargo Marcel le besó suavemente la punta de los dedos y se fue. Todavía le parecía oír los cascos de su caballo, con el que se había alejado al galope.
Eran las seis. Una carreta pasaba traqueteando por la Rue St. Louis, brincando sobre las rodadas, y el reloj de la repisa daba la hora en que
michie
Vince podría morir. Martin se agitó bajo la colcha de encaje de su cuna de mimbre. Anna Bella lo movió con todo cuidado, sin que las ruedas hicieran un solo ruido.
Se levantó, se puso el salto de cama sobre el camisón de franela, cogió su rosario y se acercó de puntillas a la silla.
¿Cuánto tiempo se tardaba en disparar un tiro, dos tiros? ¿Cuánto tiempo hacía falta para que alguien muriera deliberadamente? ¿Y qué haría Marcel, qué haría si era Vincent quien caía? Anna Bella se puso a gemir, con los ojos cerrados, doblada en la silla.
Muy a lo lejos una campana se hizo eco del pequeño reloj y en todos los patios de alrededor se oyó el mismo monótono cacareo de gallos, débil, repetitivo, tedioso. Martin lloriqueaba y agitaba la cuna. Anna Bella lo cogió en brazos antes de que se pusiera a berrear. Se abrió la bata de seda y el pequeño se aferró con la boca al pecho, grande y duro, cargado con la leche de toda la noche puesto que en su ausencia no había podido darle de mamar. Aquella suave succión mitigaba el dolor de su pecho. Anna Bella tuvo que apretarse el otro pecho, del que manaba un reguero de leche.
Cuando el reloj dio la media hora, el bebé estaba adormilado y Anna Bella había llegado al quinto misterio de dolor, «la crucifixión», y seguía pasando cuentas en silencio mientras recitaba mentalmente las avemarías. ¿Cuánto tiempo tardarían en llamar a la puerta para decírselo? ¿Serían sus vecinas, madame Lucy o Marie; Anais? ¿O sería Marcel? Un frío color azul penetraba por las ventanas cuando el reloj dio las siete, y el resplandor que se filtraba entre las nubes convertía la lluvia en esquirlas de cristal.
Que llamen, por el amor de Dios, que alguien llame a la puerta. Pero lo que de ninguna manera esperaba era el ruido de una llave en la cerradura. Cerró los ojos y se mordió los labios al oír sus pasos. Eran inconfundibles.
—
¡Michie
Vince! —susurró—. ¡
Miche
Vince! —repitió en voz alta. Arrebujó a Martin con su salto de cama y salió con el pequeño a la puerta de la casa.
Vincent era una silueta oscura junto a la chimenea, con el pelo brillante mojado por la lluvia. Anna Bella vio primero la chispa de luz en sus ojos y luego todo su rostro iluminado por la luz de la ventana. Vincent se acercó a ella, con sus profundos ojos negros fijos en el pequeño que llevaba en brazos. El rostro marfileño del niño relucía entre sus faldones blancos como la nieve. Sus pestañas eran largas y hermosas, sus rasgos, a sus seis meses, estaban exquisitamente formados.
Anna Bella no pudo controlar el temblor de sus labios y sus lágrimas cayeron sobre la cabeza del niño. Soltó un gemido cuando Vincent le besó la frente. De pronto él la estrechó contra su pecho, con el niño entre los dos. Estaba helado, tenía las manos frías, las mejillas frías, la ropa le olía a invierno, a viento y lluvia.
Anna Bella permaneció un buen rato en silencio.
Cuando ya le había quitado las botas mojadas, le había hecho un café y había encendido el fuego, Vincent todavía no había pronunciado una sola palabra. Advirtió que Anna Bella lloraba, y cuando ella le cogió la cabeza con sus manos cálidas y la estrechó contra sí, él pudo ver la profundidad de su dolor y su alivio.
Vincent siguió en silencio incluso cuando Martin se despertó de nuevo. Fue tras Anna Bella hasta el dormitorio y vio cómo se ponía al niño en el pecho. Finalmente fue ella la que rompió el silencio.
—¿Henri DeLande está…?
Vincent asintió. No le dijo que Henri Delande había recibido un estúpido y abyecto disparo en el estómago y que había tardado veinte minutos en morir. No intentaron moverlo, no habría soportado el dolor. Con sus diecinueve años y cegado por la lluvia, el muchacho había errado el tiro.
Parecía querer coger al bebé. Anna Bella miró sus párpados contraídos, las largas pestañas húmedas y la boca diminuta, intentando ver lo que veía Vincent: una piel tan fina como la suya, el pelo ligeramente rizado, las manitas abriéndose y cerrándose como si estuviera pensando. Ahora, como si percibiera que había cerca un extraño, Martin dejó bruscamente de mamar y se quedó mirando a Vincent, y al no ver ninguna sonrisa en su rostro, al ver que Vincent le miraba con la misma seriedad con la que miraba él, el pequeño Martin se echó a llorar.
—Calla, calla, no llores. —Anna Bella le volvió a ofrecer el pecho—. No pasa nada, es que no te conoce.
Pero Vincent parecía haber recibido un golpe. Se levantó y, de espaldas a ella, sus hombros se agitaron en un desconsolado llanto silencioso que parecía estremecerle por completo y estremecer toda la habitación. Anna Bella lo miraba impotente. Era como si se hubiera roto una enorme presa y el torrente estuviera destrozando el cuerpo de Vincent, a pesar de sus vanos intentos por debatirse contra la corriente.
Por fin Anna Bella dejó al bebé, buscó rápidamente el chupete entre las sábanas y volvió su atención a
michie
Vince.
Pero él seguía de espaldas, hundido junto a la cama, y no quiso mirarla hasta haberse calmado.
—Anna Bella —comenzó—, Anna Bella, he venido a decirte que lo siento, que siento que todo terminara como terminó. He venido a decirte directamente que siempre me ocuparé de ti y del bebé, pero que no volverás a verme. Fui un miserable al dejar que fueran mis abogados los que te dijeran todo eso, fui un miserable al dejarlo todo en sus manos.
Parecía que iba a perder de nuevo el control, pero se enjugó impacientemente los labios con su pañuelo de lino y aquel sencillo gesto le devolvió la compostura.
—Todo esto… los jóvenes Ste. Marie, el muchacho presentándose en Bontemps como se presentó, y ahora la chica… ¡Nada de esto debería haber sucedido! ¡Esos niños no deberían haber nacido! Mi cuñado era un hombre malo, egoísta y falto de carácter porque no le importaba nadie más que él mismo. Esa familia es fruto del descuido y del deseo carnal, y ahora se ha quedado arruinada, abandonada a su suerte. Tú y yo, Anna Bella… el niño… Eso tampoco debería haber pasado. ¡Es un error! Te aseguro que no debería haber pasado por grande que fuera la soledad y por grande que fuera el amor. —Se detuvo. Anna Bella le rodeaba los hombros con el brazo, pero él hizo un ligero gesto para que se separara. La expresión de Anna Bella era dulce y pensativa, aunque Vincent jamás hubiera podido imaginar el motivo. Anna Bella estaba pensando en sus propias reservas, en el día que fue al
garçonnière
para dejar la decisión en manos de Marcel. Sólo la presión de la mano de Vincent en su espalda devolvió a Anna Bella al momento presente.
—Lo comprendo,
michie
Vince —dijo.
Le parecía que estaba muy guapo. El sol de la mañana penetraba por las ventanas a su espalda. Tenía el rostro algo macilento de sueño y los ojos impregnados de tristeza, como si fueran los de un hombre mucho mayor. Al mirarlo, a Anna Bella se le ocurrió una desconcertante idea: que había matado a tres hombres en dos días, al último no hacía más de dos horas. Pero no era eso lo que a él le atormentaba, ni siquiera pensaba en ello. Anna Bella miró sus finas manos blancas de uñas muy cuidadas. Esa mano que ahora se apoyaba en su rodilla había sostenido la pistola, había apretado el gatillo.
—Lo comprendo,
michie
Vince —murmuró, sintiendo un vago dolor por su propio deseo avivado. Se esforzaba por comprender lo fascinante de su poder, la infinita fuerza y libertad que infundía aquella mano elegante, su blanca frente—. Lo comprendo.
—Es que si venía yo mismo a decírtelo tenía miedo de no ser capaz de salir por esa puerta. Anna Bella, te he necesitado mucho, te he amado mucho. Dios mío, ¿por qué te he hecho esto? ¿Por qué me he hecho esto a mí mismo?
—No me haga llorar otra vez,
michie
Vince —susurró ella. Vincent la atrajo hacia sí, estrechándola como si quisiera meterla dentro de su propia piel. Le acariciaba la mejilla como si no pudiera abarcarla toda, y su piel, firme y sedosa, resistía la presión del pulgar.
—No sé si podré dejarte, Anna Bella —le dijo al oído—, pero no puedo traer otro hijo a este mundo. ¡No puedo!
Anna Bella suspiró. Miraba el sol en la ventana, las ráfagas doradas de lluvia y pensaba en todas aquellas veces que él se quedaba silencioso, sombrío y atormentado, y la abrazaba con esa misma ansiedad cuando llegaba el momento de separarse. Anna Bella sabía que si seguía pensando en eso más que en lo que él le estaba diciendo no podría evitar desearlo con toda su alma.
Pero ya estaba, todo se había terminado. Todo se había terminado antes de que se le asestara el golpe de gracia la noche anterior en esa misma cama.
—
Michie
Vince —le dijo mirándole a los ojos—. Usted no me quiere y no quiere esto.
—Dios mío, si no fueran una y la misma cosa.
—Pero lo son, y usted no quiere al bebé que está en la cuna. Ni siquiera puede mirarlo o tocarlo, no puede considerarlo suyo.
Vincent no podía negarlo. Lo único que podía hacer era encerrarse en sí mismo y apartar la vista de ella con las manos apretadas entre las rodillas.
—¿Qué me está pidiendo? —preguntó ella suavemente—. ¿Que intente hacerle cambiar de opinión? ¿Que le atraiga de nuevo a esta cama? Así no habrá para usted más que desdicha hasta el fin de sus días.
En los ojos de Vincent brilló una cálida luz que Anna Bella había visto a menudo en otros tiempos.
—Tú no me has hecho más que bien, ¿verdad, Anna Bella?
—
Michie
—suspiró ella—, yo quiero el bien para todos nosotros.
—Pero no habrás pensado ni por un momento que yo permitiría que el niño careciera de nada, que tú carecieras de nada…
Anna Bella se apresuró a negar con la cabeza. Era una pregunta retórica. Vincent estaba teniendo con Martin el único gesto que le era posible.
Vincent cogió la mano de Anna Bella.
—Quiero que tenga una educación —comenzó con voz tranquila, como aliviado, como si hubiera terminado su lucha—. Y quiero que se marche de aquí cuando tenga la edad suficiente, tal vez a los doce o trece años, antes de que se haga un hombre. Quiero que viva en algún lugar del planeta donde las razas puedan mezclarse de alguna forma, o al menos donde puedan convivir en paz… He tomado precauciones legales con respecto a vosotros dos que no pueden ser revocadas por ningún tribunal, disposiciones que son conocidas por otros miembros de mi familia que las respetarán si yo muero.
La mirada de Anna Bella se posó en su rostro para luego recorrerlo sin que él se diera cuenta, desapasionadamente, como si viera todo el hombre que Vincent era.
—No,
michie
Vince.
Vincent, sorprendido, frunció el ceño.
—Sé que es usted uno de los mejores hombres que he conocido —prosiguió ella—, y puede que en toda mi vida no vuelva a conocer a nadie igual. Pero no voy a educara mi pequeño para que vaya a Francia porque usted lo quiera, no pienso llenar su infancia con sueños de un mundo de color de rosa donde pueda ser un hombre. Le voy a educar para que sea un hombre aquí,
michie
Vince, aquí donde creció su madre y donde nació él. Le voy a enseñar a vivir entre su gente aquí, en el mundo que su gente ha construido. Y si algún día él quiere ir a buscar fortuna en otro país, yo seré la primera en ayudarlo. Pero nadie lo separará de mí hasta entonces, y nadie le va a enseñar a despreciar lo que es.
Vincent estaba sobrecogido. Miró a Anna Bella, sus tranquilos ojos negros, su boca grande y suave totalmente inmóvil.
—Pero no se preocupe,
michie
Vince. Sabrá que su padre fue un caballero blanco que siempre cuidó de que no le faltara nada, aunque nunca sabrá su nombre.
Aquellas palabras fueron una punzada. La miró como si no pudiera creer que ella quisiera hacerle daño y se dio cuenta de que no había sido su intención. En ese momento se le ocurrió una idea para La que no estaba preparado. No podía volver la cabeza hacia el niño que dormía en la cuna, pero pensó en él, lo vio, y por primera vez asimiló la idea de que era su propio hijo. Y fue tan sólo porque Anna Bella acababa de decirle, razonablemente, que haría con el niño lo que ella, y sólo ella, considerara mejor.
Vincent se levantó despacio, soltó la mano de Anna Bella con gran dulzura y se quedó de pie en medio de la habitación. A su alrededor se oía el ronco rugido de la lluvia. Anna Bella estaba sentada ante él, bastante serena, con su bonito salto de cama de seda pudorosamente abrochado hasta el cuello, sus manos, de un blanco marfil, entrelazadas sobre las rodillas.