La noche de todos los santos (86 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

Marie se puso el chal por la cabeza y se volvió hacia su tía, con ojos serenos.

Colette miró nerviosa la lámpara. Cuando volvió a alzar la vista Marie todavía la miraba. Colette apartó de nuevo los ojos con un estremecimiento.

—Volverás —dijo—, en cuanto oigas lo que tiene que decirte tu madre. —Frunció los labios—. Al fin y al cabo, no tienes otro sitio adonde ir.

—IV—

H
acía rato que había anochecido cuando Marie levantó para salir de la catedral. El sacristán estaba apagando las luces. Se oyó el estampido de un trueno tras las pesadas puertas, y Marie pensó en las calles oscuras. El miedo hacia su madre y sus tías la había retenido en la iglesia hasta aquella hora alarmante. Ahora vaciló en el vestíbulo de la iglesia y miró como aturdida el sagrario, sorprendida de no sentir la serenidad que siempre experimentaba bajo aquel tejado y que ahora necesitaba más que nunca. En las últimas horas había invadido su mente un millar de ideas desesperadas, todas las cuales al final iban a dar al mismo sitio: Marcel venía de camino, ella tenía que esperarle, no debía empeorar las cosas. Pero la oración no la había fortalecido, las formas y rituales de su fe estaban fuera de su alcance. Era como si la hipocresía de los que la rodeaban la hubieran despojado de todo sentido, o como si su propia cólera la apartara de Dios y su amargura borrara el contenido de sus oraciones. Un caos se cernía sobre ella, un abismo que su furia hacía cada vez más profundo, que su ira hacía insondable.

Ahora, mientras corría por la negrura absoluta de Pirateé Alley hacia la Rue Royale, la embargó un pensamiento aterrador. ¿Y si Marcel no venía? ¿Y si le impedían venir? ¿Y si tenía que enfrentarse a ellas sola, una noche tras otra?

Un relámpago llameó al entrar en la Rue Ste. Anne. Marie echó acorrer hacia la esquina de la Rue Dauphine, y un nuevo estampido iluminó la calle y la sombría fachada de la casa de los Mercier como si fuera de día. Si hubiera alguna luz, pensó Marie de pronto, podría llamar a la puerta de
michie
Christophe, tal vez incluso entrar para quedarse un momento junto al fuego. Pero la casa estaba a oscuras bajo la lluvia torrencial. Marie tenía el chal empapado, el pecho dolorido. Se encogió para protegerse del viento y siguió caminando hacia las tenues luces de su casa.

La lluvia arreciaba, o tal vez caía a chorros del tejado. Marie se detuvo en la calle junto a la ventana de su madre y vio su sombra en las cortinas. Caminaba de un lado a otro. Marie se dejó caer exhausta contra la pared mojada y se tapó la cara con las manos. Se le deslizó el chal y la lluvia le cayó en el pelo. Protegiéndose los ojos con los dedos vio, bajo el súbito y silencioso resplandor de un relámpago lejano, la puerta abierta de la cocina.

—¿Lisette? —susurró al entrar. Todo era oscuridad salvo el palpitar rojo de las ascuas agonizantes, pero se oían ruidos casi imperceptibles: una respiración, el rumor de tela contra tela—. ¿Lisette? —llamó de nuevo—. ¿Me dejas pasar?

—Nadie la detiene —dijo la voz de Lisette en las tinieblas. Estaba sentada contraía pared, con las piernas estiradas sobre el camastro. Marie entró en silencio y se sentó en la mecedora de madera junto al fogón. Vio un destello de oro en las tinieblas y supo que era un vaso de whisky. Ahora vislumbraba la cabeza de Lisette, perfilada con un tenue hilo de luz proyectado por los carbones de la cocina, un hilo de luz qué seguía la curva de sus pechos. Un suspiro escapó de sus labios y Marie, con el codo en el brazo de la mecedora, se echó a llorar.

Lisette, que llevaba tres horas en la habitación a oscuras veía perfectamente a Marie, su pelo cayéndole sobre el brazo, la sombra de su vestido de tafetán. La lluvia arrancaba del tafetán un curioso aroma que se mezclaba, con el calor de las ascuas de la cocina y los carbones del fogón. Lisette levantó el vaso, se mojó apenas los labios con el whisky y lo bajó de nuevo. Era el whisky de
michie
Philippe, fuerte y delicioso, un elixir comparado con el whisky de maíz al que Lisette estaba acostumbrada o los tragos de ron o vino que se podía costear. Tenía cuatro botellas de ese whisky bajo la cama, robadas en sus incursiones a las habitaciones de arriba, y ahora, con el quinto vaso, no veía fin a la sensación de entumecimiento y calor que la embargaba desde esa tarde.

Lisette pensaba, sin embargo. El calor y la calma otorgaban una cierta libertad a sus deliberaciones y, curiosamente, un cierto alivio. Su ama había vuelto a casa al anochecer con el notario para informarla de que
michie
Philippe no la había liberado.

—Ahora me perteneces a mí —había dicho Cecile entre dientes, retorciéndose su alma de serpiente entre sus bonitos vestidos—. Monsieur Dazincourt me va a mandar tus papeles de Bontemps. ¡Y si crees que Marcel te puede ayudar, te equivocas! —Sonrió entonces y se inclinó desde la puerta de la cocina—. Anda, escápate —dijo—, venga, vete como has hecho antes, vete con esa Lola Dedé, vete a vivir escondida por los callejones. ¿Te crees que no te encontraré? Pondré un cartel en cada muro, en cada árbol. Jamás, mientras yo viva, trabajarás para una familia decente en esta ciudad. Venga, vete, que cuando vuelva Marcel le pueda decir que te has vuelto a escapar.

Con los ojos muy abiertos, jadeando. Ah, si los demás hubieran podido ver entonces su cara…

—Vete al campo —añadió con una pérfida sonrisa—. Así te cogerán y te meterán en una cadena de esclavos y te venderán cuando vean que nadie te reclama. ¡No, no harás nada de eso! El notario hará una copia de los papeles, no tendremos que esperar que lleguen de Bontemps. Vas a ser buena, te vas a quedar aquí, porque cuando te lleve a esa casa querrás que diga que eres buena, que eres una buena doncella, si no quieres que te vendan en los campos.

Era lista, ¿verdad? Era diez veces más lista que
michie
Philippe, sí, diez veces más lista que aquel hombre mentiroso y sensiblero. «Mi papá, el rico plantador, me va a cuidar, me va a dar la libertad».

Dejó que el whisky se le deslizara por la garganta.

Y ésta, mírala, pobre
missiez
Marie, llorando y meciéndose en el balancín. Le veía la mano blanca relumbrar como con luz propia, y la piel blanca de la frente cuando bajó la cabeza hacia su regazo. ¿Qué se sentiría con un vestido así, notando el tafetán en la piel? El pelo de Marie se cerraba casi sobre la blancura de su frente, el tafetán oscuro casi envolvía la pequeña mano blanca. Marie levantó la cabeza y su rostro almendrado volvió a brillar.

—¿Qué voy a hacer, Lisette? ¿Qué voy a hacer?

Hacer, hacer, hacer.

En cierto modo era un alivio que todo se hubiera acabado, que hubiera desaparecido toda esperanza. Era como si hubiera nacido con una fiebre que había ardido siempre dentro de ella, un año tras otro, desde que tenía uso de razón. «Es tu papá, cariño, sí, pero no se lo digas a nadie, él te dejará libre cuando seas mayor. ¡Vas a ser libre!». Cuántas veces se había representado ella ese sueño: trabajaría para una dama, llevaría su sueldo todos los viernes al banco donde al cabo de un tiempo la conocerían por su nombre, y cuando fuera a hacer sus pequeños ingresos el cajero le diría algo agradable, como «Ah, Lisette, eres una chica muy ahorradora». «Es que tengo mis propias habitaciones, monsieur», explicaría ella, o incluso tal vez algún día: «Tengo mi propia casita.» «No os toméis ninguna libertad conmigo», les diría a los esclavos que se llevarían la mano al sombrero, esos hombres arrogantes que presumían en el bar de la esquina. «¡Soy libre!»

Bueno, todo se había terminado.

—¿Qué voy a hacer, Lisette? —sollozaba Marie—. ¿Qué voy a hacer?

Más palabras, más discursos patéticos y manidos sobre Richard Lermontant, la arpía de Louisa, la arpía de Colette, la arpía de «mamá» y el príncipe azul, «mi hermano», Marcel. Qué se sentirá con un vestido como ése, con un pelo así, con esa piel. Y no hace más que sollozar en esa mecedora, desvalida, incapaz siempre de hacer la más mínima cosa por sí misma, débil, llorando.

¿Qué voy a hacer, Lisette?. Dios, tener eso por un instante, ser así, caminar así, hablar con ese perfecto acento de dama francesa. Callejones, los hombres baratos de Lola Dedé, camas sucias y callejones. ¡Pero no! ¡El mercado de esclavos no!

No, eso siempre había estado fuera de cuestión. Y el bueno de
michie
Christophe suplicándole que fuera valiente, prometiéndole que él mismo se pondría en contacto con
michie
Dazincourt para decirle la verdad. No se preocupe,
michie
, usted es bueno y no tiene por qué esforzarse. Su brazo, como una máquina, volvió a levantar el vaso y el whisky le cayó en la boca. Una súbita impaciencia le hizo apurar la copa. Cogió la botella con el mismo brazo y volvió a llenarla. Durante dos horas y media no había tenido que mover más que el brazo izquierdo. «Adelante, escápate a vivir en oscuros callejones, vete con esa Lola Dedé, ¿por qué no te vas?». Sí, eso era justamente lo que haría, y sería tan terrible, tan espantoso como ella había dicho.

—Quieren que vaya a las salas de baile, Lisette, quieren que renuncie a Richard para aceptar a un hombre blanco…

¡Pobre pequeña, qué horrible destino!

—¿Qué voy a hacer, Lisette?

Roba esos vestidos, ¿por qué no?, ya que te vas… Ella te perseguirá hagas lo que hagas. Roba los vestidos, el de tafetán verde, el de muselina, el de seda rosa… sí… roba los pantalones, las camisas, las has lavado, las has planchado, las has lavado, las has planchado, conoces cada hilo, cada costura.

Y el dinero… ¿qué tiene ella en el secreter, cien dólares? ¡Cógelos! «Jamás, mientras yo viva, trabajarás para una familia decente en esta ciudad».

—Si Marcel pudiera venir a casa, Lisette…

Marcel, Marcel, Marcel.

—¿Qué demonios puede hacer él,
missiez
? ¡No es más que un niño!

Marie sollozaba, con sus manos blancas en su cara blanca. Róbalo, róbalo, corsés, tafetanes, sedas, perfumes.

—Tienes que ayudarme, Lisette. Él siempre ha estado de mi lado.

«Yo haré que te libere, Lisette, confía en mí. Haré que te libere, pero hace falta tiempo».

Dios. En realidad ella nunca había hecho nada parecido en toda su vida, robar los vestidos, robar el dinero, huir. Lola Dedé le habló una vez de un veneno. Lo pones en la comida de tu ama,
chère
, y luego no tienes más que sentarte a esperar. Un sueño, no era más que un sueño, hacer sufrir a esa zorra como ella me ha hecho sufrir a mí, hacerla temblar de miedo como me ha hecho ella a mí. ¡No pienso permitir que me vendan!

Pero jamás tendría coraje, jamás tendría fuerzas. Venenos, hechizos, sueños que volvían a ella una y otra vez hasta marearla. ¿Serías capaz de robar esos vestidos? ¿Podrías romper la cerradura del secreter? «Lisette, ¿por qué te escapas, por qué bebes así? Te estás haciendo daño». Sueños de coger del cuello a esa arpía negra y rompérselo, rompérselo. «Tienes que ser buena con el ama, cariño, así son las cosas, tienes que tener paciencia,
michie
Philippe es tu papá,
michie
Philippe te dejará libre».

—No sé qué voy a hacer si Marcel no viene, Lisette. No puedo volver con ellas, no puedo volver a esa casa…

Pobre, pobre niñita blanca y desvalida, pobrecita
missiez
Marie con su hermoso cabello largo. Pobre
missiez
Marie que había sido desgraciada toda su vida.

—Déjame quedarme aquí contigo, Lisette. ¡Tiene que venir a casa, Lisette!

—Lo que usted necesita es un hechizo,
missiez
. —El brazo volvió a levantar el vaso de whisky—. Algunos polvos mágicos para que la dejen en paz hasta que su hermano vuelva a casa, para que esos hombres blancos no la miren. —La cintura estrecha, la boca roja. Lisette soltó una ronca y maliciosa carcajada.

—No, no me digas esas cosas, Lisette. Déjame quedarme contigo en la cocina. No puedo entrar en casa.

—Un hechizo —murmuró Lisette. Al final ya sabes cómo saldrá todo, no serás capaz de robarles nada, no echarás veneno en la comida y no existirá esa negra libre que tiene su propio dinero en el banco y su propia casita y un elegante negro libre que venga a llamar a su puerta los domingos. «Buenas tardes, señorita Lisette, ¿le importas! me siento un ratito en su porche?».

Basta, basta de sueños. Esos papeles pueden llegar mañana mismo, y no vas a permitir que te vendan.

De pronto se le ocurrió una curiosa idea. Todavía tenía el vaso en la mano.

Al principio fue como una sensación, algo que notaba en los músculos de la cara y las raíces del pelo, un extraño sosiego, como el que proporciona el alcohol. Sentía el aire en la cara, escrutaba la oscuridad, oculta en ella, con la boca entreabierta, considerando una posibilidad que jamás había pensado. ¿Era como las demás posibilidades? ¿Se daría cuenta al final de que no eran más que sueños? No. Esta idea era tan fácil, tan simple y tan buena, mucho mejor que cualquier otra que hubiera tenido jamás. Su mente intentó retroceder, decirle «no, tú jamás harías una cosa así, tú no, Lisette». Apartó la vista mientras su cabeza se debatía por expresar esa negación. ¿Pero y si lo hicieras? ¿Y si lo hicieras? ¿Quién puede impedírtelo? Puedes hacerlo. ¡Hazlo!

De pronto la idea se expandió desde la concepción primera hasta convertirse en un plan maduro, inmenso y malvado, espléndido en su maldad, espléndido en sus consecuencias sobre todos, sobre esa arpía negra de Cecile, sobre las arpías de Louisa y Colette y sobre ese príncipe azul, ese hermano que no estaba aquí. Lisette respiró hondo. Era algo magnífico, algo que jamás había hecho.

—… Yo no creo en hechizos, no me hables de esas cosas, Lisette. Sólo quiero quedarme aquí contigo… —Marie lloraba. Pobre, pobre niña rica, blanca y hermosa.

—Pobre
missiez
. —Lisette miró el blanco espectro de Marie y se pasó la lengua por los labios—. Pero esos hechizos existen. Es algo que logrará que ya no la deseen, ni siquiera la mirarán cuando pase por la calle, y dará igual lo que digan sus tías, ya pueden hablar con esos caballeros hasta quedarse roncas… —Su voz se desvaneció. Bajó los pies de la cama, se puso las zapatillas y se acercó en la oscuridad hacia Marie. Ante ella había una espléndida maldad, la oportunidad de su vida, ya no había dudas. Cuando cogió a Marie del brazo, supo que no había vuelta atrás.

—V—

M
arie se detuvo a la entrada del callejón y parpadeó. El silencioso destello de un relámpago iluminó un instante la ruinosa casita bajo la lluvia. Dentro se oía música, y tras las cortinas de colores que cubrían las ventanas se veía gente bailando al ritmo de los tambores.

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