Iba de caza dos veces por semana. Sentía la emoción del estampido del disparo y una peculiar agitación interior cuando el pato caía del cielo. Todavía le martilleaba el corazón cuando lo cogía de las horribles fauces del perro y le quitaba la vida con sus propias manos. Pescaba de vez en cuando metiéndose con botas altas en los pantanos para sacar los cangrejos con largos sedales, y por las tardes lo invadía una deliciosa paz sentado en la larga mesa, profusamente iluminada por las velas, en la que rara vez se reunían menos de catorce a cenar, donde la conversación transcurría fluida y lánguida como el movimiento del
punka
, un enorme abanico rectangular de madera colgado del techo que se movía adelante y atrás, adelante y atrás obedeciendo a los tirones que daba un soñoliento niño esclavo en el extremo de su larga cuerda.
Allí, en aquellas enormes habitaciones, Marcel vio por primera vez el emplazamiento idóneo para la inmensa cantidad de muebles que toda su vida había visto agolpados en la casa Ste. Marie. Para aquel espacio se había construido la enorme cama con dosel, allí el gigantesco aparador parecía elegante y adecuado y los enormes armarios a escala perfecta. Era fácil acostumbrarse a ello: la brisa a través de los ventanales, el último calor del veranillo de San Martín que ascendía hacia los altos techos, las voces de sus bonitas primas, Clementine, Louise, Marguerite, que desde la llegada de Marcel venían cada vez más a menudo de la plantación de su padre.
Marguerite tenía una hermosa voz. Tocaba bien el espinete. Marcel le pasaba las páginas de las partituras hipnotizado por la velocidad de sus dedos diminutos y cuando de vez en cuando ella le miraba a los ojos, se sentía invadido por una debilidad, algo difuso y romántico y muy distinto de la pasión que tanto echaba de menos con Juliet. Tenía los ojos negros, sesgados, su pelo era una colección de tirabuzones perfectos en torno a sus orejas, su piel
teint sauvage
o rojiza como la de un indio, y su boca de labios generosos del color de las rosas. Una vez fueron juntos
Apigeonnier y
Marcel se horrorizó al descubrir que los peludos polluelos que estaban cogiendo eran la cena de esa noche. Ella se rió de él y le dio un beso en la mejilla.
Pero no todo era ocio. De hecho, todo el mundo trabajaba. Las mujeres cosían constantemente y por las tardes cortaban patrones en la mesa.
Tante
Josette supervisaba todas las operaciones: la recogida a finales de diciembre, las reparaciones de una docena de edificios, la matanza de los cerdos cuando por fin se asentaba el invierno. Gastón y Pierre solían quedarse dormidos en el salón, con las manos dobladas sobre el pecho, mientras que Emile se quedaba hasta tarde con sus libros a la luz de la lámpara de aceite. Marcel escribía cartas a todo el mundo en medio de aquella familia que a veces parecía abarcar todas las plantaciones de los alrededores. Una tarde que volvía de cazar con Gastón en las tierras de Marguerite, río arriba, insistieron en que se hiciera cargo de la educación de los más pequeños de la familia. Con
tante
Elizabeth vivía un tutor, pero no daba abasto. Estaban los hermanos pequeños de Marguerite y los bisnietos de
tante
Josette, una prole de doce cuyos nombres todavía confundía Marcel. De modo que pronto tuvo que dedicar las mañanas a dar clases elementales hasta que, impaciente y ansioso, se iba a echar una siesta a su habitación.
A principios de diciembre llegó un pintor, como tantos otros habían llegado antes, ofreciéndose a hacer un par de retratos por una modesta suma, habitación y comida. Era un hombre de color de Nueva Orleans a quien Marcel no había tenido ocasión de conocer, y pronto el penetrante aroma de sus óleos llenó las salas inferiores del
garçonnière
. Marcel observaba fascinado cómo el hombre mojaba el pincel en la paleta de brillantes colores y daba vida al rostro de prima Elisa ante sus ojos. Le hizo la boca demasiado pequeña, menos africana, sacrificando por tanto algo de la notable belleza de sus rasgos.
Pero quien fascinó más a Marcel fue el daguerrotipista itinerante. Echaba de menos los salones de retratos de Nueva Orleans. Pensaba constantemente en el ilustre Jules Lion, en el viejo Picard y en su magnífico ayudante, Duval, y se preguntaba si este último habría logrado reunir el capital necesario para montar su propio estudio. Añoraba aquellas caras sesiones, las charlas, la magia, y se preguntaba si podría volver a costeárselas alguna vez. Pero a Sans Souci llegó un hombre con su propia carreta, en la que estaba pintada la palabra «Salón de Daguerrotipos», y sacó retratos de toda la familia, que luego serían colgados en las paredes. Otro llevó su equipo a casa de Marguerite y, en una sala bien iluminada y con una manta que hacía de fondo, sacó un excelente retrato de las tres hermanas, Marguerite, Louise y Clementine. Pero la mayoría de esos trabajos eran tristemente inferiores al arte de Nueva Orleans. La única gran ventaja era que cuando se los albergaba en la propia casa, como era costumbre, esos hombres hablaban libremente de sus aventuras, de los retratos que habían hecho entre los indios en el Oeste o de las maravillas naturales como las cataratas del Niágara. Marcel envió una «muestra» pasable a Christophe, un retrato oval de él con botas de montar y escopeta, describiéndole con todo detalle cómo era una carreta salón y adjuntando sus propios comentarios sobre la técnica del daguerrotipista.
Mientras tanto Marcel alternaba cada vez con más plantadores de color. Sus cacerías le permitieron conocer nuevas casas y nuevas familias, de las que algunos hombres se unían a la partida. Una mañana le sorprendió descubrir que iban de cacería hacia el norte con dos plantadores blancos de Cote Joyeuse. Todo era amistoso y familiar, y más tarde toda la partida cenó en casa de un hombre de color, blancos y mulatos juntos en la mesa, tras lo cual se jugaron unas manos de cartas. No hubo ninguna falsa formalidad, se contaron viejos chistes que todos conocían e historias de otras cacerías, se habló de la cosecha de ese año, de la falta de lluvia el verano y el otoño anterior y de sus consecuencias. Marcel lo observaba todo, sin querer confiarse apresuradamente, seguro de que a pesar de aquella camaradería seguían existiendo unos rígidos límites establecidos.
Un domingo que iba con
tante
Josette a Isle Brevelie, pudo hacerse idea por fin del tamaño real de la comunidad de color en aquella zona. Habían ido a visitar a la familia Metoyer, cuyas plantaciones eran bastante famosas por allí. De hecho, por todo el condado había Metoyer mulatos y la iglesia católica de St. Augustine, en la plantación de Yucca, había sido construida por esa familia. Allí fue donde
tante
Josette llevó a Marcel a oír misa. La congregación estaba formada sólo por rostros de color. Los esclavos reunidos fuera, bajo el alero, añadían a los cantos su hermoso timbre africano, y la única cara blanca era la del sacerdote.
Una curiosa paz sobrecogió a Marcel en aquella iglesia. No pensaba en Dios, de hecho apenas era consciente de la ceremonia, y se arrodillaba, se levantaba y murmuraba las oraciones sólo para complacer a su tía. Pero se daba cuenta de que ya llevaba meses viviendo entre gente de color, de tal forma que incluso le había chocado un poco ver al daguerrotipista blanco o a los cazadores de Cote Joyeuse. Incluso en Nueva Orleans, donde su gente (unas dieciocho mil personas) poblaba las estrechas calles, jamás había sentido ese agradable anonimato, esa encantadora armonía. ¿Pero qué pensarían sus hermosas
cousines
?, se preguntaba al verlas volver una a una de recibir la comunión, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas. ¿Qué pensarían si supieran que no tenía ni un penique a su nombre? Su nombre. ¿Tenía siquiera un nombre?
Después de misa, mientras caminaba con
tante
Josette por las orillas del río Cane, ella le contó la historia de aquella familia, y lo que Marcel pensaba de los nombres cambió considerablemente.
Todos esos Metoyer que poblaban la región conocida como Isle Brevelle, que abarcaba muchas casas y prósperas plantaciones, descendían de una esclava libre, Marie Therese CoinCoin, que había hecho una pequeña fortuna con una tierra que le otorgaron en la época de los españoles, y compró la libertad de sus hijos, uno a uno. Ni siquiera el
grand-père
Augustin, su primogénito, el que construyó la iglesia de St. Augustine, había nacido libre. Los padres de Marie Therese eran nietos de los esclavos africanos y fueron los que le pusieron CoinCoin, que de hecho era un nombre africano. «¡Esta gente no ha heredado su mundo, lo ha construido!». Como los antecesores de Richard Lermontant, habían construido el suyo. Habían creado una vida para ellos mismos, tan rica y próspera como la de los colonos blancos que una vez los tuvieron encadenados.
Pero aquel cálido y hermoso día habría pasado para Marcel a formar parte sin pena ni gloria de la variada colección de agradables impresiones sobre Río Cane, de no haber sido por otro pequeño detalle que le dejó su impronta en la mente.
A media tarde salió a solas a la galería trasera del caserón en Yucca a mirar el paisaje. Se veían los habituales edificios de una plantación, las imágenes usuales, se oían los sonidos de siempre. Pero detrás de la casa principal, es decir, justo delante de él, había una construcción muy diferente de cualquier otra que hubiera visto, porque aunque tenía un enorme tejado inclinado, como muchas cabañas de esclavos, no estaba soportado por columnas y se alzaba muy alto, mucho más alto que ningún otro. Un corto paseo hasta allí le permitió descubrir que la casa era mucho más sorprendente, porque bajo el enorme tejado se escondía toda una planta, cuyas ventanas daban a la sombra. Unas toscas vigas que sobresalían de las paredes aguantaban el tejado. Marcel no supo qué pensar, y cuando volvía a su casa esa noche con
tante
Josette averiguó, decepcionado, que su tía no conocía el propósito de aquella construcción ni cómo ni por qué se había hecho.
No se le iba de la cabeza. Le hacía pensar en otros edificios que había visto en un libro antiguo, en grabados que no recordaba del todo. En algún momento, durante la noche cayó en la cuenta de que había visto aquella misma construcción en las pinturas de las tierras salvajes de África de los relatos de viajeros británicos que a Anna Bella tanto le gustaba leer. La casa parecía construida para el clima propio de aquellas tierras (cómo debía de refrescar las habitaciones aquel inmenso tejado en forma de seta), y no había visto nada metálico en ella por ninguna parte, excepto tal vez las bisagras de las puertas azules. ¿Qué esclavo había construido aquella casa? ¿Qué esclavo había recordado una casa similar en África, una casa que podría haber sido su hogar? Aquello le tenía perplejo, sobre todo por un rasgo trascendental de la construcción: era muy hermosa. Parecía mejor que aquellas otras cabañas cuyos tejados eran sostenidos por postes clavados en la tierra.
Al pensar en ello recordó lo que le había contado Jean Jacques años atrás sobre la magnífica calidad de las esculturas africanas que hacían los esclavos en sus cabañas en Santo Domingo. De pronto ardía en deseos de volver a Yucca, de preguntarle a todo el mundo por aquella curiosa casa, y mientras se dormía sintió con más dolor que nunca la pérdida de Jean Jacques. Quería enseñarle aquella casa, llevarle bajo el gigantesco tejado, quería hablar con Jean Jacques de su construcción. Cómo se habían burlado Rudolphe y Richard de él aquel verano, cuando se obsesionó tanto con la artesanía de una simple silla, de una mesa, con el modo en que una escalera ascendía junto a la pared. Pero el milagro jamás se había desvanecido, ni con la muerte de Jean Jacques ni con el desarrollo de la mente de Marcel. Ahora le parecía una gran crueldad no tener siquiera el talento para dibujar de memoria aquella casa africana, y no se atrevía a volver a Yucca para hacer el dibujo por miedo a que lo vieran. Luego su imaginación, ya medio dormida, jugó con la maravillosa posibilidad de atrapar a uno de esos daguerrotipistas de campo para que le hiciera un retrato de la casa cuando la luz fuera justo la adecuada. Sería todo un tesoro entre la colección de placas que tenía en la pared de su dormitorio, en su casa.
Su casa. Una fea realidad lo despertó. Monsieur Philippe había vuelto. ¿Cuándo podría ver Marcel su casa otra vez? ¿Y por qué no había comprado la caja mágica, la cámara de Daguerre, hacía mil años, cuando era un hombre rico al que su padre llenaba los bolsillos de billetes de diez dólares?
Ahora tendría ese maravilloso instrumento para capturar con él todo lo que nunca podría dibujar, precisamente tal como lo veía el ojo, tal como el ojo quería ponerlo en la placa. Pero aquel joven caballero que andaba siempre acechando sobre el hombro de Duval, siempre con diez dólares a punto para una placa entera, había desaparecido. El agotamiento lo atraía de nuevo hacia la casa africana, de nuevo su mente se deslizaba hacia el sueño. Estaba en la clase de Christophe, en medio de uno de sus famosos discursos en el que Christophe intentaba presentar una nueva idea: en el mundo hay incontables cánones de belleza y civilizaciones, de modo que lo que decreta una época y un lugar jamás debe ser aceptada como supremo. Ah, tenía que preguntar por la casa africana, tenía que descubrir…
Pero al día siguiente había mucho que hacer.
Estaba decidido a que sus pequeños pupilos leyeran bien en francés delante de su abuela antes de que le hicieran volver a Nueva Orleans, y había prometido ayudar a Marguerite a copiar unos poemas de un libro prestado. Le gustaba Marguerite, pero también le daba un poco de miedo ese afecto sensual y familiar que ella tan fácilmente manifestaba. Marcel se olvidó de la casa africana y no pensó en ella hasta unos años después, cuando todavía ignoraba sus orígenes.
Las Navidades fueron un paraíso en Sans Souci. Unos días antes los esclavos habían hecho la efigie de una vaca en la que estaban señaladas todas las piezas de carne. Luego la colgaron de un poste y dispararon al animal para ganar las piezas como regalos para su cena de Navidad, todo esto en una ceremonia conocida como
papagi
. En toda la plantación resonaba la música, dentro y fuera de la casa, y la familia se reunía al completo para bailar. La solemne Nochebuena fueron en carruajes a oír la misa del gallo a la iglesia de St. Augustin.
Marguerite le había tejido a Marcel una larga bufanda y el día de Año Nuevo, después de la medianoche, cuando él ya estaba mareado de tanto ponche dulce y había ido a la despensa a ver si encontraba otra botella de buen vino rosado, Marguerite se estrechó contra él y le ofreció su boca de niña para que la besara. Era suave como un bebé y Marcel se sintió luego culpable y prometió no volver a quedarse a solas con ella.