—Aglae, no voy a permitir que te eches la culpa de esto —declaró Vincent—. Si no te hubieras hecho cargo de las riendas de la plantación en su momento, podríamos haberla perdido. ¿Lo comprendes?
Ella volvió a hacer aquel característico gesto de impaciencia con una interjección de desdén.
El tiempo parecía haberse detenido. Se oía el tictac del reloj y el ruido de los carruajes que se iban deteniendo en la puerta. El viento azotaba las ventanas y la helada oscurecía el cielo. A Aglae siempre le había gustado el tictac del reloj.
—¿Murió en sus brazos?
No lo habían hablado, Aglae no lo había hablado con ningún hombre. Se había enterado de la historia por mujeres: su hermana, Agnes Marie y las doncellas.
Oyó el adecuado suspiro de Vincent. No iba a hablar de ello, o para decirlo con más propiedad, no quería que ella lo hablara.
—¿Murió en los brazos de esa mujer?
—Mientras dormía —contestó Vincent.
—¿Y ella se lo encontró al despertar? —Sí.
Aglae se arrellanó en la silla.
—¿La viste?
Vincent había ido a por el cadáver. Lo tenían los Lermontant. ¡No iban a dejarlo en casa de esa mujer!
—Pues sí, la vi. —Vincent suspiró—. Aglae, fui a esa casa para que tú no tuvieras que pensar más en ella, para que no tuvieras que mencionarla nunca más. Fui a esa casa para asegurarme de que todo era como me habían dicho, ¿lo comprendes? Para que nada de esto llegara a tus oídos, para que no quedara ningún cabo sin…
—Me gustaría saber qué impresión te causó, Vincent. Lo demás no me importa.
—Aglae, no…
—Vincent, cuando esté senil puedes esperar que te obedezca. Hasta entonces, por favor, responde las preguntas que te hago. ¿Qué impresión te causó esa mujer?
—Estaba… enferma. Philippe tenía… cheques sin cobrar, alguna ropa… Ella me lo dio todo. Había también algún dinero que le dije que se podía quedar. Ella no contestó nada, así que la dejé allí. —Naturalmente Vincent había profundizado algo más. Se había cerciorado de que Cecile tuviera una familia que se encargara de ella, de que no quedara en la indigencia. Y estaba dispuesto a saldar las deudas de Philippe.
—La mujer, su aspecto, su edad.
Vincent se irguió, soltando un corto suspiro que no pretendía que fuera elocuente, y fue al otro extremo de la habitación. Era una mujer atractiva, más que eso, ¿pero cómo decirlo en un momento así? Pequeña, de magníficas curvas, con un rostro delicado y maravilloso ensalzado por la textura de su piel oscura. Una mujer blanca con la piel negra. ¿Cómo expresar eso con palabras? ¿Y para qué?
—No te atormentes, Aglae. No le debes nada a esa gente, no tienes por qué dedicarle ni un solo pensamiento.
—Si insistes en jugar conmigo a ser el señor de la casa, Vincent, iré a ver al notario de Nueva Orleans y me enteraré de…
Vincent movió la cabeza.
—Es una mujer muy atractiva, de muy buena crianza. —Se encogió de hombros. ¿Cómo decirlo si no? ¿Cómo decir que estaba ansiosa, temblando como cualquier dama blanca en un momento así, en aquel prístino saloncito entre adornos y tapicerías tan delicadas como ella misma? Cecile apenas había logrado decir una palabra. Se retorcía las manos en las que llameaban los anillos de oro y perlas, sofocada bajo los apretados encajes. Y su hija, aquella hermosa muchacha que parecía totalmente blanca… Fue su hija la que le confirmó los hechos, despojándolos adecuadamente de toda sordidez: «Monsieur se acostó temprano, no se sentía bien. A la hora del desayuno de monsieur fuimos a despertarlo, pero monsieur no abrió los ojos. Monsieur no sufrió en absolutos». La muchacha tenía un rosario en la mano y su madre, llorando, hacía jirones el pañuelo.
—No era un lugar miserable, Aglae. Era un
placage
… Aglae, esto no dice nada de ti, sólo indica cómo era Philippe.
Ella volvió a sacudir impaciente la cabeza. Miraba por las ventanas el aleteo de una rama al viento.
—Fui yo el que te apremié para que consiguieras el poder notarial —dijo Vincent—. Fui yo el que examiné los libros. Incluso entonces tuvo todas las oportunidades… No creo que hubiera podido hacer nada, ni aunque hubiera querido, Aglae. El alcohol había acabado con él, su debilidad acabó con él. Su comportamiento ya no era aceptable en ninguna otra parte.
—Aaah —dijo ella.
Vincent se acercó para ponerle las manos en los hombros.
—¿Quieres bajar ahora?
—Todavía no, pero baja tu. Tienes que encargarte de Henry y de miss Betsy.
—Están en buenas manos. Quiero cuidarte a ti.
Aglae lo miró como si no lo conociera. Luego bajó la vista y le cogió la mano para quitársela del hombro.
—Baja, Vincent.
Él se quedó vacilante en la puerta.
—Hay una cosa más que quiero decirte. Si te sientes culpable por lo que hicimos el año pasado, tal vez esto te haga ver las cosas de otro modo.
Pero ella miraba por la ventana sin escuchar.
—¿El año pasado? —le murmuró como si apenas oyera.
—Cuando visité esa casa, vi varios objetos que te pertenecen. Los candelabros de plata de la chimenea se los dieron los Marquis a
grand-mère
, algunos libros habían sido propiedad de nuestro padre, y la mujer llevaba al cuello un pequeño broche de azabache, muy apropiado para el duelo, que ha estado en la familia Dazincourt doscientos años. ¿Recuerdas que no pudiste encontrar el broche cuando murió el tío Alcee? Y había más cosas: porcelanas, platos pintados. Philippe robó tus tesoros, Aglae, pequeñas e inapreciables reliquias. Resulta que era él el que se las estaba llevando… el secreter, el rosario tallado, que estaba en la mesa al lado de aquella mujer, el rosario de madera que había sido de la
grand-mère
, ¿te acuerdas? Piensa en ello si sientes la más mínima inclinación a recriminarte algo, piensa en lo falso y mezquino que…
—¡Puedes irte, Vincent!
Vincent salió de la estancia.
Aglae cerró los ojos. Se culpaba por lo que había sucedido el año anterior, aunque no de forma consciente. Había considerado cada uno de sus actos desde todos los ángulos posibles antes de ejecutarlos, y no era una persona dada al arrepentimiento. Pero algo más acechaba tras sus sombríos pensamientos, algo muy cercano a ella, algo que le resultaba extraño y hacía que se quedara con la mirada perdida y que se le tensaran los músculos de la cara, como si no acertara a encontrar la expresión adecuada, sin poder moverse, sin poder hablar.
Era algo inmenso, tan terrible que no podía ser verdad, sencillamente no podía ser cierto. Su mente le hizo retroceder en el tiempo sin piedad, como quien arrastra a un niño que hunde los talones en el suelo. Pero quien la arrastraba era esa mujer virtuosa y rígida que era ella misma y que la llevó hasta el momento en que Philippe entró por primera vez a aquella casa, la primera vez que ella lo vio atravesar la galería con su padre. Las dos figuras iban apareciendo en una ventana tras otra: el hombre de pelo entrecano tan animado por la compañía del más joven, la mano en su hombro, y aquel hermoso y sonriente rostro de ojos azules. Cómo relucieron esos ojos cuando Philippe se inclinó a besarle la mano llamándola «
ma chère
» unos ojos que decían: «Tú y yo compartimos un secreto». Pero al mismo tiempo esos ojos imploraban, sí, eso era, siempre habían implorado: «Quiéreme, quiéreme, quiero ser el hombre de tus sueños, quiéreme». Tras el rápido ingenio de Philippe y lo que pasaba por encanto delante de los demás, siempre había habido esa debilidad, esa dependencia, esos ojos suplicando «quiéreme, quiéreme». Aglae todavía se estremecía violentamente de asco, incluso ahora.
Se agitó en la silla. Se llevó las manos a los lados de la cabeza y la tensión de los músculos cedió. Le temblaba la boca, presa de una terrible tristeza. Recordaba también la risa de sus hermanas, juntas sus cabezas, «pero, Aglae, es muy guapo, es guapísimo». Christine, que estaba destinada a casarse con el primo Louis, que era muy viejo entonces y más blanco que un hueso, le dijo con lágrimas en los ojos: «Es espléndido, Aglae». Christine estuvo bailando con él hasta sufrir tal mareo que apenas podía tenerse en pie. Pero cómo había enfurecido Philippe a Aglae, cómo la había irritado con aquella necesidad, con aquellos ojos que suplicaban una y otra vez frente a ella en la mesa o en una sala llena de gente, qué pusilánime era su suspiro cuando se acercaba a ella, y su sonrisa y su mirada. «Tú y yo compartimos un secreto.» ¡Aglae lo odiaba! No, no. Movió la cabeza.
—¡No! —dijo en voz alta en la habitación vacía—. No podía haber sido de otro modo, no tengo la culpa, no tengo la culpa, no tengo la culpa…
E
n cuanto entraron en la casa, Cecile miró el reloj. Tan fijamente se lo quedó mirando, con el rostro tan cansado y macilento, que
tante
Louisa la cogió del brazo para que se sentara. Todos habían estado en la catedral en el momento en que en la parroquia de St. Jacques, a unos setenta kilómetros de allí, llevaban a Philippe de la misa de réquiem, en la capilla de St. Jacques, al sepulcro de la familia. Habían acudido varios amigos a la catedral: madame Suzette y Giselle, Celestina con Gabriella y Fantin, aparte de otras personas que, ajenas a la pequeña reunión en los bancos traseros, se movían por la gran iglesia vacía donde aquel día no se celebraba ningún servicio. Por fin dieron las tres. Sin dúdala losa había sido colocada en su sitio y lo más probable era que no quedara nadie en el cementerio de St. Jacques, de modo que Louisa sugirió:
—Vámonos a casa.
Ahora Cecile miraba fijamente el reloj, y hubo que decirle que se sentara.
—No sé por qué te quedas en esta casa —dijo Colette con una voz tan clara que sonaba extraña y cantarina entre tanto fustán negro. Marie le cogió una jarra de café a Lisette y lo sirvió en cuatro tacitas de rebordes dorados.
—Echa un poco de coñac en el mío,
ma petite
—pidió Louisa. Colette, pensando que a Cecile ya le habían dado bastante coñac, bastante jerez y bastante whisky, lanzó a su hermana una vana mirada de reproche.
—No veo por qué no te mudas inmediatamente a nuestra casa —insistió Colette mientras doblaba su chal para ponerlo en el respaldo de la silla. Lisette acababa de encender el fuego y la casa estaba fría.
—Deberíais iros —dijo Cecile de pronto. Las dos tías se sobresaltaron. Cecile tenía los ojos vidriosos aunque serenos—. Deberíais iros ya y dejarnos solas a Marie y a mí.
Se la quedaron mirando un instante, como si no hubieran oído bien.
—Quiero quedarme a solas con Marie.
El rostro de Marie era distante, frío. Puso el café delante de su madre y miró a Louisa y a Colette. Marie siempre ostentaba ahora una expresión de desafío. Louisa le había dicho repetidas veces que aquella desagradable expresión no era femenina y que debía ser más recatada, pero el consejo no sirvió de nada. Ahora Colette parecía exasperada.
—Ya tendrás tiempo de sobra para estar a solas con Marie. Venid al piso con nosotras. ¿Dónde está Lisette? Siempre hay que estar preguntando dónde está esa chica. Que haga el equipaje, no querrás quedarte en esta casa de momento…
—Ésta es mi casa y aquí quiero quedarme —dijo Cecile cortante, enseñando sin querer los dientes apretados. Se bebió el café de un trago.
Marie se sentó al extremo de la mesa y removió su café con una cucharilla de plata.
—Muy bien —accedió Louisa—. Pero envía a Lisette a por nosotras si te encuentras mal. ¿Se ha tomado alguien la molestia de escribir a Marcel para que vuelva a casa?
—¡No! —Cecile apretó los dientes de nuevo—. Ya me encargaré yo, cuando quiera que vuelva.
—Por Dios santo, ¿y ahora qué más da? —preguntó Colette—. La gente de Bontemps ha estado aquí y se ha marchado. Ya no volverá, no veo por qué Marcel no puede…
—¿Quieres dejar que me ocupe yo? —le insistió Cecile.
—Está cansada —dijo Louisa—. Vámonos. —Ya estaba a medio camino de la puerta antes de que Colette pudiera protestar.
Marie, casi de espaldas a su madre, la veía de soslayo. Ya no estaba asustada, parecía el momento propicio para perdonar, si es que eso era posible, o al menos para fingir el perdón, pero no sabía por qué su madre quería quedarse con ella, por qué una situación como aquélla podía derretir el odio que había entre las dos cuando su madre tenía otros en quien apoyarse, cuando hacía un año que no le había dirigido una sola palabra atenta. Se sentía asqueada por la muerte de su padre, asqueada por el modo en que había, sucedido y por los meses de borracheras que la habían precedido, y se sentía avergonzada y humillada de que hubiera muerto en aquella casa, humillada no por ella, sino por él.
Era como si supiera que su padre iba a morir, mucho antes de que sucediera. Su aspecto durante las últimas semanas la había horrorizado, le desgarraba el corazón. Se echaba a llorar al verlo tambalearse, incapaz incluso de mantener el puro en los labios bajo la mirada aterrorizada de Cecile. Marie bebió un sorbo de café, sin coñac, y se preguntó cuánto debería esperar para casarse, si a Cecile se le ocurriría algún otro obstáculo que poner en su camino, un período de duelo, por ejemplo, y cuánto podría durar. Rudolphe le había hecho saber, con términos velados y corteses, que no le importaba la dote. Ahora, experta ya en evadir la mente cuando se encontraba a solas con su madre, Marie miraba las cortinas de encaje, el papel de las paredes o los adornos de la repisa de la chimenea y pensaba: «Estoy con Richard, en casa de Richard».
Al oír que su madre se levantaba, pasó la vista, aturdida, sobre la superficie de la mesa. Vio de reojo el vestido negro que se acercaba, y de pronto sintió la mano de Cecile en el hombro y oyó su respiración. Alzó la vista. Para su sorpresa, el rostro de su madre era la imagen de la tristeza. Cecile miraba el techo y parecía débil y apesadumbrada.
Al ver que su madre no retiraba la mano, levantó vacilante el brazo izquierdo para rodearle la cintura. Se sentía rígida y fría haciendo aquel gesto antinatural, y deseó poner más de ella misma en aquel momento tan insólito, pero era imposible.
—¿No sería mejor ir al piso? —preguntó.
—Tengo justamente setenta y cinco dólares y setenta y cinco centavos —dijo Cecile llanamente, sin apartar los ojos del techo y apretando el hombro de su hija—. ¿Cuánto tiempo crees que podremos vivir con eso?
—Marcel debería venir a casa.
—¿Y qué puede hacer Marcel? —preguntó su madre sin rastro de su acritud habitual, con una voz que únicamente traslucía sinceridad.