Christophe entornó los ojos y tensó la boca, mirando ceñudo la nuca del blanco.
—¿Quieres que te haga un recibo, Vincent? —dijo de pronto.
El blanco se detuvo con la mano en el pomo de la puerta. Marcel vio la sorpresa en su rostro, el súbito rubor en sus mejillas. El hombre se volvió para mirar a Christophe.
—¿Qué has dicho?
—Te pregunto si quieres un recibo. Al fin y al cabo estás saldando una deuda, ¿no?
El hombre estaba petrificado. Tenía el rostro encendido y miraba a Christophe sin dar crédito a lo que oía.
—Por todas las cenas en París —prosiguió Christophe con una voz sin inflexiones—, los largos paseos junto al río, las conversaciones en el mar. ¿Qué pensabas que iba a hacer, Vincent? ¿Irte a buscar a tu plantación, sentarme a tu mesa, sacar a bailar a tus hermanas? ¿Qué fue lo que me dijiste aquella noche en casa de Dolly? Ah, sí. «Que te vaya bien». Deberías conocerme mejor, Vincent. Yo nací aquí igual que tú. ¡No puedes echarme!
El blanco temblaba de furia y tenía los ojos desorbitados.
—¡Te estás aprovechando de mí, Christophe! —exclamó con la voz cargada de ira contenida—. Si has nacido aquí igual que yo, sabes que te estás aprovechando de mí. ¡Porque me has insultado! —Le temblaba el labio—. Me has insultado bajo tu techo. Y sabes que no puedo exigirte una satisfacción. Y también sabes que si pudiera te la exigiría. —Tras escupir esta última frase se dio la vuelta y abrió la puerta con tal violencia que la estrelló contra la pared.
Christophe tenía el rostro desencajado, y también temblaba.
—¡Vete al infierno! —dijo con los dientes apretados—. ¡Tú y tu maldito capitán Hamilton! ¡Idos los dos al infierno!
El blanco se quedó petrificado. Se dio la vuelta, más ofendido que furioso, totalmente perplejo. De pronto su expresión cambió hasta dar paso a una desesperada consternación.
—Dios mío, ¿por qué has vuelto? —dijo, con los ojos muy abiertos como si con toda su alma deseara comprenderlo—. ¿Por qué has vuelto?
—¡Porque ésta es mi casa, bastardo! —Las lágrimas le nublaban la vista—. ¡Éste es mi hogar, como también es el tuyo!
El blanco se quedó sin habla, derrotado. Se miraron a los ojos. El rostro de Christophe reflejaba la violencia de su tormento interior. El hombre blanco se dio la vuelta y se marchó. Sus rápidos pasos se desvanecieron a lo lejos.
Al final de la semana Dolly Parton había terminado con el capitán Hamilton y había tirado por la ventana muchos de los muebles que él le había comprado, antes de que pudieran llegar los tenderos a recogerlos. Celestina Roget le había dicho palabras muy duras en el cumpleaños de Marie y no estaba dispuesta a recibir a Dolly en su casa. Nadie quería recibirla.
Pero ella invitó a dos chicas cuarteronas, recién llegadas del campo, a compartir su piso, donde pronto comenzaron a acudir los hombres a pasar la velada, y Dolly se puso a amueblar la casa de nuevo.
L
legó el otoño, frío al principio, como siempre, con sus hojas secas. Pero una mañana apareció el hielo en la superficie de las cunetas y la escarcha cubrió de cicatrices marrones las tiernas hojas de los plátanos.
Era un invierno de esos de los que nadie habla al que visita Nueva Orleans, como si el asfixiante calor del verano borrara de la mente todo recuerdo de su paso. Pero era sombrío y húmedo como siempre, y sólo un poco más frío. La fiebre amarilla había desaparecido con los primeros vientos sin haber alcanzado la categoría de epidemia y la ciudad respiraba una nueva limpieza. Aquellos que en agosto se movían perezosamente por las tórridas calles, corrían ahora con las manos congeladas en los bolsillos. Las mujeres, con las mejillas arreboladas, entraban deprisa al calor de las tiendas siempre llenas de gente.
Hasta los yanquis lo pasaban mal. Decían que el frío les calaba hasta los huesos, que era peor que en Nueva Inglaterra, y acurrucados junto a sus pequeñas chimeneas de carbón miraban desesperados los tentáculos que la humedad iba trazando bajo el papel de las paredes. El aliento de los caballos humeaba en las calles, y la lluvia parecía congelarse en el aire.
Pero por todas partes se veían robles de verdes hojas, a menudo cargados de hiedra, y en los rincones de los jardines las rosas se aferraban trémulas a las enredaderas. Los helechos estaban frondosos. La madreselva todavía se abría paso en la densa arboleda bajo la ventana de Marcel. El cielo solía ser de un azul brillante, surcado de nubes limpias y blancas que avanzaban rápidamente desde el río y dejaban pasar un sol débil que caldeaba los espíritus, ya que no el aire helado.
Marcel adoraba esos días. Se había comprado un elegante gabán y después de las clases se pasaba horas caminando por las brillantes aceras mojadas, excitado por el espectáculo de la luz de gas y los cristales de los escaparates, el olor del humo de las chimeneas y el ajetreo del comercio en la temprana oscuridad. En las casas ardía el carbón en todos los braseros, y cuando se acercaba a las ventanas con los libros bajo el brazo veía el acogedor resplandor azul de las llamas.
Bebía mucho cacao, dormía profundamente tras largas horas de estudio y sólo de vez en cuando, y con un sobresalto, se acordaba del inevitable encuentro con monsieur Philippe.
Un encuentro que pesaba sobre él tanto como sobre Cecile. Monsieur Philippe siempre se presentaba cuando él lo decidía, y podían pasar seis meses entre una visita y otra. Pero la cosecha había concluido en Bontemps, miles de toneles de azúcar habían bajado ya por el río para atestar el muelle y pronto el azúcar estaría molido y refinado. Los dedos inquietos de Cecile recordaban a todo el mundo que monsieur Philippe podría aparecer en cualquier momento, y toda la casa parecía esperar, los espejos reflejando otros espejos, el silencio tenso como una cuerda de violín.
La escuela de Christophe, mientras tanto, acogía ya veinticinco alumnos, en contra de su buen criterio, y la sala de lectura en la parte trasera estaba siempre llena.
Christophe no había dado clase durante las dos semanas posteriores al entierro del inglés, pero cuando volvió a aparecer en el aula estaba animado por un nuevo fervor, aunque mostraba una cierta impaciencia que sus alumnos parecieron comprender. Una vez sacudió violentamente a Marcel por estar distraído y Marcel se pasó dos días sin atreverse a mirarle a la cara.
Sin embargo era evidente que aún sufría, y todos se abstenían de hacer comentarios cuando a veces le descubrían borracho, vagando por las calles a horas intempestivas.
Entretanto, Christophe había llamado a la feroz madame Elsie y había restañado su orgullo herido agradeciéndole mil veces la amabilidad de Anna Bella al ofrecerse como enfermera para su amigo inglés. Cuando se enteró de la pasión de Anna Bella por la lectura, le ofreció la última novela del famoso señor Charles Dickens, suplicándole que la aceptara. Madame Elsie dudaba de que aquello fuera decoroso, pero confundida por los exquisitos modales de Christophe y su notable seguridad, murmuró finalmente:
—
Eh, bien
, tal vez la lea.
Todo había sido culpa de ese desgraciado de Marcel Ste. Marie. Más adelante le diría a su doncella, Zurlina, que el muchacho tenía prohibida la entrada en la casa. ¿Cómo iba ella a saber que un «caballero» se alojaba con el profesor al final de la manzana? En cuanto a Christophe, bueno, por lo menos los hombres de color que habían estado en París se comportaban como auténticos hombres.
Al mismo tiempo, Rudolphe Lermontant había llevado viejos periódicos a la sala de lectura de Christophe y se detenía allí de vez en cuando para leer con los chicos mayores. El padre de Augustin Dumanoir también visitaba la escuela, siempre que estaba en la ciudad, y leía detenidamente los periódicos mientras fumaba en pipa. Christophe acababa de publicar dos poemas cargados de oscura imaginería y veladas referencias a los demonios que se negó en rotundo a explicar. Nadie comprendió ni una palabra, pero fueron muy admirados. Otros hombres comenzaron a dejarse ver por allí, padres de los estudiantes, amigos, de modo que pronto se hizo habitual verlos atravesar en silencio el pasillo y pasar por delante de la puerta del aula, o deambular más tarde en torno a la mesa redonda o sentarse en los sillones de cuero junto a la pequeña chimenea.
Se celebraban cenas en el comedor del piso de arriba, magníficamente restaurado, donde colgaba incluso el retrato del viejo haitiano, el abuelo de Christophe, que miraba ceñudo desde su pulido marco. El padre de Augustin Dumanoir y los otros plantadores del campo eran asiduos invitados, y Marcel, siempre presente, escuchaba sus interminables conversaciones con una mezcla de pesimismo y fascinación. Les habría encantado tener alojado a Christophe en sus paradisíacos campos, donde podría enseñar en privado a sus hijos. Le invitaban a visitarlos siempre que quisiera y a quedarse un mes o un año. «No me imagino lejos de Nueva Orleans», respondía él siempre cortésmente. Bajo la furiosa mirada del viejo haitiano hablaban del tiempo, del comercio y del cuidado de los esclavos. Christophe no mostraba ningún interés en este tema, y a veces miraba a Marcel con una amarga sonrisa.
Juliete servía la mesa en tales ocasiones, ayudada por Bubbles, pero nunca se sentaba con ellos. Bubbles se había convertido en elemento regular del servicio de la casa, por lo que Christophe le pagaba un dólar a la semana y le compraba ropa.
Marcel cumplió quince años el 4 de octubre, y Christophe, invitado a la fiesta, fue recibido por primera vez en la casa Ste. Marie. Animado por el vino improvisó un poema para
tante
Louisa y dejó a todo el mundo atónito al dirigir muchos de sus comentarios a Marie, que permanecía callada, como siempre.
En el despacho de monsieur Jacquemine, el notario, se había depositado una generosa cantidad de dinero para que Marcel pudiera comprarse un caballo en tan destacada ocasión. El muchacho nunca había montado a caballo, e incluso cruzaba la calle para evitarlos siempre que podía. Le parecían monstruos y le aterrorizaba que pudieran pisarle o incluso morderle. La simple idea de comprarse uno le daba risa.
Pero ¿y si cogía aquel dinero, se decía, y lo empleaba no en comprar una bestia traicionera sino la caja mágica?
Porque la caja mágica inventada por monsieur Daguerre en París, la caja mágica que había creado la pequeña miniatura en blanco y negro de Christophe, era el último grito. El gobierno francés había comprado su secreto a monsieur Daguerre y ahora lo estaba dando a conocer en todo el mundo. Christophe había pedido ejemplares del tratado de Daguerre, magníficamente ilustrado, y los había puesto a disposición de sus alumnos, mientras que Jules Lion, un mulato francés, había estado haciendo daguerrotipos allí mismo, en Nueva Orleans. Y tanto el
New York Times
como el
New Orleans Daily Picayune
informaban que cualquiera podía pedir la nueva cámara Daguerre junto con todo el equipo y los productos químicos necesarios para hacer sus propios retratos. Era el final de un mundo de burdos bocetos, de hombres que parecían patos y de retratos a lápiz tan decepcionantes que Marcel los había quemado en la intimidad de su habitación.
Era algo deslumbrante y tentador, y el dinero estaba en manos del notario. Pero ¿y los otros gastos, placas, marcos, productos químicos cuyo hedor emanaría inevitablemente del
garçonnière
a la casa, y el horno que tenía que estar encendido toda la noche? ¿Y si el
garçonnière
se incendiaba? No, no era el momento de pedir tales concesiones, Y además, ¿le quedaría tiempo para dedicarse a su cámara después de sus estudios, hasta altas horas de la noche? Marcel renunció a ello de mala gana y dejó que la excitación se disipara en sus venas.
—¿Pero no crees que es una buena señal? —le dijo después a Cecile—. Quiero decir que monsieur Philippe no puede estar muy enfadado, al fin y al cabo.
Ella no estaba segura.
En la repisa de la chimenea se oía el tictac del reloj. La lluvia golpeaba en los cristales.
En la fiesta de Todos los Santos, cuando los criollos atestaban los cementerios y se arremolinaban entre los altos peristilos de las tumbas con sus ramos de flores, hablando
tête-à-tête
de un tío fallecido o del pobre primo muerto, Cecile fue sola a St. Louis, ya tarde, para atender con Zazu las tumbas de dos niños que habían muerto muchos años atrás, antes de que naciera Marcel.
Mientras tanto, en su ausencia, Marcel encendió el fuego para calentar la casa y colocó una lámpara en la ventana antes de sentarse a oír la lluvia. Luego sonaron los pasos de ella en el camino. Cecile entró sola al salón y se tapó la cara con las manos.
Marcel, junto a las sombras de la chimenea, dejó el atizador y la envolvió en sus brazos.
Volvía a ser el hombre de su vida, como antes. No el amante, claro, pero sí el hombre.
Era evidente que Marcel había recuperado su antiguo comedimiento, las nubes habían desaparecido de su rostro, y junto a la cortesía que tanto había encandilado a todos cuando era niño, había ahora una nueva madurez, una serena fuerza. Ya no era un vagabundo ni un truhán. Presidía la mesa todas las noches y dirigía la conversación, deleitando a veces a sus tías con su agudo ingenio, contándoles interesantes detalles de las noticias del día. Naturalmente ellas nunca leían los periódicos, consideraban que no era elegante que una dama leyera los periódicos, de modo que a sus ojos Marcel estaba poseído del aura del hombre que sabe del mundo.