La noche de todos los santos (36 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—¡Marcel!

—Anna Bella —le dijo él, cogiéndole las manos—. Tienes que perdonarme, pero ahora te necesito. —Y sin más explicaciones ni disculpas le contó de inmediato lo sucedido con el inglés.

—Espérame aquí, Marcel. Voy a por mi bolsa.

Marcel le estrechó las manos con alivio y luego, olvidado de todo, la abrazó con fuerza y la besó deprisa, inocentemente, en las mejillas.

—¿Y madame Elsie? —susurró.

—¡Que se vaya al infierno! —contestó ella.

Mientras caminaban a toda prisa, Anna Bella fue haciéndole rápidas preguntas sobre la enfermedad del inglés.

—Ese hombre ha viajado por todo el mundo, no tenía ningún miedo de la fiebre amarilla. Ya ha estado en los trópicos —explicó Marcel.

Pero cuando llegaron a la puerta, Anna Bella vaciló mirando las ventanas cerradas y el negro perfil de las chimeneas contra el cielo pálido.

—Estoy contigo —dijo él.

Anna Bella le miró con sus grandes y profundos ojos y dejó traslucir por un instante su callado reproche. Luego entró en la casa.

Enseguida impuso el orden en la habitación del enfermo. Le dijo a Christophe que cerrara las ventanas pero que dejara entrar el aire. Había que cambiar las sábanas, que estaban húmedas, y había que traer más mantas, y agua para beber y para humedecerle la frente con compresas.

—La quinina no le servirá de nada —dijo cuando Christophe lo sugirió—, ni las sangrías. Lo que hay que hacer es mantenerlo caliente. —Mandó a Bubbles a la farmacia a por un alimentador de cristal para el agua y le dijo a Christophe que ya no estaba aclimatado después de haber pasado tanto tiempo fuera y que debería salir de la habitación.

—¡No me voy a ir de aquí! —dijo él, totalmente sorprendido—. Además, la fiebre nunca nos ha afectado a nosotros.

—Sí que nos afecta… a veces. Pero ya sabía que me diría eso. Si se va a quedar aquí, váyase a dormir, porque más adelante tendrá que relevarme un rato.

Justo antes del mediodía despertaron bruscamente a Marcel. Estaba acurrucado contra la pared en una esquina de la habitación. Bubbles le dijo que Lisette estaba abajo con Zurlina, la chica de madame Elsie. Querían que Anna Bella volviera a su casa. El inglés se estremecía violentamente, no sabía dónde estaba y murmuraba nombres que nadie conocía.

Cuando Marcel salió al exterior, el día le pareció irreal. Le dolía la cabeza y el sol atravesaba despiadado un cielo de insólita claridad. Zurlina no dejaba de despotricar, exigiendo que saliera Anna Bella. Marcel, sin darse cuenta, la fue llevando hacia la puerta de su casa. Su madre estaba a la sombra de un banano.

—¿Qué pasa? —preguntó. Cuando Marcel se lo contó, balbuceando, atropellándose, una expresión decidida se formó en su rostro—. La vieja bruja —dijo mirando con los ojos entornados la puerta de madame Elsie.

—Ella misma vendrá a por la niña si no sale —dijo Zurlina.

—¡De eso ni hablar! —dijo Cecile con un siseo, y sin apenas arremangarse sus espléndidas faldas, se encaminó a la casa de huéspedes de la esquina.

Cuando Marcel volvió con una jarra de café caliente entre dos toallas, el inglés estaba vomitando sangre negra. Christophe temblaba con tal violencia que Marcel pensó que estaba enfermo. Al inglés le brillaba la cara y tenía los ojos en blanco y el pecho agitado bajo las mantas. Con las manos retorcía las sábanas con tal fuerza que los nudillos se le veían blancos.

Ya entrada la tarde Marcel volvió a salir, demasiado cansado para protestar cuando Christophe le dijo que cenara algo antes de volver, que ya le llamarían si había algún cambio. Marcel tenía las mejores intenciones de volver con sopa y pan para todos, pero en cuanto llegó a su casa se desplomó en la cama. Lisette había prometido despertarle al cabo de una hora. Marcel cayó en un sueño profundo.

Ya estaba oscuro cuando despertó. Las cigarras cantaban en los árboles. Se levantó de un salto, casi con un grito. La estrella vespertina brillaba en el cielo y la noche parecía curiosamente vacía a su alrededor. Estaba seguro de que el inglés había muerto. Le angustió la idea de que al dormirse lo había dejado morir.

Subió corriendo las escaleras oscuras y recorrió el pasillo. Encontró a Anna Bella sentada en silencio en la habitación, con el rosario en las manos. En un pequeño altar improvisado oscilaban unas velas junto a un libro de oraciones abierto por un dibujo de la Virgen, todo sobre una servilleta de lino en la mesa de Christophe.

—Marcel —susurró Anna Bella echando a un lado la cabeza, como si le pesara.

Él se acercó con suavidad, como si no quisiera molestar al muerto con el ruido de sus pasos. Anna Bella tenía la mano ardiendo. Al sentir el peso de su frente contra él la abrazó por los hombros, intentando contener las lágrimas.

—¿Dónde está Christophe? —susurró.

—No lo sé. Ha sido terrible, Marcel. ¡Ha sido espantoso!

Anna Bella se encaminó a la puerta y se detuvo nada más salir. Miró el cadáver. Era evidente que no quería dejarlo allí solo.

—Oh, Marcel, ha sido lo más horrible que he visto nunca —dijo en voz muy baja—. Te aseguro que cuando ese hombre murió, creí que
michie
Christophe se volvía loco. Se quedó mirando al inglés como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Y en ese momento entró la loca de su madre. —Anna Bella movió la cabeza y su voz se convirtió en un susurro—. Entró muy despacio, como si no tuviera ningún propósito en particular.
Michie
Christophe estaba mirando al inglés fijamente, agarrándose la cabeza. Y entonces ella se encogió de hombros y le dijo así, sin más: «Te lo advertí, ¿no? Te dije que iba a morir». Igual podía haberle dicho que hacía calor, que la cena estaba lista o que cerrara la puerta. Pensé que Christophe la iba a matar, Marcel. Se puso a gritarle, la llenó de insultos y eso que es su propia madre, Marcel. Le dijo cosas que yo no sería capaz de repetirte. Se arrojó contra ella, y ella se echó al suelo, deslizándose por la pared para escapar de él. Marcel, a punto estuvieron de tirar al pobre muerto de la cama. Bueno, yo le rodeé la cintura con los dos brazos y le dije: «No lo voy a soltar,
michie
Christophe», y él me arrojó contra la puerta. Todavía me da vueltas la cabeza.

—No —murmuró Marcel moviendo la cabeza.

—No puedes imaginar el lenguaje que utilizaba Christophe con su madre. Ella se puso a gatas rápidamente y luego salió corriendo. No sé adonde fue.
Michie
Christophe se quedó allí, mirando otra vez la cama. Parecía no darse cuenta de mi presencia. «Michael —le dijo al inglés. No estaba llorando por él, Marcel, sino que le estaba hablando—. Michael —le decía una y otra vez. Luego lo sacudió por los hombros, como si quisiera despertarlo—. Esto es un error —le dijo—. Michael, tenemos que salir de aquí. ¡Esto es un error!». Luego se volvió hacia mí y lo volvió a repetir, como si pudiera convencerme de que todo era un error. «Ese hombre no va a volver,
michie
Christophe —le dije—. Déjelo. Está muerto». Y cuando le dije aquello, se desmoronó como un niño. No hacía más que llorar y llorar como un niño peque no. Me miraba, te juro que me miraba como un chiquillo. Yo lo abracé y él se puso a balancearse adelante y atrás. Un momento antes me había dado un miedo horrible y ahora le estaba abrazando como si fuera un niño. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Tardó mucho en tranquilizarse. Luego se quedó ahí, junto a las escaleras, con las manos en la cabeza. Yo le dije al inútil de Bubbles que fuera a por
michie
Rudolphe y que de camino te llamara a ti. Y cuando me di la vuelta,
michie
Christophe ya no estaba.

Marcel soltó un suave gemido.

—¿Pero adonde fue?

—Miré por toda la casa. Los dos se habían ido. Luego volví aquí para lavar el cadáver.
Michie
Rudolphe ha ido al hotel a ver si puede encontrar algún papel en la habitación del inglés. ¡Y Bubbles, no sé dónde está!

—Perdóname. —Marcel movió la cabeza—. Perdóname por pedirte esto, por dejarte aquí sola…

—¡No! —dijo ella con vehemencia—. Soy la última persona por la que tienes que preocuparte, Marcel. Olvídalo. —Su mirada era limpia, sincera. Era algo tan propio de ella y tan impropio de cualquier otra persona, que Marcel sintió al mirarla un nudo en la garganta. Quería besarla, suave, inocentemente, y odiaba todas las voces que le advertían que no debía hacerlo. Pero tras vacilar sólo un instante descubrió que tenía las manos en sus brazos, en sus rollizos bracitos, y que sus labios habían rozado la firme y deliciosa redondez de su mejilla. Todo en ella era redondo, maduro, y Marcel se vio sobrecogido de pronto por la clara y turbadora consciencia de su cuerpo, que tanto tiempo había negado. Ahora se daba cuenta de cómo se había contenido, de cómo se habían resistido a ella sus ojos, de cómo se había negado su imaginación a entretejer aquel cuerpo voluptuoso en las fantasías en las que Juliet era su reina. Marcel apretó los dientes, sin soltar a Anna Bella, y furiosamente se enzarzó en una batalla contra el mundo entero: contra madame Elsie, contra Richard, pero sobre todo contra sí mismo, el muchacho que no podría tenerla, que no la cambiaría por sus sueños de París. Un sonido insolente escapó de sus labios. Marcel sintió la mejilla de Anna Bella en la barbilla, sintió la aspereza de su barba sin afeitar contra aquella fruta madura. Pero incluso entonces habría ganado la batalla de no haberse puesto ella de puntillas para besarle en los labios.

Su boca suave, sincera, totalmente inocente, se abrió para succionar con dulzura, con delicadeza. Y en el súbito arrebato de pasión, Marcel perdió la batalla. La levantó y la acercó a la pared como si quisiera ocultarla mientras la besaba una y otra vez, buscando torpemente con la mano el contorno de su cintura entre los pliegues de sus faldas. La casa estaba desierta a su alrededor, las habitaciones oscuras eran como agujeros en el pasillo. Podía abrazarla, poseerla, y sus pensamientos se unieron al movimiento de sus miembros. Ella se entregó pura, dulcemente. Su preciosa inocencia virginal aterrorizaba a Marcel, lo enloquecía, avivaba su deseo.

—¡No! —susurró de pronto. Se apartó y la empujó bruscamente—. ¡Maldita seas, Ana Bella! —le espetó, tendiendo la mano hacia la barandilla de la escalera—. ¡Maldita seas! —Se aferró a la barandilla con las dos manos, de espaldas a ella—. No puedo, no puedo… No puedo permitir que pase esto —musitó. Le martilleaba la cabeza de dolor—. ¿Por qué demonios crees que me he mantenido lejos de ti? ¿Por qué demonios…? —De pronto se dio la vuelta y vio que ella lo miraba con enormes y relucientes ojos castaños.

Anna Bella no se movió. Le temblaban los labios y las lágrimas corrían por sus mejillas. Entonces, hundiendo sus dientes blancos en su labio tierno y vulnerable, se acercó hasta él y le abofeteó.

Él se estremeció y cerró los ojos. Al oír que ella se alejaba, le pareció saborear el dolor. Cuando alzó la vista, Anna Bella se había ido.

Marcel se acercó a la puerta del cuarto de Christophe y la vio sentada ante las velas, con el rosario en la mano izquierda. Con la derecha espantaba lánguidamente las moscas que zumbaban sobre el rostro del muerto.

Estaba triste y distante, como si Marcel no estuviera allí. Le brillaban las lágrimas en las mejillas. Él miró el cadáver, miró las velas y luego se fue a esperar a Rudolphe al pie de las escaleras.

—VI—

M
adame Suzette Lermontant odiaba a su esposo Rudolphe con todo su corazón. Lo odiaba y aborrecía como a nadie en el mundo, pero al mismo tiempo lo amaba. Sentía por él un afecto teñido de admiración y docilidad, y lo necesitaba. No podía soportar una palabra de crítica contra él, aunque durante veinticinco años no había pasado ni un solo día en el que no deseara en algún momento matarlo a golpes con sus propias manos. O mejor aún, apuñalarse ella el pecho para herirle a él, o volarse la cabeza en su presencia con el arma de 1812 del
grand-père
.

Desde el primer día de su matrimonio, Suzette había soportado sus reproches, sus críticas, sus juicios mordaces y su violento rechazo a todo lo que ella creía, a todo lo que para ella era sagrado. No había logrado acostumbrarse. Un año tras otro Rudolphe cuestionaba su forma de hablar y de vestir, arrojaba al suelo con asco sus libros favoritos de poesía, la llamaba idiota y estúpida delante de la familia, en la mesa, y se quedaba mirando ceñudo y en silencio a sus nerviosas y charlatanas amigas.

A lo largo de tantos años de peleas y lágrimas, Suzette había llegado a saber algo muy importante: para Rudolphe no era nada personal. Habría tratado de la misma forma a cualquier otra mujer que fuera su esposa. Pero esta certeza, lejos de mitigar su rabia y su dolor, la amargó todavía más, ahondó su indignación, porque se dio cuenta de que todo el tiempo que había pasado analizándose sin piedad a raíz de las críticas de su esposo, todos sus esfuerzos por hacerse entender, había sido tiempo perdido. Rudolphe la reducía al polvo en beneficio de una audiencia imaginaria ante la que cualquiera hubiera podido interpretar el papel de Suzette, que no era más que un papel secundario. A veces, cuando Rudolphe le gritaba con los puños apretados y paseando de un lado a otro de la sala, parecía un gigante salvaje a punto de devorar la tierra, el agua, el aire que ella respiraba.

De haber sido una mujer más sumisa, habría aprendido a aceptar la aparatosa furia de Rudolphe como uno acéptalas inclemencias del tiempo. Incluso habría podido socavarla combinando astutamente la indiferencia y el afecto. Si por el contrario hubiera sido fuerte del todo, habría podido vencerla en algún punto, o se habría replegado conformándose con vivir a su lado dentro de su propia fortaleza, burlándose de él desde lo alto. Pero Suzette era la mezcla perfecta de ambas disposiciones: una mujer de fuerte personalidad y marcado temperamento que sin embargo no deseaba ni había esperado nunca sostenerse sobre sus propios pies. Ansiaba el amor y la aprobación de Rudolphe y quería que él le dijera lo que tenía que hacer.

Entre todos los hombres que había conocido en su vida no había ninguno por quien sintiera el respeto y la confianza que profesaba a Rudolphe. Él le había proporcionado una seguridad poco común y era admirado por todos, no sólo por su habilidad para los negocios sino por su decoro profesional, su lealtad a la familia, su asombrosa capacidad para dirigir y tranquilizar a los demás, su notable inteligencia. Era un hombre acaudalado. Y por si fuera poco, guapo.

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