La noche de todos los santos (16 page)

Read La noche de todos los santos Online

Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—Ah, monsieur —suspiró, todavía con un hilo de voz—. Yo siento el mayor respeto por su madre. Es una gran dama. No siento más que respeto por ella y por su casa. Esto es un terrible malentendido. No debe usted considerarme un intruso. Se lo juro por mi honor. Conozco a su madre desde siempre, he crecido a su sombra y siempre la he considerado una gran dama. Me arrojaría a sus pies si con ello lograra que me creyera…

—¡Venga! —exclamó Christophe—. Arrójate a mis pies. —Se echó a reír y levantó el pie para dejarlo caer, salpicando en el barro.

—No tiene usted compasión, Monsieur —dijo Marcel sin poder contenerse. Era justo lo que le habría dicho a Richard si su amigo se estuviera burlando de él—. Estoy a su merced, pero no soy un bufón.

Christophe soltó una suave carcajada.

—No saques conclusiones tan deprisa —le reprendió con voz fría—. Bueno, ¿hay alguna forma más sencilla de salir de esta ciudad de los muertos? ¿Hay alguna puerta que no tenga vigilante? Ya me he roto el pantalón.

—Hay un guarda, y llamará a la policía.

—Bueno, pues si no te molesta,
mon ami
, yo voy a intentar sobornarlo y salir de aquí ahora mismo. ¿Quieres venir conmigo y continuar la conversación, o prefieres seguir con la locura que te ha traído hasta aquí?

—Voy con usted —respondió Marcel tímidamente.

—Ah, una gratificante muestra de sentido común.

La linterna del guarda ya había aparecido al otro lado del camino.

Era medianoche cuando llegaron al muelle. Los cabarets, todos abiertos, bullían de gente que se aglomeraba en las largas barras y cargaba el aire de humo. En los vestíbulos se oían los pianos, y las pantallas de las lámparas de aceite estaban negras de hollín. Hombres blancos y negros llenaban los pasillos, gesticulando y gritando, o bien se reunían agachados bajo la tenue luz de los portales en torno a unos dados o unas monedas lanzadas al aire. El público de una improvisada pelea de gallos, que transcurría a un paso del mercado, prorrumpió de pronto en un rugido.

—Quiero una copa —dijo Christophe enseguida. Había hecho el mismo comentario al salir del cementerio, y desde entonces no había vuelto a hablar. Marcel lo miraba todo con ojos asombrados. De día había visto muchas veces esas calles, también atestadas, pero la noche les confería un aspecto salvaje que le entusiasmaba.

La presencia de Christophe le excitaba, al igual que el ambiente. Ahora, bajo la luz empañada, le vio finalmente la cara. Era tan firme como le había parecido entre las sombras de la habitación de Juliet, pero en modo alguno podía considerarse un rostro cruel o insensible. De hecho, sus rasgos regulares eran proporcionados y en cierto modo agradable, aunque los ojos llameaban como si su color y su tamaño, bastante comunes, les dieran una especial intensidad. Mostraban curiosidad a la vez que suspicacia, asombro y una cierta dureza. Y había algo en su boca recta y en el fino bigote horizontal que sugería enfado, aunque Marcel no podía imaginar la razón.

Ya no le tenía tanto miedo. Estaba absorto en él, estudiando todos los detalles. Había un gesto de desafío en su paso, en su espalda erguida y en la forma en que adelantaba el pecho. A Marcel no le recordaba a ningún francés sino a los españoles que había visto. Era casi arrogante, aunque Christophe parecía no ser consciente de su elegante abrigo, de su lujoso corbatín de seda ni de las grandes manchas de cal y polvo en sus pantalones grises. Miraba a su alrededor sin fijar la vista en nada ni en nadie, sin expresión de reproche ni desafío, y mostraba un despreocupado interés que le hizo más atractivo a ojos de Marcel. Era de piel más oscura que Juliet. Nunca podría pasar por blanco. Los rumores no eran ciertos.

—Allí —dijo Marcel—. El Madame Lelaud's. —Se dio cuenta de que se moría de sed. Ya casi sentía la cerveza en la boca.

Christophe vaciló. Las puertas estaban abiertas de par en par, y el lugar se veía atestado. Por encima del grave rasgueo de un banjo y las vibraciones del piano, se oían los chasquidos de las bolas de billar.

—¿No es para hombres blancos? —le preguntó Christophe en voz baja. Una emoción insondable llameaba en sus ojos.

—También hay hombres de color —contestó Marcel, abriendo camino.

Madame Lelaud estaba en la barra. Llevaba un
tignon
rojo chillón en el pelo que, junto con los grandes aretes de oro que pendían de sus orejas, le daba la apariencia de una gitana. El pelo negro le caía en rizos sobre los hombros. En su piel de color caramelo se trazaban finas arrugas.

—Ah,
mon petit
—saludó a Marcel. El ambiente era una algarabía de voces extranjeras: el acento irlandés, el alemán gutural, el rápido italiano y por todas partes el
patois
criollo. En la barra bebían negros con trajes de seda y chisteras, y en el salón de billar, congregado en torno al exquisito fieltro verde, había un grupo de hombres de tez oscura cuyas espléndidas chaquetas y chalecos de seda relucían bajo las lámparas. Por todas partes se mezclaban rostros claros y oscuros que podían ser griegos, hindúes, españoles.

Madame Lelaud había salido de detrás de la barra y se acercaba a ellos con un suave contoneo de sus faldas rojas. Tenía el delantal blanco lleno de manchas, pero apoyó una mano en la cadera como si fuera elegantemente vestida y le acarició el pelo a Marcel.


Mon petit
—repitió—. Querrás una mesa tranquila, ¿verdad?

Christophe le sonreía fríamente, alzando una ceja.

—¿Pero tú cuántos años tienes? —le preguntó.

En la pared del fondo se alineaba una hilera de mesas junto a la puerta que daba al patio y que dejaba entrar una grata brisa. Algunos hombres jugaban a las cartas. De pronto estalló un griterío en la entrada y entre un escándalo de pisadas en el suelo de madera lanzaron sobre las cabezas del gentío un gallo de brillantes colores que aleteaba y cacareaba con desesperación. Cerca de la puerta de la sala de billar un viejo negro tocaba el espinete. Una cuarterona alta y de aspecto fatigado, vestida con ropa chillona, se apoyaba en el hombre. Sostenía una copa de whisky con una mano cargada de joyas y tenía los ojos medio cerrados. El músico y la mujer aparecían y desaparecían según la gente se aglomerase o no en torno a ellos. Un abigarrado grupo subía constantemente por las escaleras traseras con un estruendo de pisadas.

—Bueno —dijo Christophe, apoyado en la pared y con el brazo en la mesa. Inspeccionó el lugar y pareció gustarle. Marcel estaba en ascuas. Se preguntaba si Christophe se habría aventurado ya en la Rue Chartres o en la Rue Royale para ver la cantidad de lugares de moda donde no se admitían hombres de color—. ¿Cuántos años tienes? —Su expresión se había suavizado.

—Catorce, monsieur —murmuró Marcel.

—¿Cómo dices? —Christophe se inclinó hacia delante.

—Catorce. —Ahora Christophe sabría que era un degenerado y se preguntaría qué sería capaz de hacer cuando tuviera dieciséis, dieciocho o veinte años.

—Voy a ir a París, monsieur —le dijo de pronto, mirando aquellos fríos ojos castaños—. Para estudiar, cuando tenga la edad. Me mandarán a la Sorbona.

—Estupendo —contestó Christophe alzando las cejas. Se había bebido media cerveza de un trago y ya había pedido otra ronda.

Marcel se dio cuenta, con súbita lucidez, de que no había comido en todo el día. Apuró su jarra.

—Y mientras tanto quieres acudir a mi escuela, ¿no es así?

«Valor», pensó Marcel.

—Sí, monsieur. Es lo que más deseo en el mundo. No sabe lo que significaría para mí. Yo me he enterado esta misma mañana, por un pequeño artículo de un periódico de París. Claro que mañana ya lo sabrán todos. La noticia correrá por todas partes. Podrá usted escoger a sus alumnos… —Se detuvo.

Una sombra había caído sobre el rostro de Christophe.

—¿Entonces es verdad que me conocen? —preguntó.

—Monsieur, es usted tan famoso aquí como en París. Bueno, puede que no tanto, pero es muy famoso. —Marcel estaba sorprendido, sobre todo porque la noticia no parecía sorprender a Christophe.

El gran hombre soltó un largo suspiro y paseó la vista por el gentío de la barra mientras se sacaba un puro muy fino del bolsillo, mordía la punta y la escupía en el suelo. Encendió una cerilla en la suela de su bota.

Madame Lelaud dejó ante ellos dos jarras espumosas y con una punta del delantal hizo una limpieza simbólica de la mesa.

—¿Qué te pasa,
mon petit
? —preguntó arrastrando las palabras y tendiendo la mano para acariciarle el pelo. Marcel se apartó ligeramente, aunque dedicándole una tensa sonrisa—. ¿Hoy no dibujas? ¿Dónde están tus dibujos?

Marcel se sintió avergonzado, sobre todo cuando Christophe preguntó:

—¿Qué dibujos son ésos? —Una chispa relumbró en sus ojos, un atisbo de sonrisa hacia madame Lelaud. Ella se volvió como consciente por primera vez de la presencia de Christophe.

—Es todo un artista —dijo, acercándose tanto que sus faldas rozaron la rodilla de Christophe—. Viene aquí todas las tardes y dibuja a todo el que ve en la barra. Hombrecillos que parecen patos. Pero a ti no te había visto nunca. ¿Cómo te llamas?

—¿Todas las tardes? —le repitió Christophe, dirigiendo a Marcel una burlona mirada de recelo.

—¿No me quieres decir tu nombre?

—Melmoth. Me llaman el errante. Todas las tardes. —Se giró de nuevo hacia Marcel—. Eso quiere decir que no vas a la escuela.

Marcel movió la cabeza. Madame Lelaud, con la atención puesta en otro lugar, se alejó dejando que sus faldas acariciaran la pierna de Christophe. Él la miró, pero sólo un instante.

—Monsieur —se apresuró a decir Marcel—, si supiera usted cuánto le admiramos. Hemos leído sus ensayos, su novela…

—Vaya, pues os doy mi más sentido pésame, aunque no puedo decir que os acompaño en el sentimiento —rió Christophe—. Es mucho más fácil escribir esas cosas que leerlas. ¿Qué clase de dibujos haces?

—Son espantosos —contestó Marcel al instante—. Las personas parecen patos… —Estaba avergonzado de sus bocetos y no los mostraba a nadie, salvo unos pocos que le habían quedado mejor y que tenía colgados en la pared de su cuarto. Con ésos había hecho trampa a base de papel de calco y toda clase de trucos. Los dibujos que hacía en el bar eran tan infantiles que le avergonzaban. Sólo había permitido que los viera madame Lelaud, porque el establecimiento de madame Lelaud era su mundo secreto, un mundo donde nadie iría a buscarle, pero ahora se sentía tremendamente confuso y se preguntaba por qué diablos se le había ocurrido llevar allí a Christophe. El caso es que no conocía mejor establecimiento de bebidas para hombres de color.

—Cuando corra la noticia, monsieur, me refiero a lo de su escuela, tendrá tantos alumnos que no podrá admitirlos a todos —dijo Marcel—. Todos soñábamos con que algún día volviera a casa, pero que montara una escuela… jamás pudimos imaginar tanta…

Christophe soltó una irónica interjección y dio un largo trago a la jarra de cerveza. Su largo y fino puro emanaba un dulce aroma.

—Me siento muy estúpido intentando expresar todo esto con palabras —dijo Marcel.

—Pues lo haces bastante bien. ¿Y cómo es que ahora no vas a ninguna escuela? ¿Tan mal están las cosas aquí que no hay escuelas para vosotros?

—Oh, no, monsieur, hay muchas.

Marcel se apresuró a enumerar las que conocía, todas ellas academias privadas como la de monsieur De Latte, unas con maestros blancos, otras con profesores de color, algunas muy caras y solicitadas, otras no tanto. Entre todas, la más conocida era la de monsieur De Latte. Todos sus amigos asistían a ella. Monsieur De Latte era… bueno, un viejo.

—Tendrá usted que rechazar alumnos, monsieur —concluyó Marcel—. Si pudiera darme una oportunidad…

—¿Pero por qué? —quiso saber Christophe. Su mirada volvía a ser dura, aunque su voz era sincera—. ¿Por qué mi escuela en particular? ¿Porque soy famoso? ¿Porque he escrito una novela y mi nombre sale en las publicaciones de moda? Qué creéis que pasará en mis clases, ¿que habrá alquimia? ¿Pensáis que os veréis inmersos entre gente que se pasa la vida en el teatro, donde las copas tintinean, el ingenio está a la orden del día y los actores y actrices nunca se quitan el maquillaje? —Se inclinó—. ¿Qué quieres aprender de mí? Te llamas Marcel, ¿no? ¿Qué quieres aprender, Marcel?

Marcel se puso tenso de pronto. No veía la sonrisa en los labios de Christophe.

—Bueno, monsieur —comenzó por fin—, usted ha conseguido cosas con las que sueñan la mayoría de los hombres. Sus escritos han sido publicados, los han leído miles de personas. Yo creo que eso supone un… un punto de vista distinto. —Alzó la vista—. Mi maestro, monsieur De Latte… bueno, mi antiguo maestro… maneja los libros como si estuvieran muertos. Sí, muertos. —Pronunció esta última palabra con una ligera mueca y mirando a Christophe a los ojos. Sabía perfectamente lo que quería decir, pero le exasperaba no poder expresarlo con palabras. Finalmente decidió ser fiel a la imagen que tenía en la mente—. Mi maestro sólo cree en esos libros jorque ocupan un espacio, porque puede sostenerlos en las manos, porque son sólidos y si uno los tira contra la pared hacen ruido. —Se encogió de hombros—. Yo quiero saber lo que hay en su interior, lo que… lo que de verdad significan. Creo que continuamente olvidamos que las cosas se hacen, que esta mesa, por ejemplo, la hizo alguien con martillo y clavos, y que lo que hay en los libros también es obra de alguien, que los escribió alguien de carne y hueso como nosotros, que están vivos, que una sola palabra podía haberlos hecho diferentes. —Se detuvo, decepcionado de sí mismo, pensando que Christophe lo consideraría un idiota—. La gente se olvida de esto, la gente cree que lo que hay en los libros es algo muerto, algo que puede adquirir. Pero yo quiero comprenderlo, quiero… encontrar la clave.

Los labios de Christophe esbozaron un atisbo de sonrisa.

—Eres muy listo para tu edad, Marcel. Tienes una comprensión de lo material y lo espiritual que mucha gente no alcanzará jamás, por mucho que viva.

—Eso es, lo espiritual y lo material —dijo Marcel, prestando más atención a la idea que al elogio que Christophe le había dirigido—. Últimamente tengo la impresión de que todo está vivo. En otro tiempo pensaba que los muebles no son más que muebles, objetos para nuestro uso y nada más. De hecho odiaba los muebles y a la gente que hablaba de ellos y de sus precios…

Christophe tenía los ojos muy abiertos.

Other books

Golden States by Michael Cunningham
The Dirty Dust by Máirtín Ó Cadhain
Separate Beds by Elizabeth Buchan
Season's Greetings by Lee_Brazil