Todo esto pasará.
Pero no pasaba.
Una noche subió a la habitación de Marcel y se sentó muy quieta en un rincón para verle escribir en su mesa, escuchando los arañazos de la pluma en el papel, Marcel se detuvo por fin y se inclinó hacia ella.
—¿Qué pasa, Marie? —Al ver que ella no contestaba, le cogió las manos, le acarició el pelo y la besó en los párpados.
Marie le quería. No le importaba someterse a él, esperarle para cenar, quitar los botones de sus camisas viejas para guardarlos cuidadosamente en una caja de mimbre. Marie iba a la iglesia cuando él quería, le anudaba las corbatas, en las tardes cálidas esperaba a que se tomara su baño y en el invierno le cedía la silla junto al fuego. Estaba segura de que Marcel era la única persona a la que amaba, y a veces, muchas más veces de las que ella creía, recordaba las siestas, muchos años atrás, cuando se acurrucaba a su lado, con las rodillas dobladas junto a las suyas, y sentía la suave presión de su brazo en torno a la cintura. Marcel olía a lino, a agua de rosas y a algo cálido sólo suyo. La lluvia caía tras las ventanas abiertas con el suave rumor de un trueno lejano, y el sensual aroma del jazmín llenaba la habitación. Marcel la abrazaba con fuerza y le besaba el pelo. A Marie le gustaba la suave tersura de su rostro, sus labios pálidos, tan tersos y sedosos en reposo que no podía imaginárselos encendidos de risa. Luego Marcel se agitaba, se levantaba y miraba ante él con sus ojos tan azules.
No estaba celosa de él, era imposible; no era el constante favoritismo lo que Marie reprochaba a su madre. Siempre le había parecido natural que Marcel estuviera antes que ella, y era precisamente eso lo que ahora le producía un nuevo dolor.
¿Qué le ocurría ahora? ¿Por qué se pasaba el día rondando por las calles? ¿Por qué le habían expulsado del colegio?
Marie conocía perfectamente la respuesta. Todo había surgido con el repentino fin de la infancia. Un día la infancia se había terminado y eso era todo. En el nuevo mundo de severas distinciones adultas, los que no los conocían pensaban que Marie era blanca, mientras que nadie podía creer lo mismo de Marcel ni por asomo.
Marie se estremecía al pensarlo, aunque no podía establecer el momento exacto en el que se había dado cuenta. Era imposible que Marcel no lo supiera, y estaba segura de que sufría por ello, que era la causa de que su hermano la esquivara, la razón de que se marchara cada vez que ella llegaba. Marcel se cruzaba con ella en la calle sin una mirada, y Marie le había visto incluso un domingo en la Place Congo. Los tambores sonaban incesantes, apremiados al parecer por el constante resonar de los panderos, el matraqueo de los huesos, y a veces, en medio del gentío de yanquis, turistas, esclavos, vendedores, los negros bailaban como lo habrían hecho en sus poblados africanos, una danza salvaje y terrible que Marie no había visto nunca. Allí estaba su hermano, un poco alejado, con las manos a la espalda y el ceño fruncido. Parecía a la vez un niño y un viejo. Se giró hacia uno y otro lado con ojos desorbitados, tal vez ciegamente concentrado. La multitud pareció abrirse para engullirlo, y Marcel avanzó hacia aquel centro aterrador. Marie no pudo soportarlo. Todo lo que sabía del amor, de sus placeres y su dolor sublime tenía que ver sólo con Marcel.
Tan irresistible era la atracción que la embargaba, con tanto detalle lo observaba, con tanta devoción escuchaba sus palabras o se relajaba entre sus ocasionales abrazos, que le resultaba inconcebible la idea de que alguien pudiera considerarlo menos deseable que ella. Le hechizaba el gesto de sus manos al hablar. Marcel era hermoso a sus ojos y debía serlo para todo el mundo. Así pues, los prejuicios sobre el color se habían convertido para ella, a tan temprana edad, en algo muy sospechoso, algo demasiado filosófico.
Sin embargo sabía muy bien cómo funcionaba el mundo, más por las afiladas lenguas de supuestos amigos que por las víctimas. Pero a veces los ángeles protegen a los débiles, como a los niños y a los locos. Al menos eso parecía suceder con Anna Bella, que con sus anchos rasgos africanos y su acento americano no parecía darse cuenta de que las compañeras de Marie la rechazaran y, siempre sonriente, no se ofendía en absoluto cuando pretendían, en un intento por compartir su maldad, que Marie hiciera lo mismo. Al volver a casa del colegio, las niñas giraban la cabeza cuando Anna Bella las saludaba desde su puerta.
Y Marie, una persona callada que apenas hablaba con nadie, se despreciaba en esas ocasiones por su cobardía, por no decir: «Anna Bella Monroe es amiga nuestra». Anna Bella, que traía confituras en tarros de porcelana y soperas con caldos especiales o un guiso para curar una fiebre, que con tanta gracia se apoyaba en el umbral de la puerta, un hombro más alto que otro, con su cuello tan largo y decía con voz melodiosa: «Ahora se pondrá mejor, madame Cecile, y si necesita lo que sea, llámeme. Ya no voy al colegio…».
Pero Marcel no contaba con esa protección angélica, Marcel, que cogía a hurtadillas el periódico de monsieur Philippe y lo dejaba abierto bajo la lámpara por un artículo sobre la alimentación de los esclavos africanos; Marcel, que tomaba el mando cuando Lisette se marchaba e insistía en que nadie dijera una palabra de ello pues al fin y al cabo siempre vuelve, ¿no? Pero es que Marcel sabía manejar a Lisette, como sabía manejar a todo el mundo. Y cuando la esclava no quería trabajar era Marcel el que la llamaba al orden, y más tarde le decía suavemente a Cecile: «Monsieur Philippe estará muy cansado cuando llegue y no querrá oír quejas. ¿No es mejor que no se entere?». El hombre de la casa, su hermano.
Podía tenerlo todo, hacerlo todo. Incluso ahora, que se comportaba como un loco y tenía a todo el mundo asustado, seguía disponiendo de ese poder.
No, no eran los celos la razón de aquella horrible cosa oscura que había entre ella y Cecile, aquella violenta emoción que parecía amenazar hasta la coordinación de sus movimientos.
Se acercaba al despacho del notario sin pensar en lo que hacía. A través de las lágrimas, la Rue Royale se había convertido en una avenida grotesca en la que hombres y mujeres se incordiaban unos a otros con sus absurdos encargos.
No podía dejar de ver a su madre, no podía dejar de oír su voz cuando se giró con la cabeza gacha, las venas del cuello marcadas y los labios tensos. «Llévaselo a su oficina. ¡Vete!». Y la imagen de Cecile había sido la misma que la tarde anterior, cuando en presencia de Richard, perdida su compostura, le espetó aquella palabra inconfundible: «¡Fuera!». Desde entonces no habían intercambiado ni una frase, su madre no la había mirado siquiera. Marie se enteró de la expulsión de Marcel por los gritos de Cecile. Luego, acurrucada en un rincón de su cuarto, la había oído caminar de un lado a otro durante una hora.
Su madre la odiaba. ¡La odiaba! La palabra se formó en un instante entre el caos de sus pensamientos con un frío sobrecogedor. Su aversión quedó al fin manifiesta en la llamarada de sus ojos, en el labio tenso con que desnudaba los dientes, en el rápido giro de la cabeza con aquel gesto de repugnancia, disolviendo todos los mitos del amor familiar. Lo que había sido mero fingimiento se hizo añicos como una espléndida pintura en un papel viejo que se deshace al tocarla. ¡Pero expresar esto en presencia de otra persona…! ¡Esa ciega impaciencia por mostrar lo que hubiera debido ser el más recóndito secreto familiar! ¡Era imperdonable! Marie, conmocionada y estremecida, sintió de pronto por su madre el más profundo desprecio, un desprecio que como todo lo que había entre ellas era tan frío como un hogar apagado.
Marie se detuvo, atónita al descubrir que estaba ante la puerta del notario.
Por un instante no supo a qué había ido, pero luego las necesidades del momento la hicieron reaccionar y se encontró más indefensa y confusa que antes. La nota, aquella desastrosa nota. Su mano, sudada, la había deformado, pero no lo suficiente. Cuando quiso llamar a la campanilla se sorprendió al ver que le temblaba la mano.
Era allí donde tenía que haber concentrado su furia, pensó, sintiendo un vago alivio al apartar esa pasión de su propio comportamiento. Al fin y al cabo, ¿qué suponía para Marcel esa nota? Era un acto precipitado y estúpido. ¿Quién era en realidad ese caballero al que ella llamaba
mon père
cuando se inclinaba a besarla? Era un hombre blanco, un protector, un benefactor de cuyo capricho dependía la fortuna de Marcel. En ese momento la niña que había en su interior y que había amado a aquel hombre dejó paso a la mujer que advertía que otra mujer estaba cometiendo un acto estúpido y destructivo. Se sentía superior a Cecile, conocedora de las cosas del mundo y excepcionalmente fuerte.
Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo podía impedirlo? Podía ir a casa de Anna Bella, pedir papel y pluma y escribir otra nota más suave que le diera tiempo a su hermano. Cecile, que no sabía leer ni escribir, no se enteraría jamás. Sin embargo era algo inconcebible. Nunca había hecho una cosa así, y no tenía fuerzas para hacerlo ahora.
Al ver a su padre en esos momentos como un lejano y poderoso personaje de otro mundo, aborreció la diáfana realidad de sus pensamientos y la sórdida resonancia de sus cálculos e inmediatamente detestó las circunstancias que la habían impulsado a pensar en trucos y mentiras. Era algo repulsivo, tan repulsivo como el momento en que Richard salió corriendo de su casa, involuntario testigo de palabras hostiles.
Agachó la cabeza. No se daba cuenta, pero parecía enferma, como si la calle tórrida la hubiera debilitado con sus penetrantes olores. El secretario la vio a través del cristal y salió a abrir la puerta.
—¿Madeimoselle? —susurró, tendiéndole el brazo. Marie no lo vio. Cogió la silla que le ofrecía y se dejó caer, respirando el aire más fresco de la sala y la limpia fragancia del cuero y la tinta mientras miraba ciegamente cómo el hombre cerraba su sombrilla de seda.
Marie cogió el vaso de agua que le ofrecían pero se lo quedó mirando en lugar de beber. El secretario la había tomado por blanca, naturalmente, pero en sus amables atenciones había otro aspecto que la hizo bajar la vista.
—Tengo que ver a monsieur Jacquemine, por favor —explicó enseguida.
No había nada que hacer.
—Ah, perdone, madeimoselle. Creo que no tengo el placer… —exclamó con arrogancia el notario, que había salido de su despacho. Le cogió la mano con dedos ásperos, y Marie sintió dentera. Se levantó.
—Marie Ste. Marie, monsieur. Creo que conoce a mi hermano.
El notario alzó sus pobladas cejas, y sus rojas mejillas se hincharon con una sonrisa.
—Ah, nunca me lo hubiera imaginado —musitó.
Marie estaba furiosa y sentía el rubor en la cara. Bueno, que el notario pensara que aquello era un cumplido… Le puso apresuradamente la nota en la mano y se giró para marcharse.
—Espere,
ma petite
. —Marie ya estaba casi en la puerta—. ¿Le han expulsado del colegio? —El notario sostenía la nota con el brazo extendido mientras se buscaba los anteojos en el bolsillo—. ¿Pero qué colegio es? Ah, esto es muy grave… ¿A qué colegio asistía su hermano?
—Por favor, póngase en contacto con monsieur Ferronaire. —Nunca había pronunciado el apellido de su padre, e incluso eso le dolió.
Quiso coger el pomo de la puerta, pero el notario se acercó y puso la mano para impedir que la abriera. Le rozó el brazo con la manga. Marie se volvió lentamente hacia él, le miró a los ojos y vio cómo el hombre se encogía, vio el efecto que obraba en él su gélida expresión, y no lo sintió en absoluto.
—Ah, madeimoselle, no sé si monsieur estará en la ciudad. Si no está en la ciudad podría tardar bastante tiempo… —Sonrió con confianza—. Estos asuntos…
—
Merci, Monsieur
—dijo ella antes de salir a la calle.
El notario seguía insistiendo en algo; la llamaba, pero Marie no oía. De pronto miró atrás y volvió a ver aquella sonrisa confiada, de aspecto tierno.
El notario paseó la vista furtivamente por su vestido de muselina amarilla.
Marie se alejó deprisa con los ojos llenos de lágrimas, que no llegaron a brotar.
La multitud era una masa amorfa, confusa. Alguien le rozó el hombro y se apartó rápidamente de ella, mascullando excusas. Marie perdió el equilibrio y quiso apoyarse en la pared pero no le gustaba tocar esas cosas, de modo que dejó caer la mano y aferró los pliegues de su vestido. Se había olvidado de su pelo, pero de pronto lo vio peinado en trenzas sobre su pecho y musitó:
—
Mon Dieu, mon Dieu
.
Por las puertas abiertas del hotel St. Louis salía una gran cantidad de mujeres blancas que fueron subiendo una tras otra en los carruajes que esperaban en la calle. Marie tuvo que detenerse para dejarles paso, y al volver la cabeza captó un extraño ruido.
Era como si una orquesta estuviera tocando a una hora tan temprana. Las vibraciones del contrabajo parecían ahogar el murmullo del gentío del vestíbulo. Por encima se oía los agudos gritos nasales de los subastadores que batallaban unos contra otros bajo la alta cúpula.
La multitud se movió, y Marie se vio obligada a moverse con ella. No se había desmayado en su vida, pero ahora sentía una oscuridad creciente y una debilidad en sus miembros. Tenía la boca seca. Tenía miedo. En ese momento una mano la cogió y la sostuvo con intención de acercarla a la pared. Era espantoso. Marie iba a apartarse, tenía que apartarse, pero entonces vio, con los ojos húmedos, que era Richard Lermontant.
De haber sido otra persona, cualquier otra, no habría tenido importancia. Los desconocidos no le daban miedo, por lo menos en la Rue Royale. Podía haberse apartado para irse a su casa, pero al ver a Richard, al ver la preocupación en sus grandes ojos castaños y sentir de nuevo la presión de sus dedos en el brazo, empezó a temblar. Le dio la espalda, humillada, se quedó mirando fijamente los ladrillos rojos de la pared y estalló en silenciosos sollozos.
—¿Qué te pasa, Marie? —susurró él, ofreciéndole un pañuelo de lino.
Marie se había echado el pelo en torno a la cara, como para cubrirse con él. Un pensamiento acudió de pronto a su mente: «No estoy aquí, no puedo estar aquí en esta calle, con Richard, llorando. Tengo que irme como sea».
—Dime, Marie. ¿Qué te pasa? ¿Puedo ayudarte en algo?
Ella movió la cabeza. Se sentía especialmente afectada por su cercanía. Se quedó mirando la blancura de su pechera almidonada, los brillantes botones de su chaqueta negra. Alzó con un inmenso esfuerzo la mirada hasta sus ojos para decirle que estaba bien, pero sintió que se le iba la cabeza y que le palpitaban los oídos. Era como oír el fragor de una cascada, el fuerte martilleo de la lluvia en los callejones inundados, una dulce sensación de que el tiempo se detenía. Por encima de la seda negra de su corbata, el rostro de Richard no era joven. Tenía la pureza de la juventud, desde luego, pero su ternura, su evidente preocupación y algo que debía de ser sabiduría le conferían madurez.