La noche de todos los santos (20 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

Aunque aquello era una invasión, era la mano de un hombre. Marie retrocedió instintivamente y vio a monsieur Rudolphe, el padre de Richard, también vestido de negro, con elegancia. Incluso junto a la extraordinaria estatura de su hijo, monsieur Rudolphe parecía enorme con su ancho pecho y el vientre plano bajo el chaleco. Su rostro alargado, de ojos ligeramente saltones, se cernía sobre ella.

—Ah, Marie —dijo con acento caucasiano y tono autoritario—. Vamos inmediatamente a la funeraria.

Ella se apartó sin querer.

—No, monsieur, gracias —murmuró. Tragó saliva y cogió el pañuelo de Richard—. Me están esperando en casa. —Se enjugó las lágrimas—. Ha sido el calor. Sí, es que caminaba demasiado deprisa…

Monsieur Rudolphe aceptó la excusa con más facilidad de la que ella esperaba. Richard se limitó a asentir y a apartarse de ella, indicándole con un gesto que se quedara el pañuelo.

—Debería usted llevar sombrilla, madeimoselle —dijo monsieur Rudolphe. Con una súbita sensación de contrariedad, Marie se dio cuenta de que se la había dejado en el despacho del notario. Bueno, ya la recogería Marcel, porque ella no pensaba volver, desde luego—. Camine despacio y vaya siempre bajo los pórticos.

La última vez que vio la cara de Richard era la viva imagen de la aflicción. Marie se sentía débil y mareada, y en realidad temía sufrir algún estúpido accidente. Respiró hondo y al llegar a la esquina ya se encontraba mejor, aunque no hacía más que pensar en Richard. Su mente, agotada, fue dando paso poco a poco a una melancolía que casi era tristeza. Los Lermontant eran ricos, poseían la funeraria, establos, canteras. Su nueva casa de estilo español en la Rue St. Louis tenía unas enormes puertas lacadas, y de noche se veía gran profusión de luces a través de las cortinas de encaje. Su único hijo podía escoger.

En la sobremesa hablarían de dotes, de cuántos matrimonios entre este y aquel apellido había registrados en los archivos de la catedral de St. Louis. Marie, a sus trece años, estaba en edad de ser cortejada, y Richard, a sus dieciséis, no tenía bastantes años para pensar en ello.

¡Tenía la mente exhausta! Giselle, la hermana de Richard, se había marchado a Charleston para casarse con un hombre de color de buena posición, llevándose una dote de muebles de palisandro y diez esclavos. Y madame Suzette Lermontant provenía de adinerados plantadores de color de Santo Domingo que prácticamente dominaban la provincia de Jeremie.

En cualquier otro momento esto le habría acelerado el corazón, le habría producido un inmenso dolor, pero ahora no hizo más que bajar la cabeza. Giró en la esquina de la Rue Ste. Anne y siguió caminando hacia la Rue Dauphine, donde un mulato de tez clara arrastraba con airados gruñidos un pesado baúl hacia la puerta de los Mercier. Al verla se detuvo como sorprendido. «Debe de ser él», pensó Marie al pasar apresuradamente con los ojos bajos. El famoso Christophe. Al cruzar la calle y atravesar la puerta de su casa sintió su mirada en la espalda. Una rápida ojeada le indicó que él seguía mirándola, que se había detenido para observarla. Marie, enfadada, apartó los ojos con un brusco giro de cabeza.

—II—

R
ichard se quedó mirando a Marie, que se alejaba rápidamente por la acera bajo la sombra de las balconadas. Tenía los hombros cuadrados y andaba con gracia natural y una dignidad de las que ella no parecía ser consciente. El pelo le caía hasta la cintura, y los densos volantes de sus faldas de niña dejaban al descubierto un ápice del tobillo y de los calcetines. Richard bajó la vista rápidamente.

Dobló con cuidado el pañuelo y, tras metérselo en el bolsillo, cruzó detrás de su padre la Rue Royale y entró en la funeraria.

—Yo habría insistido para que esa muchacha pasara a sentarse pero, quién sabe, tal vez este lugar la inquiete —murmuró Rudolphe, echando un vistazo a su reloj—. Aunque si no termino con parte del trabajo, el que se va a inquietar voy a ser yo. ¿Por qué no lo hacen público, me lo quieres decir? —le preguntó enfadado a Richard—. ¿Me oyes?

Richard escuchaba las campanas. La capilla mortuoria llevaba repicando desde por la mañana, al igual que la catedral y todas las iglesias de la ciudad.

—¡Pero no lo anuncian! —dijo Rudolphe con una mueca de desdén.

Se refería a la noticia emitida por la Junta de Salud de que la calamidad de todos los años, la fiebre amarilla, había alcanzado las proporciones de una epidemia, noticia que había impelido a toda la gente de bien a retirarse al campo, donde ya debía estar. La muerte azotaba más a los inmigrantes, pero los Lermontant tendrían que estar de servicio las veinticuatro horas del día. Acababan de salir del cementerio, y Richard ya se estaba cambiando las botas para que se las volvieran a lustrar. Esto sucedería unas tres veces al día, o quizá más.

En cuanto su primo Antoine se llevó sus botas y las de Rudolphe, Richard se fue inmediatamente a su alta mesa y se puso a repasar las cuentas acumuladas en los últimos días. Tendría que poner los libros en orden antes de volver al colegio el lunes.

—Desde luego es mucho más guapa de lo que yo recordaba —murmuró Rudolphe.

Richard se detuvo un instante con el abrecartas en el aire. Se oyó una breve carcajada de Antoine, que estaba en la trastienda dando betún a las botas.

—¡Seguro que a ti no se te ha pasado por alto! —le dijo Rudolphe a Richard—. ¿Has oído lo que he dicho, o es que te has quedado sordo?


No, mon père
.

De nuevo se oyó la risa desdeñosa. Richard echó una ojeada a la puerta.

—Déjale, te estoy hablando a ti —insistió su padre.

En ese momento sonó un golpecito en el cristal y entró en el establecimiento un negro alto, con el mismo atavío elegantemente negro de los Lermontant. Sonó la campanilla.

—La pequeña ha muerto,
michie
. Murió a las nueve, y madame Dolly está como loca —dijo.

Era Placide, ayuda de cámara, mayordomo y sirviente de variadas aptitudes, comprado para Rudolphe cuando éste nació. Era un anciano con el rostro oscuro plagado de profundas arrugas. Enseguida se quitó el sombrero, que ahora tenía en la mano.

—Y dicen que en la casa no hay nada,
michie
, ni siquiera sillas para sentarse. Según parece, madame Dolly lo ha ido vendiendo todo, pieza por pieza.


Mon Dieu
! —Rudolphe movió la cabeza—. ¿Y la niña?

—Murió esta mañana a las nueve,
michie
, con tres médicos a su lado, en esta época. Tres médicos. —Alzó tres dedos.

—Entra, Placide, y limpia estas botas —se oyó una voz grave e irritada desde la trastienda. Antoine salió quitándose el betún de los dedos—. Podías haber aparecido un poco antes de que se me pusieran las manos negras.

—Sólo tengo un cuerpo,
michie
—dijo el negro—. No puedo estar en dos sitios a la vez. —Echó a andar lentamente hacia la puerta trasera con paso torpe, como si le hiciera daño doblar las rodillas.

—¿Es la hija de Dolly Rose? —preguntó Richard.

—El tétanos. —Rudolphe movió la cabeza—. Iré yo primero.

Richard estaba ligeramente inclinado en su taburete, con la vista fija en la mesa. Paseó la mirada por la funeraria. Una débil luz caía sobre la suave caoba de los mostradores, las pilas de crespón, las capas negras colgadas en las perchas y los fardos de fustán de las estanterías.

—El tétanos —susurró.

—Bueno —dijo Rudolphe—, ya está bien. La niña está en el cielo, que es mucho más de lo que se puede decir del resto del mundo. Ahora quiero acabar con lo que te estaba diciendo. Escúchame. ¡He visto cómo mirabas a esa chica! La miras con la boca abierta cuando te la encuentras en la calle y la contemplas embobado en la iglesia en lugar de estar atento a la misa.

Richard frunció el ceño. Levantó de nuevo el abrecartas y lo deslizó rápidamente por el sobre que tenía en la mano.

—Deja eso y mírame —dijo Rudolphe muy serio—. Eres demasiado alto para tu edad. Ése es el problema. La gente te considera un hombre, cuando en realidad no eres más que un niño. Sí, escúchame. Sabes perfectamente lo que quiero decir.

Richard se incorporó, respirando hondo, y miró a su padre a los ojos. Tuvo que hacer acopio de todo su dominio en sí mismo para transformar su rostro en una máscara de serenidad. Sabía que la más mínima resistencia empeoraría las cosas.


Mon père
—comenzó—, yo nunca he pretendido…

—¡No me hables como si fuera un idiota! —exclamó Rudolphe.

Antoine había aparecido de nuevo en la puerta trasera, esta vez con su abrigo negro. Con una mano se atusaba el lacio pelo oscuro.

Richard apretó los labios y volvió a fijar la vista en su padre. Tenía el rostro tenso.

—¿Sí,
mon père
? —le susurró. Cualquiera habría captado el timbre sarcástico en el educado tono de su voz.

—Así que estás enfadado… Eso es bueno, porque así prestarás alguna atención. ¡Te pasas el día soñando! ¡Una chica como ésa…!

Richard se sobresaltó.

—Es la hermana de Marcel,
mon père
—dijo sin poderse contener.

—No la estoy insultando, no seas idiota. —Al oír el carraspeo burlón de Antoine, Rudolph se dio la vuelta—. Si ya estás listo —le dijo fríamente a su sobrino—, vete a casa de LeClair. Te están esperando. La misa es a las once. ¡Venga, muévete!

Con una ligera sonrisa de superioridad, Antoine salió de la funeraria. Cuando se cerró la puerta, Rudolphe se volvió hacia su hijo, que estaba sentado a la mesa, estrujando casi el sobre entre sus largos dedos. Richard miraba fijamente las palabras escritas en él, pero no cobraban sentido, como si se tratara de una lengua extranjera.

—No pretendía insultarla —dijo Rudolphe algo molesto—. Si Marcel no me cayera bien, tú no serías su amigo. Marcel siempre me ha gustado. A decir verdad, me da lástima, aunque si su madre lo supiera se le helaría la sangre en las venas. ¡Un «tendero» compadeciéndose de Marcel! —Soltó una carcajada. Luego se volvió y sacó de debajo de su mesa un botellín de agua de rosas que vertió en su pañuelo para humedecerse los labios y el rostro—. Lo que quiero decir es muy sencillo —prosiguió—. Ya estoy cansado de tener que señalar lo evidente, de ser el que enfrenta a la gente con hechos que debería conocer…

—No se le puede reprochar nada,
mon père
—musitó Richard—. Yo ni siquiera le he hablado nunca a no ser en presencia de otra gente: su madre, Marcel…

—Desde luego que no se le puede reprochar nada. Es toda una dama, virtuosa y muy guapa. ¡Hermosa sin parangón! —Rudolphe le miraba ceñudo—. ¿No te parece hermosa?

—¡Sí, sí! —contestó Richard. Le palpitaba la sangre en las sienes. Miró a su padre desesperado—. No sé cómo la he mirado, pero no significa nada, te lo aseguro —dijo con un tono aterciopelado que apenas era un susurro y que indicaba que estaba furioso.

Se miraron a los ojos en silencio. La expresión de Rudolphe mostraba un cambio sutil aunque tan insólito que Richard se quedó perplejo.


Mon fils
—dijo Rudolphe en voz baja—, ¿es que no lo entiendes? Sé perfectamente lo que piensas de esa chica, no soy ningún estúpido. Y tú no comprendes que las chicas como ésa, chicas como Marie Ste. Marie, sí, sí, Marie… esas chicas siempre siguen los pasos de su madre.

Richard bajó la vista. La postura de resistencia a su padre, que más que un hábito era una inveterada actitud, cedió suavemente.

—No. —Movió la cabeza—. No,
mon père
, Marie no.

—Hijo mío, —Rudolphe suspiró. Nunca se había dirigido a Richard en ese tono—, que no te destrocen el corazón.

—III—

C
uando Marcel bajó era ya la una. Entró corriendo en la casa y se quedó mirando asombrado el reloj del aparador.


Mon Dieu
—suspiró—. He dormido como un tronco. Lo cierto es que he vuelto a nacer. ¡He vuelto a nacer! —Chasqueó los dedos y se volvió hacia Marie—. Hoy estás guapísima. —Se acercó rápidamente a ella—. Hace mucho que no te digo lo hermosa que eres, que esquivo el dulce y constante placer de tu belleza. Ya soy demasiado mayor para besarte. No, nunca seremos tan mayores que no podamos besarnos, ¿verdad? —La cogió por los hombros, la besó en las mejillas y la soltó con una carcajada—. ¿Qué te pasa? —preguntó muy serio de pronto—. ¿Estás llorando?

—No. —Marie movió la cabeza y se dio la vuelta, pero luego lo miró como si estuviera loco.

—Me estalla la cabeza —dijo él, volviendo a cambiar de tema—. Y me muero de hambre. ¿Dónde está Lisette? Me muero de hambre.

—¿Dónde está Lisette? Me muero de hambre —repitió con voz malhumorada Lisette, que salía de la habitación trasera—. Como si no le hubiera oído levantarse de la cama. Me sorprende que no atravesara el suelo. —Tenía el rostro abotargado del sueño, pero llevaba en la mano una bandeja y enseguida puso la cubertería de plata y la servilleta de Marcel en la mesa. El vapor de la sopa le daba en la cara—. Más vale que se tome la comida. No irá a decirme que quiere desayunar.

—Naturalmente que no quiero desayunar. La comida me va bien, y siento no haberte contestado anoche, Lisette. A veces creo que no te aprecio en lo que vales.

Ella se echó a reír.

—Coma antes de que se le enfríe.

—Lo siento. Es que anoche estaba desesperado —prosiguió Marcel, arrimando la silla y echando un vistazo a la sopa—. Totalmente desesperado.

—¡Desesperado! —repitió Lisette con la mano en la cadera—. Estaba desesperado. ¿Y ya no está desesperado,
michie
?

—No, en absoluto. En realidad me encuentro estupendamente, salvo por el dolor de cabeza. Me va a estallar. ¿Sabes la botella de vino blanco que metí en el barril de agua? Tráemela, por favor, antes de que me reviente la cabeza. ¿Qué es esto? ¿Sólo un cubierto? ¿Voy a comer solo? ¿Dónde está mamá? Marie, ¿te encuentras mal?

Lisette alzó las cejas en un sarcástico gesto de asombro. Marie, sentada en el canapé, le miraba boquiabierta.

—Tienes un aspecto espantoso —le dijo Marcel a su hermana—. ¿Qué te pasa?

—Vamos a ver,
michie
—terció Lisette, acercándose a la mesa con un contoneo de caderas. Echó un rápido vistazo a la puerta y luego volvió a mirar a Marcel—. Esto tiene dos explicaciones. La primera es que su madre y su hermana han estado un poco preocupadas y no les apetece comer. ¿Qué tal? ¿Qué tal le ha ido a usted estos días en el colegio? ¿Qué tal eso de pasar fuera toda la noche? Pero en cuanto oigo que pone el pie en el suelo, yo me apresuro a servirle la mejor sopa del mundo porque sé que, por muy grave que sea el crimen, el condenado siempre tiene derecho a una última comida. Ahora coma,
michie
, antes de que la trampilla ceda bajo sus pies.

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