Ambientada en la Nueva Orleans de 1840, esta novela histórica narra la vida de un grupo de personas libres de color, temidas e ignoradas por los blancos. Suspendidos entre dos mundos en blanco y negro, solo encuentran estabilidad dentro de su propia comunidad, donde viven entre la tensión y la ambigüedad, lo que forman su mayor fortaleza y a la vez, su mayor debilidad.
El protagonista es un niño de 14 años de edad, llamado Marcel, hijo de padre blanco y madre con ascendencia de ambos grupos. Junto con su hermana y dos amigos íntimos, enfrenta el paso por la adolescencia y sus efectos, en la ambigüedad de su posición social. Marcel despierta a la vida cuando su ídolo, un famoso novelista y hombre libre de color llega a Nueva Orleans para abrir una escuela. El padre blanco acaudalado de Marcel le ha prometido educación. Marcel desea hacerlo en la escuela de Christophe. Mientras tanto, su hermana María está siendo cortejada por un amigo de Marcel, próspero y respetado, pero su vulnerabilidad y los planes de otros ponene en peligro su felicidad. Marcel va abriéndose su propio camino hacia la edad adulta a través de la relación con Christophe y su familia. Cuando se anuncia que Marcel debe aprender un oficio para ganarse la vida en vez de concluir sus estudios, se revela, se retira de la escuela y va en busca de la verdad acerca de quién es y cuál es su destino.
Una novela histórica dolorosa, rica y precisa, que con delicadeza dibuja claramente los patrones de la ironía y la injusticia a través de las relaciones familiares complejas y las estructuras sociales,
La noche de todos los santos
fue la segunda novela escrita por
Anne Rice
.
Anne Rice
La noche de todos los santos
ePUB v1.0
Cygnus26.06.12
Título original:
The Feast of All Saints
Anne Rice, 1979.
Traducción: Elisa Tapia Sánchez.
Retoque de portada: Cygnus.
Editor original: Cygnus (v1.0).
ePub base v2.0
Mortifica mi corazón, Divina Trinidad,
pues hasta ahora me has llamado, inspirado
e iluminado con objeto de enmendarme;
pero a fin de que pueda alzarme y mantenerme erguido
emplea tu poder para derribarme,
troncharme, quemarme y hacer de mí un hombre nuevo.
J
OHN
D
ONNE
.
Antes de la Guerra de Secesión vivía en Luisiana un pueblo sin igual en la historia del Sur, porque aunque descendía de los esclavos africanos llevaba también la sangre de los franceses y españoles que los habían esclavizado. Los europeos tenían la costumbre de liberar a los hijos de sus esclavas concubinas, y estas personas eran los descendientes de tales uniones.
A medida que pasaba el tiempo aumentaba el número de mulatos refugiados que huían de las guerras tribales del Caribe, y así nació una casta que llegó a ser conocida como los Negros Libres, o
gens de couleur libre
. Pero era una denominación irónica. Apartados de la sociedad blanca, no tuvieron nunca libertad política, ni siquiera el pleno derecho a la libertad de expresión, y siempre estuvieron subordinados.
Aun así, en ese mundo indefinido entre el blanco y el negro se alzó una aristocracia. Surgieron artistas, poetas, escultores y músicos, hombres y mujeres ricos, educados y distinguidos. Hubo entre ellos dueños de plantaciones, científicos, comerciantes y artesanos. Y la fascinación que sus hermosas mujeres ejercían sobre los blancos acomodados de Luisiana llegó a convertirse en leyenda.
Estas gentes han quedado enterradas en la historia. Muchos, después de la Guerra de Secesión, se destacaron como líderes en la lucha por los derechos de los esclavos libres y los suyos propios, pero esa batalla acabó en tragedia. El final de la era de la Reconstrucción fue el presagio de muerte para esta clase. Y en la creciente ola de racismo que invadía la nación, el espíritu y el genio de las
gens de couleur
libres cayeron en el olvido.
Pero esta historia transcurre antes de esa época, en la
Belle Epoque
anterior a la Guerra de Secesión, cuando unas dieciocho mil
gens de couleur
prosperaban en las atestadas calles de la ciudad francesa de Nueva Orleans y compartían con el resto de la humanidad la bendición de ignorar lo que les deparaba el futuro.
U
n muchacho corría a toda velocidad por la Rue Ste. Anne de Nueva Orleans, una mañana calurosa. Justo antes de llegar a la esquina con Condé, donde la calle se convertía en el lindero sur de la Place d'Armes, se detuvo bruscamente con la respiración entrecortada y se puso a seguir sin ningún disimulo a una mujer alta.
Aunque el chico estaba a varias manzanas de su casa vivía en esa misma calle, igual que la mujer, de modo que muchos de los transeúntes que iban al mercado o que mataban el tiempo en la puerta de sus tiendas, respirando un poco de aire, los conocían y pensaron: «Ése es Marcel Ste. Marie, el hijo de Cecile. ¿Qué estará haciendo?».
Eran las calles de la ribera en la década de 1840, atestadas de inmigrantes. Cada patio, cada verja, era un encuentro de mundos diferentes. Pese al gentío y al bosque de mástiles que se alzaba por encima de las tiendas del muelle, el Barrio Francés era ya entonces una pequeña ciudad, una ciudad donde la mujer alta era muy conocida.
Todos estaban acostumbrados a los ocasionales paseos sin rumbo de aquella desaliñada figura cuya riqueza y hermosura hacían de ella una ofensa pública. Lo que les preocupaba era Marcel. Aunque no lo conocían, muchos se lo quedaban mirando porque era un personaje que llamaba la atención.
Se notaba que tenía sangre africana, que probablemente era cuarterón, y su herencia blanca y negra se fundía en él en una insólita mezcla en extremo hermosa pero indeseable, pues aunque su piel era más clara que la miel, más clara incluso que la de muchos blancos que no dejaban de observarlo, tenía unos grandes ojos azules que parecían oscurecerla. Su pelo rubio y crespo, que le rodeaba la cabeza como una gorra, era inconfundiblemente africano. Tenía cejas altas y bien dibujadas, que conferían a su expresión una sorprendente franqueza, nariz pequeña y delicada, con los agujeros muy abiertos, y labios gruesos de niño, de un color rosa pálido. Más adelante serían sensuales, pero ahora, a sus catorce años, tenían forma de corazón, sin una sola línea dura. El vello del labio superior era oscuro, como los rizos que formaban sus patillas.
Era la suya, en fin, una apariencia de contrastes, y aunque todos sabían que hombres más atezados pasaban por blancos, Marcel nunca podría. Y aquellos que no veían en él nada especial, se sorprendían a veces mirándolo con insistencia sin saber por qué, incapaces de examinarlo de un solo vistazo. Las mujeres lo encontraban exquisito.
La piel dorada del dorso de sus manos parecía sedosa y traslúcida. El muchacho tenía la costumbre de coger de pronto las cosas que le interesaban con un gesto reverente de sus largos dedos. Y a veces, cuando estaba junto a un escaparate o bajo alguna farola, la luz convertía su pelo crespo en un halo en torno a su cabeza, y sus ojos reflejaban el serio deleite de esos santos bizantinos de rostro redondo extasiados con la visión beatífica.
De hecho, aquella expresión se estaba convirtiendo en un hábito. Era la que mostraba ahora mientras corría por la Rue Condé detrás de la mujer, con los puños inconscientemente apretados y los labios entreabiertos. Sólo veía lo que tenía delante, o sus propios pensamientos, pero jamás se veía con los ojos de los demás, jamás parecía advertir la fuerte impresión que causaba en los demás.
Era sin duda una impresión muy fuerte, pues aunque aquel aire soñador habría sido del todo inadmisible en un hombre pobre, en Marcel era perfectamente tolerable porque estaba muy lejos de ser pobre y jamás iba mal vestido.
Durante años había sido un caballero en miniatura. Cuando iba a algún recado o se dirigía a la iglesia con el misal en la mano llevaba la levita inmaculada, tan a la medida que daba la impresión de que se le quedaría pequeña en medio año, y el chaleco terso y ajustado a su angosto pecho, sin un solo pliegue, sin una arruga. Los domingos lucía un pequeño alfiler de oro en la corbata de seda, y desde hacía poco llevaba un reloj de oro, de bolsillo. A veces se paraba bruscamente en la calle para observarlo, se mordía el labio y fruncía las cejas con expresión angustiada. Siempre calzaba botas nuevas.
En definitiva, los esclavos de su mismo color sabían al instante que era libre, y al primer vistazo los hombres blancos le consideraban un «muchacho refinado». Su mayor preocupación parecía ser la dignidad. Marcel no era un esnob, pero hacía gala de una elegancia genuina y precoz.
Era imposible imaginárselo trepando a un árbol, jugando a la pelota o mojándose las manos a no ser que fuera para lavárselas. Sus sempiternos libros estaban viejos y ajados, encuadernados en piel y atados con una cinta, pero hasta eso resultaba elegante. A menudo emanaba de él el sutil aroma de una colonia demasiado cara para un niño.
Marcel era el hijo de un hacendado blanco, Philippe Ferronaire, caballero criollo de la cabeza a los pies que, aunque debía toda la cosecha venidera, reunía a sus hijos blancos en el palco familiar de la Ópera todas las temporadas. Pese a que a nadie se le hubiera ocurrido llamarle «el padre de Marcel», eso es lo que en realidad era, y su carruaje se veía asiduamente apostado en la Rue Ste. Anne ante la mansión de Ste. Marie.