Richard enarcó las cejas ante su vaso de whisky, y con la vista nublada y un ligero gesto de la boca advirtió que estaba sucio. Tenía huellas de otros dedos, y se podía captar en él el hedor de otras salivas. Tras la puerta abierta se volcaba el cielo azul sobre el mercado. Richard entornó los ojos y bajó la cabeza. Por primera vez en su vida se preguntó si el infierno no sería un sucio antro no purificado por el fuego. Se apresuró a apurar el whisky.
Tras el dulce aroma del pecado volvió la tensión, el temor por Marcel… y esa mórbida confusión de pensamientos que de pronto le atravesaba el cerebro como Una aguja. Él no servía para aquellas viles actividades. Le pareció divertido que todos los irlandeses de la barra estuvieran borrachos antes del mediodía.
Imaginó que si su padre supiera dónde estaba lo sacaría de allí agarrado por el cuello, y esto también le pareció divertido. Era como si su altura le otorgara inmunidad. Era demasiado grandón para que le pegaran. Sonrió para sus adentros y se bebió otro whisky.
Sabía sin embargo que no podría soportar aquello mucho tiempo. No tenía la capacidad de Marcel. Aunque toda la herencia de Lermontant desapareciera de un plumazo, Richard siempre sería el mismo: un chico educado y obediente poseído por una constante e incurable ansiedad que le impedía permanecer en una sala que no fuera impecable, dejar ningún trabajo sin terminar o abandonar un libro sin comprenderlo a la perfección.
Pero una cosa le salvaba todos los días, desde que se levantaba de la cama antes del amanecer hasta que se acostaba una vez que su ropa quedaba colgada en el armario y sus deberes yacían impecables sobre la mesa del comedor. Sabía, muy en el fondo de su corazón, que nada puede ser perfecto y que la tensión que le acompañaba constantemente no cesaría nunca. ¿Era esto una tontería?
A veces pensaba que su padre no lo sabía, o que su madre, Suzette, que trajinaba de la cocina a la mesa con las mangas recogidas y la frente húmeda, creía que por fin llegaría el día en que podría descansar. Pero Richard comprendía que la vida era así, y esto le hacía mantener una calma exasperante en aquello que a otros les ponía furiosos, y le permitía realizar sus tareas con resignación y a veces de forma mecánica. Todavía no sabía que esto se agudizaría con el tiempo.
Le estallaba la cabeza. El whisky no proporcionaba el mismo placer que el jerez o el oporto, pero sólo la vaga conciencia de que un hombre blanco le observaba desde la barra le obligó a dejar el vaso.
¡Christophe volvía! ¡Christophe iba a abrir una escuela! Los sueños de Richard nunca habían volado tan alto. En realidad siempre habían sido sueños bastante modestos que no incluían el peregrinaje a París.
En el telón de fondo de su mente estaba la nítida imagen del abuelo junto al fuego, arrebatándole el artículo parisino sobre las
Nuits de Charlotte
de Christophe. Antoine lo había cogido en silencio.
—
Passe blanc
! —El viejo escupió en la chimenea.
—¡No, abuelo! —exclamó Richard suavemente—. Él nunca… Siempre ha dicho que es un hombre de color… —Pero entonces vio que Antoine movía la cabeza.
—Diez años… —murmuró el anciano.
El padre de Richard, que caminaba de un lado a otro entre las sombras, se echó a reír. Se acercó a la silla de Richard y murmuró con sequedad:
—¿Tú qué te crees, que París es un paraíso donde uno se convierte en ángel? ¿Que allí se te vuelve la piel blanca?
Richard se quedó callado, aturdido. Todos hablaban de ir a París. Hasta sus hermanos habían ido…
Entonces recordó las palabras: «diez años…». Miró a su abuelo. Nadie había vuelto a hablar de sus hermanos. Richard ni siquiera recordaba cuándo había comenzado ese silencio.
—
Passe blanc
—susurró el abuelo con resquemor.
Richard se quedó mirando el fuego. Siempre había sabido que algo terrible pesaba en el aire, algo que se cernía sobre su madre cuando limpiaba los retratos de la escalera. Richard no había conocido a sus hermanos, jamás había visto una carta suya, nunca había pensado…
—Creo que ahora viven en Burdeos —le dijo Antoine más tarde, ya en el piso de arriba—. Me lo contó un hombre que vino hace poco a la funeraria. Quería saber de nosotros. Dijo que se habían casado con mujeres blancas, naturalmente…
Esa noche se acostó pensando en ellos por primera vez. André y Michel, casados con mujeres blancas. Cuando por fin apagó la lámpara supo que nunca iría a París, que nunca se marcharía de casa como habían hecho ellos rompiéndole el corazón al abuelo. Aunque jamás se le había ocurrido pensar que su abuelo tuviera un corazón, lo cierto era que poseía algo igualmente fuerte que los unía a todos. Richard adoraba a su abuelo. Ese año había aprendido junto a él a llevar los libros de la funeraria, y de vez en cuando había ido a atender a los parientes de los difuntos, siempre sorprendido de que se alegraran de verle, le hicieran tomar asiento junto al féretro y le dieran palmaditas en la mano.
Siguió bebiendo whisky compulsivamente. Tuvo el irresistible impulso de volver a sonreír, aunque sus pensamientos tocaban una fibra sensible. Muy bien, nada de ir a París, pero ahora volvía el gran hombre. Las madres acudirían en tropel a su salón, ansiosas por colocar a sus pequeños bajo el amparo de sus alas. Cerró los ojos y luego miró el cielo resplandeciente. ¿Podría él, Richard, acudir a aquella escuela? ¿Se lo permitirían sus padres, después de oír el constante y florido repertorio de anécdotas que contaba Antoine: hachís, mujeres blancas, la vida de café en café, los días que a veces pasaba sin encontrar una cama? Los otros perdonarían al gran hombre, hablarían con él de Victor Hugo y le harían preguntas sobre sus famosos viajes, pero los Lermontant no lo tolerarían. No era lo que deseaban para Richard. Ésa era la verdad, y él ya lo sabía incluso esa misma mañana, cuando acudía corriendo a clase con la noticia.
Lo que sentía en ese momento, lo que había sentido cuando dejó a Marcel en la Place d'Armes era simplemente envidia. Ésa era la repulsiva maraña de dolor y confusión: envidia.
Miró el cielo de nuevo y se le humedecieron los ojos. En su obnubilación no acertaba a ver la oscura arcada del mercado aunque sabía que albergaba fardos de mercancías, hombres trabajando, carros que crujían bajo sus pesadas cargas. El aire transportaba el fuerte olor agrio de la col hervida.
¡Envidia de Marcel! Muy bien, Richard, bébete otro whisky.
Pero era cierto. Envidia de la elegancia con la que Marcel podía susurrar
«Je suis un criminel
!» y marcharse luego con los ojos vidriosos tras la loca Juliet.
Richard le envidiaba. Envidiaba amargamente la demencial aventura que estaba corriendo en ese momento, al mediodía. Y lo que era peor, envidiaba la fuerza con la que Marcel lograría romper el silencio de Juliet. Richard se odiaba. Marcel lo conseguiría, Marcel siempre lograba lo que se proponía.
Apartó de pronto la botella y se levantó para marcharse, pero en ese momento volvió a cobrar realidad el hombre blanco que le miraba desde la barra: un irlandés de rostro enrojecido y pelo desgreñado que se dejó caer en la silla delante de él. Richard sintió recelo por primera vez desde que entrara en el bar.
Había disfrutado voluptuosamente del peligro sin pensar que pudiera tocarle, pero ahora este hombre le había puesto la mano en el brazo, y el hecho de no poder verle con claridad empeoraba la situación.
El hombre, más borracho que Richard, mostró unas monedas en la otra mano. Richard vaciló, temeroso de que cualquier gesto pudiera provocar una pelea.
—No da ni para una asquerosa copa —resolló el irlandés—, y en una ciudad como ésta en la que ni trabajando todo el día gana uno para una cama. —Miró por encima del hombro como si en la barra le acechara un enemigo.
Richard empujó el vaso hacia él e intentó apartarse.
—Por favor… —dijo, señalando la botella.
—Es usted todo un caballero, señor. —El hombre se sirvió un whisky sin soltar a Richard. No era viejo pero lo parecía. Tenía los ojos inyectados en sangre y el cabello pelirrojo ralo y grasiento. Llevaba la tosca ropa de un trabajador y las uñas negras. Se puso a mascullar algo sobre el trabajo en las calles, las piedras y el mortero—. ¡Malditos negros! —gritó en un estallido de coherencia—. Malditos negros libres que trabajan de camareros en los hoteles por cinco dólares al día mientras que los hombres se desloman bajo el sol en la calle…
A Richard se le encendió el rostro. Su instinto le advertía que no mordiera el anzuelo, porque sería el perdedor. Estaba furioso y le temblaba el brazo bajo la mano del irlandés que se atrevía a decir tales cosas esperando que él, un negro, le escuchara. Se pegó a la pared, pero en ese momento el hombre dijo con inocencia:
—¿Cómo puede soportar vivir entre negros libres como el viento?
Richard se quedó con la boca abierta. Empezaba a comprender, aunque todavía no terminaba de creerlo.
—Y luego las putas cuarteronas, metidas en sus salones y envueltas en sedas y satenes, que no dejan entrar a nadie que no sea un caballero. Como si yo quisiera bailar con esas asquerosas putas negras… porque eso es lo que son, putas negras. ¿Pero cómo pueden ustedes soportarlo? ¿Cómo soportan no poder azotarlos y venderlos…?
—Perdone, monsieur. —Richard se había levantado de golpe, agarrando la botella tambaleante—. Sírvase el whisky que quiera.
Al salir precipitadamente al aire fresco del río quedó cegado por un instante pero fue incapaz de reprimir una sonrisa y luego una súbita carcajada. Mientras subía por la Rue de la Levee olvidó por un momento todos sus problemas. Nunca había tenido una experiencia parecida. Aquel bastardo le había tomado por blanco.
E
n la barbería de un negro de la Rue Bourbon se lavó la cara, se echó colonia y se tomó un refresco. Cuando el hombre no miraba, echó colonia en la copa y se enjuagó la boca. Ya estaba totalmente arrepentido y mareado.
Monsieur De Latte ni siquiera se dignó a prestarle atención cuando fue a sentarse al fondo de la clase. El profesor siguió dando la lección de bastante mal humor, y la tarde fue pasando.
—Quiero que le lleve esta factura de mi parte a la madre de Marcel, ahora mismo —le dijo a Richard mientras los demás salían. Escribió algo a toda prisa, se quitó los anteojos y se frotó la dolorida marca roja—. ¡No tengo porqué tolerar esto! —masculló sin dirigirse a nadie en particular—. ¡No pienso tolerarlo ni un minuto más! ¡Dígale que tendrá que tomar una decisión con respecto a su hijo!
Richard ya caminaba hacia la casa antes de que surgiera en él cualquier conato de rebeldía, antes de que alguna voz protestara en vano: «No, no seré yo quien se lo diga».
Que le diera la noticia el propio Marcel. Richard estaba convencido de que estaría en casa para cuando él llegara. Decidió entrar a hurtadillas por la parte de atrás y llegar, sin que Cecile Ste. Marie le viera, hasta la habitación de Marcel en el
garçonnière
, encima de la cocina. Hacía medio año que Marcel se había mudado a aquellas habitaciones privadas, un lujo fabuloso a los ojos de Richard. Aunque el
garçonnière
estaba en la parte de atrás, Richard nunca había evitado la puerta principal, pero le resultaba insoportable la idea de entregarle la factura a Cecile, de explicarle la expulsión.
Sin embargo sus planes quedaron desbaratados en cuanto llegó a la puerta del jardín de la Rue Ste. Anne. Cecile se encontraba en la puerta, con la cabeza ladeada y el dolor reflejado en sus ojos negros.
Estaba espléndida, vestida de muselina amarilla y con dos diminutas perlas en las orejas. El calor del día no había alterado su aspecto. Richard nunca había conocido una mujer más delicada, más frágil, y ahora sintió en su presencia aquella admiración que solía dejarle sin habla. Reconocía, no sin cierta vergüenza, que en parte se debía a que era la mujer de un hombre blanco, la «esposa» negra de un rico plantador. Pero eso no lo era todo. Cecile se llevó el pañuelo a los labios, emanando un sutil aroma a colonia.
—¿Dónde está Marcel? —susurró débilmente en francés.
Richard buscó con torpeza la factura, y casi se la había tendido cuando vio que ella se daba la vuelta con los ojos llenos de lágrimas. Se oyó un portazo. Iba a resultar muy duro. Cecile entró en el pequeño salón, fue hacia la vitrina que se tambaleaba y con una mano la estabilizó sobre sus diminutas patas. Luego miró a Richard a los ojos, con expresión de súplica.
—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Qué me das? —Se sentó en el canapé en medio de un círculo perfecto de muselina, con el pecho agitado como si se fuera a desmayar—. ¿Qué ha hecho ahora? Dímelo, Richard. ¿Qué ha hecho?
Richard se quedó mirando como un estúpido la mano de Cecile en el regazo, las tensas cintas doradas. Era inútil esperar a Marcel o ir a buscarle.
—Madame —comenzó—. Madame… —Richard maldijo a monsieur De Latte y se maldijo a sí mismo por haber aceptado aquel encargo, pero ya era demasiado tarde. Cecile le arrebató de súbito la factura y al ver la suma escrita en ella la dejó de golpe sobre la mesa.
—Yo siempre pago. ¿Qué significa esto?
Todo el cristal de la sala tintineó, y el sol relumbró en los estremecidos marcos de los retratos.
—Le han… bueno, ha sido… Me han encargado que le diga que… —balbuceó Richard. Y en ese momento vislumbró su salvación. En las sombras, tras el arco que separaba el pequeño salón del comedor, había aparecido silenciosamente Marie, la hermana de Marcel. Sostenía contra su pecho un libro abierto, como si hubiera estado leyendo. Llevaba el pelo suelto. Richard se la quedó mirando con gesto desvalido, pero Cecile se levantó y le cogió la muñeca.
—¿Qué ha pasado, Richard? ¿Qué me quieres decir? —preguntó enfadada—. Por el amor de Dios, ¿qué ha hecho?
—Le han expulsado, madame —susurró Richard—. Monsieur De Latte le ha pedido que se matricule en otra…
Cecile lanzó un chillido tan fuerte e inesperado que Richard retrocedió de un brinco y le dio un golpe a la mesita. Agarró torpemente una lámpara que estaba a punto de caerse y al darse la vuelta tropezó con la pata de una silla. Cecile sollozaba. Richard tenía el corazón destrozado, pero Marie estaba ya junto a su madre. Richard se quedó mirando ciegamente la puerta abierta.
—¡Fuera! —gritó Cecile de pronto con voz fría y ronca—. ¡Fuera de aquí!
Richard la miró, miró su cabeza inclinada, el puño que caía sin ruido sobre las rosas bordadas del canapé, el pie que golpeaba torpemente el suelo.