Cómo envidiaba a Anna Bella, que leía en inglés con la misma facilidad que en francés y, acurrucada en una silla junto a su cama, se reía en voz alta con las páginas de
Robinson Crusoe
o se dejaba cautivar por el hechizo de una novela de amor.
Pero Marcel, un niño de almidonadas camisas de lino irlandés y abrigo de terciopelo, no podía en modo alguno formularle al anciano tales preguntas. Habría sido de mal gusto revelar una admiración que se estaba convirtiendo en amor. Marcel ansiaba cogerle la escoba de las manos al final del día o ayudarle a limpiar el aceite de la pata de una silla mientras se iba oscureciendo. Pero Marcel no había tocado una escoba en su vida, y sus manos descansaban inmóviles a sus costados, sin una sola mancha en sus finos dedos ni en sus cuidadas uñas.
Nadie comprendía qué hacía allí. Cuando volvían de clase, Richard le dejaba en la esquina con gesto de indiferencia. Las calles estaban llenas de talleres de negros libres, gente de bien, desde luego, pero que trabajaba con las manos. ¿Qué había en ello de fascinante? Sobre todo para Marcel, que tenía el estigma del hijo de un plantador, nacido para los salones y las copas de cristal como si hubiera sido criado en la casa grande y no entre gente de color.
En una ocasión en que Cecile vio a Marcel en el taller, se dio la vuelta bajo su parasol. Marcel se sintió humillado hasta que comprobó que Jean Jacques no había visto nada.
—Me han dicho que en ese taller estás como en tu casa —le dijo su madre esa noche en la cena—. ¿Me quieres explicar por qué?
Marcel se puso a juguetear con la comida del plato.
—No quiero verte por allí —prosiguió Cecile, al tiempo que con un gesto le pedía más sopa a Lisette—. Marcel, ¿me oyes? No quiero verte con ese anciano.
—¿Por qué? —El chico alzó la mirada como si despertara de un sueño.
—Eso es lo que te he preguntado yo. ¿Por qué?
Pero Marcel no hizo ningún caso. Los domingos le resultaban espantosos porque el taller de Jean Jacques estaba cerrado, pero los demás días acudía en uno u otro momento. A veces, henchido de orgullo, se quedaba un momento al cuidado del taller mientras el carpintero iba al patio trasero a alimentar el fuego con los desechos del día.
Por fin, una tarde en que estaba mirando el libro abierto, Jean Jacques, que había estado escribiendo desde que Marcel había entrado en el taller, se volvió para decirle:
—Es mi diario. —Pareció como si hubiera leído la pregunta en la mente del muchacho.
Marcel se quedó sorprendido. Jean Jacques llevaba un diario, como los escritores y plantadores. Entonces se propuso comenzar uno inmediatamente. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Jean Jacques se echó a reír al ver su expresión.
—¡Hay que ver cómo miras el libro! ¡Ni que estuviera vivo! —El anciano movió la cabeza, cerró el diario con cuidado y le pasó las manos por la cubierta—. Para mí es algo precioso. Hace cuarenta y nueve años, cuando dejé Cap François, no tenía nada más que la ropa que llevaba puesta y un diario igual que éste. ¿Lo ves? —Jean Jacques señalaba el pequeño dormitorio al fondo del taller. Marcel vio una hilera de libros sobre la estantería de la cama—. Aquél es el libro que comencé en Cap François, y los otros son los que he ido escribiendo durante cuarenta y nueve años.
—¿Pero qué escribe usted, monsieur? —preguntó Marcel.
—Todo —sonrió el anciano—. Cómo comienza el día y cómo termina, lo que hago y lo que le pasa a la gente. Todo lo que sucedió en Santo Domingo. Los acontecimientos que vi con mis propios ojos y los que me contaron. —Jean Jacques hablaba despacio, pensativo, con la mirada perdida como si estuviera viendo las cosas que mencionaba—. Supongo que habrás oído muchas historias de aquellos tiempos —prosiguió mirando a Marcel. Se levantó de la silla y se estiró, con las manos en la espalda.
Al hacer aquel gesto parecía un hombre joven, pero luego se le encorvaron los hombros como antes y volvió a ser un anciano. Se acercó al banco de trabajo con paso lento y miró las herramientas.
En aquellos instantes había dicho más que en todo el tiempo que habían pasado juntos. A Marcel le gustó su modo de hablar. Su francés era casi perfecto, aunque no formal. Hablaba como un caballero.
—Tus tías te han contado muchas cosas —le dijo Jean Jacques—. Me refiero a madame Colette y madame Louisa. Me acuerdo de cuando llegaron, y también de tu madre, que era una niña así de alta. —Hizo un gesto con la mano para indicar la altura.
Claro que
tante
Colette y
tante
Louisa hablaban de Santo Domingo, pero Cecile era demasiado pequeña para acordarse de nada. Sus tías hablaban de las ricas plantaciones de la Plaine du Nord y de su casa en Puerto Príncipe donde recibían a los oficiales franceses con sus regios uniformes, bebían champán con los generales y murmuraban sobre las locas orgías de Pauline, la hermana de Napoleón, que se había pasado la guerra celebrando bailes y cenas. Todos los nombres de Santo Domingo emocionaban a Marcel, al igual que las imágenes de aquellos bailes que duraban hasta el alba y los barcos que con las velas henchidas surcaban el Caribe en dirección al puerto de Nueva Orleans. Y además estaban los bucaneros.
«Habladme de los bucaneros», les pidió una vez, acurrucado entre sus inmensas faldas. Ellas se echaron a reír, pero Anna Bella le había leído una historia inglesa sobre los piratas.
—Sí, monsieur —replicó Marcel, y se precipitó a hablar de los oficiales franceses y del champán, y de cómo los esclavos negros se habían revelado y los oficiales franceses se habían marchado con el ejército, y cómo sus tías se habían ido también. Quería aparentar que sabía mucho, pero se dio cuenta de que sus conocimientos eran triviales, frases banales muchas veces repetidas pero nunca explicadas. De pronto se sintió avergonzado.
La expresión de Jean Jacques había cambiado. Se había quedado inmóvil junto a su banco, mirando a Marcel.
—Oficiales franceses —dijo entre dientes—. Oficiales franceses y fiestas hasta el amanecer. —Movió la cabeza—. Menudas historiadoras están hechas tus tías. Conste que lo digo con el debido respeto. —Miró la silla que estaba tallando, dobló una rodilla como si hiciera una genuflexión y presionó el damasco con el que la tapizaba. Tenía junto a él la caja de clavos y un martillo en la mano.
—Poseían una gran plantación en la Plaine du Nord —prosiguió Marcel—.
Tante
Josette vivía allí, pero
tante
Louisa y
tante
Colette vivían en la ciudad de Puerto Príncipe. Lo perdieron todo, claro. Se perdió todo.
—
Eh bien
, se perdió todo —suspiró Jean Jacques—. Yo podría decirte muchas cosas de los oficiales franceses. Podría contarte una historia muy diferente de los oficiales franceses que mataron a mi amo en Grand Riviére y torturaron al capataz en la rueda.
Por un momento Marcel no estuvo seguro de haber entendido bien. Luego le pareció que desaparecían todos los ruidos de la calle. Sintió como una conmoción y se estremeció. Había oído bien. Jean Jacques había dicho «mi amo». ¡Jean Jacques había sido esclavo! Marcel jamás había oído mencionar a nadie que hubiera sido esclavo. Claro que había esclavos mulatos, esclavos cuarterones y esclavos de piel tan clara como la suya, además de esclavos negros, pero no eran
gens de couleur, gens de couleur
criollas que habían sido libres durante generaciones, siempre libres, libres desde tiempos inmemoriales… ¿o no?
—¿Te hablaron alguna vez esas damas de la batalla de Grand Riviére? —preguntó Jean Jacques. No había reproche en su voz. El anciano cogió un clavo y se lo puso entre los dos dedos de la mano izquierda con los que sujetaba el paño—. ¿Te hablaron alguna vez del mulato Ogé, de cómo dirigió a los hombres de color en la batalla de Grand Riviére y de cómo los franceses lo capturaron y torturaron en la rueda?
A Marcel le pareció que se le notaba la vergüenza. Le ardían las mejillas y tenía las manos húmedas. ¿Qué importaba que Jean Jacques hubiera sido esclavo? Marcel se debatía con ello, oyendo claramente la voz de su madre en la mesa, tan
sans-façon
, «no te quiero ver con ese hombre». Y se odió en ese momento. Habría preferido morir antes de que Jean Jacques supiera lo que estaba sintiendo. Intentó, en su confusión, volver a lo que Jean Jacques acababa de decir y contestó apresuradamente, muy nervioso:
—No, monsieur, nunca me hablaron de Ogé. —Le tembló la voz, sin poderlo evitar.
—No, ya me imagino. Pero deberían haberlo hecho. Los jóvenes deberían saber de aquellos tiempos, de los hombres de color que murieron.
Sólo ahora empezó a captar Marcel el significado de sus palabras.
—¿Qué es la tortura de la rueda, monsieur? —No podía imaginar una batalla de hombres de color contra hombres blancos. No sabía nada sobre el particular.
Jean Jacques se detuvo con el martillo sobre el clavo de bronce.
—Primero le rompieron los brazos, las piernas y la columna, y luego lo pusieron en una rueda, con la cara hacia el cielo, y lo dejaron allí mientras Dios tuvo a bien conservarle la vida. —Hizo una pausa y prosiguió sin alzar la vista—: Yo estaba entonces en Cap Françoise, pero no fui a la Place d'Armes. Habían acudido demasiados blancos a la Place d'Armes a ver el acontecimiento. Los plantadores habían venido del campo. Yo fui más tarde, cuando ya habían colgado a los otros hombres de color que iban con él. Pero a mi amo no lo capturaron. Mi amo murió en el campo de batalla y no pudieron colgarlo ni torturarlo en la rueda.
Marcel estaba aturdido, con la vista clavada en Jean Jacques.
—¿Pero cómo pudo pasar eso? —susurró—. ¿Cómo pudieron luchar los hombres de color contra los blancos?
Jean Jacques le miró un momento, y en su arrugado rostro apareció una sonrisa.
—Menudas historiadoras son tus tías,
mon fils
—dijo, con la misma suavidad de antes—. Los hombres de color lucharon contra los hombres blancos que comenzaron la revolución en Santo Domingo antes de la revuelta de los esclavos. En realidad la cosa empezó en Francia, con las palabras mágicas
Liberté, Egalité, Fraternité
. Ogé, un hombre instruido, había estado en París, cenando y bebiendo con aquellos hombres que eran amigos de los negros de las colonias y creían en sus derechos.
Jean Jacques dejó el martillo y cerró la caja de clavos. Se levantó despacio, como si le dolieran las rodillas, y después de girar su silla hacia Marcel se sentó con las manos en las piernas, respirando pesadamente.
—Bueno, en París debió parecer muy lógico que Ogé volviera a Santo Domingo para reivindicar los derechos de su pueblo,
las gens de couleur
. La verdad es que nadie había dicho todavía gran cosa sobre la libertad de los esclavos, pero comprenderás,
mon fils
, que era imposible que los plantadores blancos de Santo Domingo concedieran a
las gens de couleur
los mismos derechos de los que ellos disfrutaban. Así que Ogé reunió un pequeño ejército en Grand Riviére. Mi amo estaba allí. Yo le supliqué que no fuera, le rogué que no hiciera esa locura, pero había dejado de ser mi amo. Yo era libre, y él me respetaba. Me respetaba de verdad. —El anciano recorrió con los ojos el rostro de Marcel—. Al final se fue con el pequeño ejército de Ogé. Se enfrentaron a los franceses, y los franceses los aplastaron.
»Cuando todo terminó, cuando tus tías ya habían venido aquí con tu madre… bueno, habían pasado trece años. Los blancos habían luchado contra los negros y los negros se habían defendido y luego habían atacado. Al final todos los de color se unieron y expulsaron a los franceses… a esos oficiales franceses de los que te hablaban tus tías… y a la famosa madame Pauline, la hermana de Napoleón. Los echaron a todos.
»No sé si quedaría algún acre de tierra de cultivo… algún acre de café o de azúcar, o de algo… No sé si quedaba un solo palmo de la isla que no hubieran quemado diez veces. No lo sé. Yo me marché muy al principio, Corpé de Cap François en los primeros días de la sublevación de los negros.
Permaneció sentado, sin moverse. Apartó la vista de Marcel y se quedó mirando al frente, como viendo todas aquellas cosas.
Marcel se había quedado sin habla. Cuando Jean Jacques le miró de nuevo pareció buscar en su rostro la chispa de una respuesta, alguna señal de comprensión. Pero él no había oído jamás ni una palabra de todo aquello. Siempre había pensado que su gente había estado junto a los blancos, que había sido expulsada con los blancos, y en ese momento tenía la misma sensación que últimamente le oprimía, la sensación de no saber, de no comprender nada.
Jean Jacques miró la puerta abierta.
—¿Notas la brisa? —preguntó—. Se acaba el invierno, y pronto llegará la tarde. —Se levantó y se estiró como había hecho antes—. Es la hora del Ángelus,
mon fils
.
Marcel había oído el sordo tañido de la campana de catedral.
—Pero, Monsieur —comenzó—, la revolución… ¿duró trece años?
—Debes irte a casa,
mon fils
—dijo Jean Jacques—. Nunca te marchas tan tarde.
Marcel no se movió.
Siempre se lo había imaginado de una forma muy sencilla. Una noche los esclavos se alzaron y lo incendiaron todo. «Blancos y negros, les daba igual —le había dicho muy a menudo
tante
Colette con un débil gesto de su abanico—. Quemaron todo lo que teníamos».
Estaba emocionado y asustado al mismo tiempo. Le parecía encontrarse al borde de un espantoso abismo conjurado por la visión de hombres de color luchando con hombres negros. Apenas oyó la voz de Jean Jacques:
—Vete,
mon fils
. Tu madre se enfadará si no te vas.
—¿Pero me lo contarás mañana? —preguntó Marcel, ya en pie y mirándole intensamente.
Jean Jacques se quedó pensativo. La sensación de vértigo se acentuó en Marcel, una sensación acorde con la penumbra de la calle y la tenue luz del taller. Observó el rostro oscuro del carpintero y se arrepintió de haber preguntado con tanta vehemencia. Le había dado demasiada importancia, y muchas veces, cuanto más desesperadamente se quiere una cosa, más cuesta de conseguir.
—No lo sé —contestó el anciano—. Me parece que ya te he contado bastante, quizás incluso demasiado. —Se quedó mirando a Marcel.
—Pero monsieur…
—No,
mon fils
, algún día podrás leerlo todo en los libros. Creo que deberías saber lo que ocurrió, porque era tu pueblo. —Movió la cabeza—. Ya lo leerás en los libros.