—El viejo haitiano —susurró Marcel, recordando la larga historia de monsieur Philippe, pero la luz hacía opaca la superficie e impedía verle los rasgos.
—Ven,
cher
, ven —dijo Juliet apresuradamente, como si Marcel pudiera olvidar a qué había ido. Se puso de rodillas y abrió la tapa del arcón.
Eran cartas, cientos de cartas. ¡La correspondencia de años!
Marcel no albergaba dudas con respecto al autor de aquellas cartas. Se arrodilló sin aliento, cogió una, luego otra, revolvió entre ellas para leer las direcciones: Estambul, El Cairo, Londres y París. París, París, París. ¡Docenas, cientos de ellas ni siquiera habían sido abiertas!
—No, no —susurró Juliet—. Toma, las nuevas… mira. —Le puso las cartas en la mano. Una de ellas estaba abierta, y por el tamaño y los pliegues se notaba que había contenido algo más grande que una carta. Dentro sólo había una nota.
Otra era más reciente. La fecha figuraba en la parte superior, y era de la primavera de ese mismo año.
—Léemela,
cher
—pidió ella—. Léela, deprisa.
Se sentó sobre sus talones y lo miró con las manos entrelazadas en la falda, con la franca expresión de una niña. No advirtió el mareo que invadía a Marcel ni su vago y desconcertado miedo. Era espantoso ver aquellas cartas, cerradas y apiladas, pero una palpitante emoción disipó la tristeza que irradiaban. Marcel se quedó mirando la hoja de papel. Era la letra de Christophe, con su firma al final.
Qué no habría dado cualquiera de los que estaban fuera por vivir ese momento… Richard, Fantin, Emile, y tantos otros amigos. Pero el exterior no existía. Sólo existía aquel lugar, su espantosa ruina y ese algo próximo a la tragedia. Miró a Juliet, sumida en sus propios pensamientos o en sus propios miedos. Marcel comenzó a leer con una voz que no le pareció la suya:
—Mamá…
—¡Sigue! —le apremió ella. Marcel vaciló. Era demasiado personal. Le parecía un crimen.
—¡Léemela,
cher
! —Le aferró la muñeca. Marcel se dio cuenta de que Juliet, como Cecile, no sabía leer.
Has ganado. Así de fácil. A veces, cuando paso un mal momento, te imagino muerta. Pero entonces me encuentro en la calle con alguien que me dice lo contrario, que sólo hace unos meses que salió de Nueva Orleans y que afirma que estás viva, que te ha visto con sus propios ojos. Aun así no obtengo ninguna respuesta tuya. Charbonnet te llama y tú no abres la puerta. Hace seis meses que no abres la puerta.
Bueno, no diré que lo dejo todo por ti, que perturbas mi mente de día, y que de noche conviertes mis sueños en pesadillas. Tampoco diré que te quiero. Me embarco a final de mes.
C
HRIS
.
Marcel le enseñó la carta a Juliet, pero ella se había dado la vuelta con un largo suspiro. Luego susurró suavemente que era cierto.
—¿Quiere que le lea otra?
—¿Por qué? —murmuró Juliet. No estaba, contenta ni emocionada. Se levantó lentamente y se apoyó un instante en el repecho de la ventana—. Entonces viene a casa —dijo, y salió en silencio de la habitación.
Marcel se quedó mirando el contoneo de su vestido, sin saber qué hacer. Algo le retenía donde estaba, cerca del arcón con sus cientos de cartas sin abrir. En ese momento captó una brillante luz al final del caminito de acceso y lo que parecía la sombra de ella en el muro gris.
Se imaginaba lo que contenían aquellas cartas. Hacía paquetes, algunos abiertos, otros cerrados, de los que sobresalían recortes de periódicos. Era un tesoro, pero no se atrevía a tocarlo. Marcel se levantó, se sacudió el polvo del pantalón y cerró suavemente las contraventanas. La oscuridad le envolvió como una nube.
Se quedó inmóvil un momento. En su vida había estado más agitado. En el exterior estaba la vida cotidiana que tanto le frustraba, le ofendía, le empujaba hacia todo tipo de pequeños agravios y derrotas. Pero allí se sentía vivo, maravillosamente vivo, y tenía miedo de que le echaran. Tras sacudirse de nuevo el polvo del pantalón salió en pos de Juliet.
Un suave sol inundaba el final del caminito entre las hojas. Se protegió los ojos con la mano y se encontró en el umbral de una vasta sala.
—
Cher
… entra —oyó que le decía Juliet.
Estaba sentada en una mesa de mimbre, de espaldas a las ventanas abiertas donde la brisa estremecía los diminutos capullos de la enredadera. El aire era fresco y llevaba el aroma de naranjas recién cogidas. Poco a poco fue vislumbrando los rasgos de Juliet. Tenía en la mano un pequeño objeto, un espejo tal vez, y susurraba algo que Marcel no comprendió. Delante de ella había un cuenco con frutas, pero enseguida le distrajeron los objetos diseminados por la sala.
La cama era una pila de colchones de plumas sobre los que se amontonaban revueltas las finas telas que ella solía llevar: tarlatana, seda y otros sutiles tejidos cuyo nombre ignoraba. Las ventanas quedaban ensombrecidas por las frondosas ramas de los árboles, que teñían de verde la luz. Junto a las paredes había un sinfín de baúles abiertos y llenos a reventar, paquetes de embalar, cajas de papel, marañas de sombreros con las cintas enredadas y auténticas montañas de zapatos. Ante un tocador atestado de cosas había un hermoso biombo chino con un dibujo de doncellas de ojos rasgados que destacaban doradas contra las nubes.
Marcel se quedó sin aliento. Todos sus instintos respondían al lugar y a aquella hermosa mujer que estaba sentada en silencio, con sus ondulados cabellos cayendo como un velo sobre sus brazos y concentrada en el pequeño objeto que tenía en las manos. Los párpados le caían lánguidos por el calor o la pena.
Un detalle le conmovió profundamente. Por toda la sala había jarrones de flores: rosas, lirios, frágiles ramos de lavanda y manojos de jazmín que surgían entre hojas de helecho. Debía de haberlas cogido ella misma, y sólo ella podía haberlas colocado con tanta delicadeza en medio del caos. La mesa estaba reluciente, al igual que el espejo del tocador.
Una brisa estremeció el oscuro follaje detrás de las ventanas y agitó con un suspiro la mosquitera dorada que colgaba sobre los colchones. Marcel sintió un escalofrío.
Juliet se apoyaba en una mano con aire débil. Miró a Marcel, batiendo sus largas pestañas y sonrió.
—Mira,
cher
—susurró mientras le tendía el pequeño objeto, que al instante reflejó un estallido de luz.
Marcel se sentó junto a ella. No era un espejo.
Era un retrato dibujado con tal finura y tan real en su pequeño y ornado marco que le sobresaltó. Cualquier pintura le rompía el corazón porque le hacía pensar en sus toscos bocetos, pero ésta en concreto le resultaba increíble.
—¿Qué…? —murmuró.
—Christophe,
cher
—contestó ella—. Mi Christophe… ahora ya no es un niño sino un hombre. —Juliet apartó tristemente la mirada.
Marcel ya lo sabía, claro. Había visto aquel rostro en numerosos grabados, en la portada de su novela, en dos ensayos publicados y en un periódico, y él mismo lo había copiado en tinta una docena de veces. La pared de detrás del escritorio de Marcel estaba cubierta de retratos de Christophe. Incluso había hecho trampas para dibujarlo, utilizando papel de calco o burdos artefactos montados con lámparas que arrojaban la imagen impresa sobre papel en blanco donde él podía copiarla.
Pero éste era un retrato tan perfecto que la técnica desafiaba a la imaginación. Se podía sentir la suavidad del rostro y la textura más áspera y oscura del abrigo. Marcel se levantó, derribando casi la silla, y alzó el retrato a la luz.
Tenía vida. Sólo los ojos parecían exánimes, como gemas en la maravillosa plasticidad del rostro.
—¡No puede ser una pintura! —suspiró Marcel. La tocó con la uña y descubrió que era cristal, pero lo más sorprendente era el color, un apagado blanco y negro. De pronto supo lo que tenía en las manos—. ¡Monsieur Daguerre! —exclamó. No era una pintura. Era el mismísimo Christophe capturado en París por la caja mágica de monsieur Daguerre. Todos los periódicos habían aireado la noticia de este invento, pero él no había querido creerlo hasta ese día. Ahora, al darse cuenta de que estaba mirando una genuina semejanza fotográfica que reflejaba hasta un ligero arañazo en una bota de Christophe, se quedó pálido, aturdido por lo que implicaba. El mundo no había conocido nunca milagro similar: hombres y mujeres podían ser plasmados exactamente tal como eran, como la imagen de un espejo, y así quedaban para toda la eternidad. Los periódicos habían hablado de daguerrotipos de edificios, de multitudes de seres humanos, de las calles de París… momentos que quedaban fijados para siempre, desde las nubes del cielo hasta la expresión de un rostro.
—A lo mejor su carta era mentira —se oyó una voz, débil y profunda.
Marcel se sobresaltó.
—No, no, madame. Vuelve a casa. Lo he leído en el periódico —dijo. Se sentó junto a ella y apoyó el retrato en el cuenco de fruta. Necesitó toda su voluntad para apartar de él la atención y mirar a Juliet a los ojos—. Dice que vuelve a casa para fundar una escuela, madame… para nosotros. —Se tocó el pecho ligeramente al decirlo—. No se imagina lo que esto significa, madame… No sabe cómo le admiramos, cómo le admira todo el mundo. Siempre hemos seguido todas las noticias que se han recibido de él.
Volvió a mirar el pequeño daguerrotipo: Christophe en París, casi en carne y hueso. Christophe entre los hombres que inventaron aquella magia. Y volvía a casa.
Ella le miraba con aquella expresión soñadora que Marcel le había visto en la calle. No sabía si le estaba escuchando o no.
—Para nosotros es un héroe, madame —prosiguió ansiosamente, sin dejar de mirar una y otra vez su retrato—. Tenemos su novela y sus relatos, los artículos que escribe para los periódicos… He leído todo lo que me ha caído en las manos. He leído su
Nuits de Charlotte
. Es magnífica. Como Shakespeare pero en novela, madame. Es como si lo estuviera viendo con mis propios ojos, y cuando Charlotte murió, yo también me moría.
«Me va a decir que me vaya —pensó—, y no quiero irme. Todavía no». Había algo muy severo en el rostro del retrato cuyos ojos le miraban con fiereza.
—He copiado sus ensayos —se apresuró a decir—. Tengo un cuaderno lleno. A veces yo también escribo ensayos… bueno, lo intento. Si Christophe abre aquí una escuela… tendrá muchísimos alumnos.
«Podrían acudir las mejores familias blancas —pensó Marcel malhumorado—, tal vez no se dé cuenta de que… Pero él ha dicho que es una escuela para nosotros, para las
gens de couleur
…». Marcel alejó estos pensamientos de su mente.
—Me imagino que el salón se le llenará de aspirantes.
—¿Qué salón? —preguntó ella con voz triste.
Marcel se quedó petrificado. La había ofendido.
—Aquí ya no queda nada —suspiró Juliet, con tan poca voz que Marcel se inclinó hacia ella sin darse cuenta. Juliet miraba lentamente en torno al salón—. Aquí ya sólo hay ruina.
—Pero todo eso puede cambiar… —Marcel tenía miedo de que Juliet perdiera los estribos en cualquier momento, le acusara de impertinente y le echara de la casa. Se quedó mirando la mesa, consternado, y luego el retrato del hombre sentado en la silla con tan regia expresión. Hasta las botas estaban impecables, al igual que las tablas del suelo de aquella habitación a miles de kilómetros de distancia, al otro lado del mar. Cerró los ojos.
Cuando los abrió de nuevo vio que Juliet estaba cogiendo un melocotón maduro del cuenco.
—¿Tienes hambre,
cher
? —le susurró, más con el aliento que con la voz.
—No, gracias, madame.
Ella se lo quedó mirando mientras rompía con los dientes la piel del melocotón.
—Me estabas diciendo algo,
cher
… —prosiguió Juliet en un susurro. Se comía la fruta a grandes mordiscos, sin más movimientos que el de su delicada mandíbula, sus labios, su lengua… Marcel sintió una vaga agitación.
—Sobre mis ensayos, señora —le dijo, sin prestar atención a sus palabras—. Pensaba que a lo mejor podría traer mi trabajo para que cuando empiecen a llegar los estudiantes… —Se detuvo. Juliet lo observaba con atención y le daba miedo. No quería admitirlo, pero era verdad.
—Para que cuando lleguen los estudiantes —suspiró ella— te admita entre ellos.
Marcel se sorprendió de que Juliet siguiera el hilo de sus pensamientos.
—Pues sí, exactamente, madame. Deseo con toda mi alma ser uno de sus alumnos.
Juliet empezó a chuparse los dedos. Del melocotón sólo quedaba el hueso limpio sobre la mesa. Marcel estaba atónito, turbado, como si nunca hubiera visto hacer aquello a nadie, ni siquiera a un niño. Juliet se lamió primero un dedo con la lengua, luego otro. Después, alzando la mano como un abanico, metió la lengua entre el índice y el pulgar. Poco a poco se lamió toda la mano como si fuera una golosina, y cuando hubo terminado apoyó en ella la barbilla con el codo sobre la mesa. Ni por un instante había dejado de mirar a Marcel.
—Quieres ir a la escuela —suspiró. Los aretes de oro se movían ligeramente en sus orejas entre las oscuras ondas de sus cabellos.
—Sí, madame. Es lo que más deseo en el mundo.
—Hmmmm… Así que por eso vuelve a casa —dijo con una voz inexpresiva que todavía le puso más nervioso—, no por lo que dice en la carta.
—Oh, no, no, no puede ser cierto —se apresuró a tranquilizarla Marcel—. Estoy seguro de que lo que dice en la carta es verdad, madame. Vuelve a casa por… por usted.
Era espantoso. Sin darse cuenta había estado diciendo justo lo más inadecuado. Volvió a ver a Juliet tal como la había visto al entrar en la habitación: con el retrato en las manos y hablando en susurros.
El único sonido era el de la brisa. Los árboles oscilaban, murmuraban contra el cristal para luego retirarse. Juliet le miraba con sus ojos negros, con aquella suave tersura en el rostro. Ni una arruga de preocupación en la frente. Sólo la sutil fragilidad de la piel en torno a los ojos y en el cuello traicionaba su edad.
—¿Tienes calor,
cher
? —dijo en voz muy baja, apenas moviendo los labios—. ¿Estás cansado? —Tendió un brazo por encima de la mesa, como una serpiente, y sus largos dedos juguetearon con los botones del chaleco de Marcel. Él no había visto en toda su vida una mujer más hermosa. Hasta las diminutas arrugas de los ojos eran exquisitas; la piel era allí un poco más pálida, más suave tal vez al tacto. Marcel bajó la vista de pronto, con un asomo de timidez, y se quedó contemplando sus pechos. Los pezones se le marcaban en la seda, y hasta se veía el oscuro halo a su alrededor. Ella había subido la mano hasta su nuca y, cuando le tocó la piel, Marcel sintió un temblor que se concentró en una súbita excitación prohibida que crecía inconfundiblemente entre sus piernas.