Richard le dejó marchar, se puso las manos a la espalda y recobró al instante su característica compostura tan impropia de un muchacho de dieciséis años. Lo cierto es que por su aspecto resultaba imposible adivinar su edad, y los que no lo conocían podían calcularle veinte años, tal vez más. Nunca había querido ser alto —de hecho había rezado para no serlo—, pero hacía tiempo que un animoso espíritu había invadido sus largos miembros. Cuando estaba en pie, con una pierna adelantada y los hombros ligeramente inclinados, su rostro enjuto de pómulos prominentes y ojos negros y rasgados le daba una apariencia majestuosa a la vez que exótica. Tenía el pelo negro y rizado y la tez más oscura que la de Marcel, casi verde oliva, pero recordaba más a los turcos o a los españoles, incluso a los italianos, que no a los franceses y senegaleses de los que descendía.
Hizo un gesto lánguido con la mano y susurró:
—Tienes que volver, Marcel. ¡Tienes que volver!
Pero Marcel miraba de nuevo hacia el mercado, de cuyo tejado se alzó de pronto una gran bandada de pájaros que descendió sobre los mástiles del puerto. Marcel entornó los ojos. Juliet había surgido de la multitud, y con sus propias manos iba dándole pescado a su gato.
—¡No estarás siguiéndola…! —exclamó Richard sobresaltado, y en su rostro apareció una involuntaria expresión de asco que se apresuró a ocultar—. ¿Por qué? —preguntó.
—¿Cómo que por qué? Ya sabes por qué —contestó Marcel—. Tengo que preguntarle si es verdad… Quiero saberlo.
—Yo tengo toda la culpa —murmuró Richard.
—Vete. —Marcel echó a andar de nuevo. Richard volvió a cogerle del brazo.
—Ella no lo sabrá, Marcel. Y aunque lo supiera, ¿por qué crees que te lo iba a decir? ¡No está en su sano juicio! —susurró. La miró por un instante y luego bajó los ojos discretamente, como si fuera una tullida.
Juliet llevaba el pelo suelto como una inmigrante y caminaba a ciegas entre la multitud, acariciando a su gato mientras iba tropezando con todos. Richard se movió, y su cuerpo largo y delgado se puso tenso. El niño que había en él quería llorar.
—¡No te va a pasar nada por mirarla! —susurró Marcel. Richard, atónito, vio en sus ojos un destello de rencor y captó la impaciencia de su voz.
—Esto es una locura. —Richard hizo ademán de marcharse, pero añadió—: Si no vuelves conmigo, te expulsarán del colegio.
—¿Me expulsarán? —Marcel vaciló, a punto de bajar de la acera—. ¡Pues me parece estupendo! —Y cruzó la calle en dirección a Juliet.
Richard se había quedado sin habla y lo miraba tras la hilera de carros que se abrían camino entre el gentío. Marcel se acercaba a la madre de Christophe. Richard fue tras él.
—¡Pues entonces devuélveme el artículo! —le dijo con voz grave—. Sabes perfectamente que es de Antoine.
Marcel se sacó al instante del bolsillo un arrugado recorte de periódico y se apresuró a alisarlo en la palma de su mano.
—No pretendía quedármelo —dijo—. Estaba muy nervioso. Tenía pensado dejarlo otra vez en tu pupitre.
Richard estaba furioso. Miró un segundo a Juliet y luego bajó la vista al suelo.
—Te lo iba a devolver antes de la cena —insistió Marcel—. Tienes que creerme.
—Ni siquiera es mío. Es de Antoine, y tú te lo metes en el bolsillo y sales corriendo.
—Si no me crees, me destrozarás el corazón.
—Sé perfectamente dónde está tu corazón —murmuró Richard mirando el puño que Marcel se había llevado al pecho—. Y desde luego acabarás con él destrozado, te lo aseguro. ¡Te van a expulsar!
Marcel no parecía comprender.
—Además, imaginemos que es verdad —prosiguió Richard—. Imaginemos que Christophe vuelve… ¿Con qué cara podrías mirarle después de haber sido expulsado de la escuela de monsieur De Latte?
Richard dobló el recorte, pero no sin antes volverlo a leer rápidamente. Era impensable que Marcel arruinara su vida por algo tan insignificante. Sin embargo le había parecido espléndido la mañana que Antoine, el primó de Richard, recibió el artículo en una carta de París. Christophe volvía por fin. Era lo que siempre habían soñado, lo que deseaban. Siempre habían imaginado que algún día Christophe sabría de la locura de su madre, y su amor por ella lograría lo que ninguna otra cosa había conseguido: traerle de vuelta a casa. Pero el artículo decía mucho más. No dejaba nada a la fantasía ni a la especulación. Allí ponía claramente que Christophe Mercier planeaba no una simple visita sino un auténtico retorno. Volvía a casa a «fundar una escuela para los miembros de su raza».
Richard había llevado la noticia a la clase de monsieur De Latte para compartirla con Marcel, y por la tarde toda la comunidad de
gens de couleur
estaba ya revolucionada. Después todo se había torcido. Marcel salió desbocado por la puerta mientras monsieur De Latte intentaba imponer el orden a gritos, golpeando el atril con su vara.
Ahora todo aquello parecía amargo, doloroso. Una nube que pesaba sobre Richard y oscurecía las calles como si fuera hollín.
De pronto alzó la vista, avergonzado. Juliet, a menos de un metro de distancia, los estaba mirando. A Richard le ardieron las mejillas. ¡Y Marcel se encaminaba hacia ella! Richard dio media vuelta y atravesó como una flecha la comitiva de carros detenida hasta llegar a la Place d'Armes, en dirección al colegio.
A cada paso le martilleaba la misma frase en la cabeza: es culpa mía, es culpa mía. «No debí enseñárselo hasta que fuera el momento adecuado. Es culpa mía».
L
as calles de la ribera eran un cenagal que Richard detestaba, y la perspectiva de atravesarlas para volver junto a un director de escuela furioso pesaba sobre él como el sol del mediodía. Se detuvo, aturdido, en uno de los sórdidos callejones lleno de ropa tendida y de roncas voces alemanas e irlandesas, y por primera vez en su vida consideró la perspectiva de emborracharse en un establecimiento público.
Estaba seguro de que podría conseguirlo. Hacía tiempo que era más alto que su padre y que su abuelo, un hombre ya marchito que había sido más alto en su juventud. Pero en su casa, en la pared del vestíbulo, había un retrato de su bisabuelo Jean Baptiste, un esclavo mulato liberado justo antes de que los españoles arrebataran a los franceses la colonia de Luisiana en 1769. Los documentos que acreditaban su libertad, guardados en un secreter de caoba junto a otros tesoros, describían a Jean Baptiste como «mulato, criado de Lermontant, conocido también como el Titán por su insólita estatura de dos metros quince».
El retrato mostraba unos anchos rasgos africanos y un ampuloso paisaje que se oscurecía y cuarteaba con el tiempo, de modo que pronto desaparecerían los trazos del río y las nubes y sólo quedaría el rostro marrón de Jean Baptiste, con los mismos ojos rasgados que distinguían a Richard, y una gorguera inmaculadamente blanca en el cuello.
Todos reverenciaban a Jean Baptiste. Su laboriosidad había sido la base de la familia, que había medrado bajo el auspicio de su leyenda. Pero ahora Richard no podía mirarlo sin temer que una mañana se plantaría ante el espejo biselado de su armario, incapaz por fin de ver reflejado en él su propio rostro por haber crecido los pocos centímetros que le separaban de la estatura de Jean Baptiste. La madre de Jean Baptiste, la africana Zanzi, había sido también muy alta. Al fin y al cabo, pensaba Richard, por lo menos no había heredado la ancha nariz de Jean Baptiste ni su boca africana. De su bisabuelo sólo tenía los ojos rasgados.
Pero aunque era una de esas enormes criaturas con voz aterciopelada que pueden acallar los gritos de un niño con una simple caricia y una canción, o montar en silencio las piezas de un reloj de bolsillo y devolverlo en perfectas condiciones con una ligera sonrisa en los labios, Richard tenía miedo de convertirse en el gigantón del pueblo.
Ahora bien, su estatura le permitiría entrar en el más miserable de los tugurios del muelle, donde los negros libres bebían con todo el mundo. Una furia desatada lo llevaba ahora hacia uno de esos antros: un vehemente temor por Marcel, el miedo a monsieur De Latte y algo… algo más, un enjambre de sentimientos y dolor que no podía analizar del todo.
Dio media vuelta y se dirigió al malecón. Las clases ya debían de estar muy avanzadas: monsieur De Latte no le iba a estar esperando. Pero de Richard nadie sospecharía nunca nada. Todos sabían que su padre, el formidable monsieur Rudolphe Lermontant, había cronometrado hacía tiempo el camino de su casa al colegio con su reloj de bolsillo, y que no permitía a su hijo más que un margen de cinco minutos para ir y venir cuando hacía mal tiempo. Sin embargo, la idea de la confianza depositada en él era un parco consuelo. En el fondo Richard era un niño y nunca cuestionaba la autoridad ni sentía la tentación de burlarla, aunque por lo general el que la esgrimía tenía que levantar la cabeza para mirarle.
El mero recuerdo de su padre, surgido de pronto entre tantos pensamientos vagos, le produjo dolor de cabeza. Richard sabía muy bien lo que diría Rudolphe cuando se descubriera la última desgracia de Marcel. Aquel desastroso embrollo se le hacía insoportable. Richard giró hacia el mercado —aunque mucho más abajo del punto donde había dejado a Marcel— y divisó un oscuro antro donde cometer el pecado mortal.
Pidió una botella y se sentó ante una mugrienta mesa de madera que amenazaba con venirse abajo. La barra estaba llena de exaltados irlandeses. Los trabajadores negros se mantenían al margen. Richard no logró comprender contra qué bramaban los irlandeses, pero no le costó olvidarse de ellos. Intentó analizar lo que le había pasado a Marcel y, sobre todo, aquel confuso maremágnum de pensamientos que tanto daño le hacía.
Al principio Marcel se limitaba a quedarse ensimismado en clase y a ausentarse ocasionalmente. Luego empezó a elaborar cuidadosas explicaciones en las que daba a entender que su madre le retenía en casa. El muchacho se negaba a decir mentiras. Pronto se negó a casi todo, y simplemente balbuceaba vagos murmullos para aplacar las iras del maestro.
Después murió el viejo Jean Jacques, el carpintero. Marcel cogió una botella de vino del armario de su madre y pilló tal borrachera que al día siguiente lo encontraron enfermo en el aljibe. Richard le cogió de la mano mientras él vomitaba. Su madre no paraba de llorar. Cuando bajaba tropezando los escalones, Marcel murmuró:
—Soy un criminal. Dejadme.
A partir de entonces la frase se convertiría en un lema. Parecía evidente que todo aquello tenía que ver con Jean Jacques, pero incluso eso era un misterio. Jean Jacques había sido un buen carpintero, un viejo mulato de Santo Domingo que trabajaba en su taller desde tiempos inmemoriales, pero no era hombre que pudiera despertar la devoción de un muchacho con la educación de Marcel.
Ni siquiera Anna Bella Monroe, su más querida amiga de la infancia, podía explicar los cambios producidos en él. Marcel siempre había acudido a ella, pero ahora, cuando la muchacha oía hablar de sus vagabundeos, movía la cabeza y chasqueaba la lengua con gesto desesperado.
Lo cierto es que Marcel leía en casa las obras que en el colegio descuidaba, traducía versos que confundían a todos y siempre que intercambiaba poemas con Richard éste sabía, sin experimentar envidia, que los de Marcel eran incomparablemente mejores. Sus formales estrofas poseían tal vitalidad que las de Richard, en comparación, resultaban insulsas y ampulosas.
Era como si Marcel, tan perfecto antaño y tan empeñado ahora en destruirse, estuviera condenado a triunfar en cualquier empresa que acometiera.
Richard apoyó la cabeza contra la pared, sintiéndose deliciosamente anónimo en su dolor, con los ojos bajos entre el humo que flotaba en el ambiente mientras el whisky le quemaba el pecho.
Siempre había tenido una sola meta: luchar constantemente por superarse. No conocía otra cosa. Era una meta que no sólo le había imbuido su padre sino también su abuelo, el único hijo de Jean Baptiste, cuyo ejemplo era el espíritu de la familia, la cálida llama que iluminaba el viejo retrato del salón.
Durante toda su vida, Richard había visto las armas del abuelo cruzadas bajo el retrato, orgulloso símbolo de la guerra de 1812 en la que había participado luchando en el Light Colored Battalion bajo el mando de Andy Jackson para salvar Nueva Orleans de los británicos. Los hombres de color habían demostrado ser ciudadanos leales al nuevo estado americano. Volvió a casa condecorado, y con los ahorros de Jean Baptiste compró una funeraria a un blanco y cerró la vieja taberna de la calle Tchoupitoulas en la que Jean Baptiste había amasado su fortuna. El abuelo, al tiempo que cuidaba al anciano en su senectud, se había ido forjando un nombre en el negocio, del que se retiró hacía pocos años, cuando la artritis le deformó de tal manera las manos que ya no podía llevar los libros ni atender a los muertos. Pero incluso ahora leía los periódicos todos los días, en francés y en inglés, y se pasaba las tardes —tras calentarse las manos en el fogón, incluso en verano— escribiendo esmeradas cartas al Congreso sobre el tema de los veteranos de color, sus pensiones, sus concesiones de tierras, sus derechos. Se acordaba de los cumpleaños, visitaba a las viudas y de vez en cuando charlaba con otros ancianos en el salón.
En las largas veladas del invierno, cuando la familia se quedaba de sobremesa y los niños tomaban coñac en copas de cristal, se alejaba del calor del hogar en cuanto daban las nueve, se ponía la corbata y emprendía una larga caminata para rezar el rosario. Iba desgranando las cuentas en el bolsillo derecho mientras recorría lentamente las calles sin dejar nunca de saludar con un gesto al vecino, a la viuda, al transeúnte, aunque sus labios sólo se movían para pronunciar sus oraciones. Dirigía las inversiones familiares, contaba cuentos a los pequeños antes de que tuvieran edad de ir al colegio, y al amanecer se ocupaba de encender los fuegos y de despertar a los esclavos.
Su único hijo, Rudolphe, el padre de Richard, un hombre imponente que daba puñetazos en la mesa si la sopa estaba fría, había ampliado el negocio comprando un cementerio y adoptando a sus jóvenes escultores negros. Hacía tiempo que delegaba el arreglo de los muertos a sus sobrinos Antoine y Pierre. Él acudía a los velatorios y cuidaba de que la familia del difunto pudiera llevar un luto impecable y se despreocupara de los asuntos financieros hasta que el finado descansara en paz. Aunque era un ogro en su casa, se mostraba gentil con los parientes de los difuntos, a los que consideraba dignos de la poca paciencia que tenía. Sobre la puerta del próspero establecimiento de la Rue Royale colgaba el nombre del hombre blanco que había dado la libertad a Jean Baptiste: Lermontant.