La noche de todos los santos (55 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—¡Un negro me hace frente en un tribunal! ¡Un negro me pone las manos encima en una calle pública!

Marcel estaba casi en la puerta pero, al igual que Christophe, se volvió a mirar. El americano miraba incrédulo a su alrededor, con los ojos rojos y cargados de lágrimas.

—¿Qué soy yo, entonces? —preguntó con la boca trémula, compadeciéndose de sí mismo—. ¿Qué soy yo, si un negro puede hacerme frente en un tribunal?

Marcel le observaba petrificado, en silencio. El rostro del americano era la expresión del ultraje y su voz totalmente sincera.

—¡Un negro! ¡Un negro! —seguía insistiendo Bridgeman. Se sentía realmente herido.

Rudolphe miraba al americano con la misma fascinación y el mismo espanto que el propio Marcel. Su rostro era inexpresivo, solemne. Luego, sin una palabra, se marchó de la sala. Marcel hizo un esfuerzo por apartar la mirada del blanco, y al echar a andar vio el rostro de Christophe.

El rostro de Christophe no se parecía a ningún otro porque estaba a punto de echarse a reír. Sólo el cansancio o el aburrimiento se lo impedía. Disimulando una sonrisa, se limitó a mover la cabeza. Fue un gesto tan desdeñoso que por un momento Marcel se quedó fascinado e intentó fruncir también la boca en una sonrisa.

Al salir a la Rue Chartres, todos parecían contentos. Madame Suzette, que había estado esperando en el último banco de la catedral, se acercó corriendo. La gente se arremolinaba para estrechar la mano a Rudolphe.

—Quiero quedarme un rato con Richard —dijo Marcel. Christophe se encogió de hombros como si le resultara desagradable el papel de tutor.

—Como quieras.

Pero Rudolphe no parecía compartir el alivio general, y en cuanto pudo se marchó a la funeraria tras decirle a Richard que acompañara a su madre a casa. Marcel le vio alejarse solo por la Rue Chartres y aquella imagen, aunque no tenía nada de particular, lo llenó de tristeza.

Se imponía una celebración. En cuanto llegaron a casa, Richard sacó una botella de buen vino y se la llevó a su habitación, donde Marcel ya había encendido el fuego y donde brindaron por la victoria. En casa de los Lermontant imperaba una limpieza casi aséptica que Marcel siempre encontró atractiva, realzada por el brillo de los muebles buenos y los suelos encerados. Pero aquella habitación le gustaba más que ninguna otra porque sus altas ventanas de cortinas de encaje daban a la Rue St. Louis y porque la enorme mesa de Richard, atestada de facturas y otros papeles de la funeraria, érala imagen del orden, incluyendo el pequeño cilindro de bronce que albergaba un ramillete de plumas. El cobertor de la cama era verde satinado, y en invierno caían del dosel, en gruesos pliegues, cortinajes de terciopelo.

Ahora, al mirar todo esto con el habitual placer, Marcel se sorprendió al descubrir que el daguerrotipo de Marie había sido añadido a los pocos adornos de la habitación. Su hermana le miraba desde el centro de un pequeño y adornado estuche abierto sobre la mesa de mármol junto a la cama.

Así que a pesar de todo se los habían intercambiado, pensó Marcel, y como siempre admiró el trabajo de Duval, su conocimiento no sólo del tiempo de exposición de la placa sino de todos los elementos de la imagen, de cada uno de los detalles del fondo que podían crear una sombra, una línea. Claro que lo que Marcel no le había dicho a Richard sobre aquella breve sesión en el estudio fue que Duval y Picard pensaron que Marie era blanca y que cuando se hizo evidente que era la hermana de Marcel tuvo lugar la inevitable conmoción, que los dos hombres se habían esforzado en ocultar. Aunque Marcel sonreía ahora al ver la perfección del retrato, aquel recuerdo sumaba su particular negrura a la nube gris que se asentaba sobre él, una nube que también comenzaba a pesar sobre Richard.

—¡Por la victoria! —dijo de nuevo, intentando disipar aquella pesadumbre. Richard no respondió ni levantó la copa—.
Mon Dieu
! ¡Deberíamos celebrarlo! —insistió Marcel al cabo de un momento. Richard se limitó a asentir con la mirada perdida.

Marcel empezó a comprender lo que pasaba. Nunca habían estado cerca de ningún tribunal, ninguno de ellos, ni Marcel ni nadie que conociera, y mucho menos los poderosos Lermontant, y el hecho les había recordado que sólo eran personas de color viviendo en un mundo de hombres blancos. Su propio mundo había sido magníficamente construido para evitar todo eso: la misma casa de los Lermontant era una auténtica ciudadela, pero en realidad todos ellos estaban fortificados de mil maneras, y ese día todas las fortificaciones habían sido sitiadas. No sólo era Bridgeman el que había penetrado los muros: también el juez, con su cansino y desapasionado discurso sobre su «condición inferior», así como el hombre blanco con sus vehementes declaraciones habían puesto de manifiesto la realidad des ti situación.

Marcel miraba ceñudo los posos de su copa, sin ánimos para coger la botella de vino. Cualquier padre criollo blanco habría matado a Bridgeman por insultar de aquel modo a Giselle, tal vez sin esperar siquiera una cita formal para un duelo. Pero los Lermontant no habían podido obtener ninguna satisfacción. ¿Y cuál habría sido la situación para un pobre hombre de color, para cualquiera de los miles de negros libres que eran llevados cada día ante el juez por alterar el orden en la calle o pelearse en un bar? Era un delito insultar verbalmente a un hombre blanco. Marcel hizo una mueca de asco y recordó la expresión hastiada y distante de Christophe en el tribunal.

Bueno, mejor para él si lo encontraba divertido. Christophe parecía estar siempre por encima de aquello, puesto que se encontraba allí por decisión propia. Marcel cogió la botella sin pensar, sin darse cuenta de que había emitido un gruñido de enfado y desesperación.

Richard se apresuró a servirle vino, como buen anfitrión.

—En momentos así sólo pienso una cosa —murmuró Marcel—. Y es en poner el pie en el barco de Francia. ¿Por qué seguir fingiendo que esto es una celebración? ¿Por qué fingir que la «victoria» ha sido suficiente?

Richard se limitó a asentir, como si no se diera cuenta de la mirada escrutadora de Marcel.

—¿Sabes? —prosiguió Marcel con voz carente de emoción—, tú ya no hablas mucho de eso, ni de ir a París. En realidad hace meses que ni siquiera mencionas el tema. En cierto modo era de lo que íbamos a hablar la tarde que comenzó todo esto, cuando Rudolphe se metió en la pelea.

—París, París, París —le dijo Richard suavemente, para indicarle que se acordaba—. Marcel, París está muy lejos de mi pensamiento.

—¿Por eso no vienes a clase regularmente? ¿Por eso pasas cada vez más tiempo en la funeraria? —El tono de Marcel tenía un matiz acusador.

Richard volvió la vista distraídamente e intentó clavar los ojos en él como para centrarse en el tema.

—No voy a ir, Marcel —dijo—. No voy a ir contigo a la Sorbona ni voy a ir contigo al Gran Viaje, y los dos lo sabemos desde hace mucho tiempo…

—Pero Richard, si no te necesitan en la funeraria…

—No. —Richard bebió un trago de vino—. Pero me necesitan aquí, en esta casa. No sé. —Se encogió de hombros apartando de nuevo la mirada—. Quizá lo haya sabido siempre. Lo que pasa es que era divertido hacer planes contigo, soñar contigo. Asila escuela resultaba más soportable. He soñado sabiendo que nunca me marcharía.

Marcel parecía casi enfadado. Pero una lasitud había caído sobre ambos, una sensación de fracaso.

—Yo no podría vivir aquí ni un día más —susurró Marcel—, si no supiera que por lo menos llegará un momento en el que podré vivir y respirar como un hombre libre.

La expresión de Richard era serena e indiferente, Apoyó el codo en el brazo de la silla y se quedó mirando los sutiles movimientos de las cortinas en el cristal. El aire frío se colaba por la ventana y se hacía notar a pesar del fuego. Richard se sobresaltó de pronto al ver en la expresión de Marcel algo más amargo, algo que rozaba la ira.

Marcel se levantó en silencio y cogió el daguerrotipo de Marie.

—Y yo que creía que pensabas como yo… Hasta que te enamoraste de mi hermana. —Miró ceñudo el bonito rostro blanco del retrato y luego lo dejó bruscamente, como exasperado—. Richard, tú sabes que ésta es la época de las tentaciones, es la época en que los jóvenes olvidan todas las promesas de su infancia, no sólo las que hicieron a los demás sino también las que se hicieron a sí mismos. El mundo intenta aprisionarnos, inundarnos de cuestiones prácticas, de tentaciones, de detalles nimios.

Richard escachaba pacientemente, sorprendido por la convicción con que hablaba Marcel y por la insólita madurez de sus palabras. Marcel, que normalmente esquivaba y desanimaba a Richard con su viva pasión, parecía haber dado con algo innegable y quizá demasiado complejo.

—Ya lo sé —respondió Richard con sosegada resignación—. Pero créeme, Marie no tiene que ver con esto, Marcel, Siempre he sabido que no iría contigo a París, lo supe en cuanto crecí lo bastante para comprender lo que habían hecho mis hermanos.

—Richard, yo no estoy diciendo que te vayas para el resto de tu vida. Yo no estoy diciendo que abandones a tu familia como hicieron tus hermanos. Sólo digo que mientras seamos jóvenes podremos hacer cosas que más adelante nos resultarían imposibles… —Se interrumpió, asumiendo de nuevo una expresión distraída, como si hubiera dado con un dolor interior, con una pena secreta—. Ahora también tendré que despedirme de ti…

—Cada vez he ido asumiendo más responsabilidades en la funeraria porque yo he querido —dijo Richard con calma—. No soy un enamorado de los estudios como tú, Marcel, ni un soñador. Nunca lo he sido, y aunque mis padres insistieran en que me fuera un tiempo al extranjero, no sé si aceptaría, porque ahora soy su único hijo; no reconocería a mis hermanos, donde quiera que estén, si me los encontrara por la calle. Es que tengo una inclinación hacia la profesión de mi padre, que ahora se ha convertido también en mi profesión. Mi vida está asentada, Marcel. Es como un rompecabezas, donde todas las piezas han encajado ya. Excepto una. El matrimonio, ésa es la pieza que falta. Y si Marie… si ella acepta, si puedo hacerla mi esposa… bueno, eso sería mi París, ¿no lo entiendes?

—Así que no hay más…

—La amo —susurró Richard—. ¿No lo sabías? ¿Me perdonarías si te dijera que ella también me ama?

—¿Perdonarte? —Marcel sonrió con amargura, pero de pronto se le iluminó el semblante. Se acomodó en la silla, y al observar cómo Richard le servía vino sintió que había algo perverso en el hecho de beber al mediodía—. Marie y tú. —Lo estaba asimilando. Lo sabía, desde luego, pero oírselo decir con tal grandilocuencia le daba una sensación de solemnidad, y en cierto modo de paz. Si pudiera dejar a su hermana, a esa hermosa muchacha de extraña tristeza, casada con Richard… Bueno, el futuro parecía inevitable, demasiado articulado. La infancia se desvanecía a su alrededor y los sueños se convertían en una cuestión de tomar decisiones.

—¿Entonces lo apruebas? —preguntó Richard.

—Pues claro que lo apruebo —repuso—. Pero eres sincero, ¿verdad? ¿Eres sincero cuando dices que tu vida está aquí?

—Con esa vida estaría satisfecho. Ahora estoy satisfecho.

—Muy bien. —Marcel se levantó sin tocar su copa. Todavía tenía tiempo de ir a la escuela—. No sé si es que tienes más valor que yo, Richard, o simplemente más suerte. En cualquier caso, te envidio.

—¿Que tú me envidias?

—Tienes un lugar en este mundo, Richard, un lugar al que realmente perteneces.

—V—

E
ra la semana antes de Navidad. Anna Bella estaba sentada ante su tocador, con el único vestido de noche que había poseído en su vida. El saloncito de la casa relucía, Quilina había limpiado el polvo de los muebles una y otra vez y había sacudido la alfombra antes de extenderla ante la chimenea sobre el suelo encerado. En el aparador se alineaban las botellas de bourbon y jerez y una rutilante hilera de vasos.

Los muebles que Anna Bella había escogido eran de tacto suave, prefería el punto de tapicería al damasco y en todas las ventanas había colgado cortinas de encaje con una tira de terciopelo en el borde. En el pequeño comedor había una mesa estilo reina Ana, ya dispuesta con vajilla de porcelana y ribete de oro, cubertería repujada y servilletas nuevas en ostentosos servilleteros.

Sólo la cama desentonaba con las proporciones de las pequeñas habitaciones y elevaba sus altos postes de caoba casi hasta el techo. En el dosel se entrelazaban los cupidos que retozaban entre conchas y guirnaldas. Era el palio de una novia, de los que se hacen especialmente para la noche de bodas.

De vez en cuando, al abrir Zurlina la puerta, entraba con el aire frío el aroma de la cena. El quingombó hervía en la cocina, en la cazuela de hierro se asaba el pollo, había dos docenas de ostras esperando ser abiertas y en el horno se acumulaban las cestas de pan tibio. Zurlina dormiría esas semanas en la habitación junto a la cocina, hasta que Vincent Dazincourt dotara a Anna Bella de esclavos propios. Zurlina no estaba nada contenta con aquel arreglo, aunque Anna Bella le había comprado una costosa cama de bronce. Sin embargo, desde que Dazincourt había elegido a Anna Bella, la esclava le mostraba un nuevo respeto, aunque de mala gana.

—¿Cuánto tiempo crees que se quedará? —preguntó Anua Bella mirándose al espejo entre un par de velas. El peluquero, con gran acierto, había dejado que el cabello le cayera en ondas a los lados de la cara. Madame Colette había llegado esa tarde para hacer los últimos ajustes en su entallado vestido de seda azul.

—¡Puede quedarse todo el tiempo que quiera! —respondió Zurlina—. Puede quedarse hasta el Mardi Gras del año que viene, si le da la gana. —Soltó una fría carcajada mientras se agachaba para abrir el cajón inferior del armario.

A través del espejo, Anna Bella la vio sacar el camisón blanco en el que con tanto cuidado había cosido un intrincado encaje. Al contemplarlo extendido sóbrela cama se le hizo un nudo en la garganta.

—No llames a la campana a menos que él quiera cenar —le dijo Zurlina—. Sírvele tú misma el café y no te sientes hasta que él te lo diga. Y recuerda cómo le gusta el café y cómo quiere el bourbon, para no tenérselo que preguntar dos veces. Puede que no quiera cenar. Ahora mismo está en la casa de huéspedes.

—Sí, espero que no quiera cenar. —Anna Bella se mordió el labio. No podía soportar la idea de aguardar durante una larga cena, como si después no fuera a pasar nada. Llevaba una semana viviendo en la casita, y la espera se le haría interminable.

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