La noche de todos los santos (59 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

Bien, la guerra se ganó cori las vidas de los soldados de color que lucharon valientemente codo a codo con los blancos, pero las esperanzas de ciudadanía de las
gens de couleur
se perdieron del todo.

En los años que siguieron se hizo evidente que el americano anglosajón despreciaba y desconfiaba del «negro libre», y que los batallones de color habían sido engañados y utilizados. El nuevo gobierno jamás se planteó fortalecer y mantener aquellas orgullosas unidades de combate que habían existido durante años con los españoles y los franceses, porque no se fiaba de los negros armados. El estado de Luisiana les negó el derecho al voto y les impuso más y más restricciones, muchas más de las que la gente de color había conocido.

Sí, se ganó la guerra y se perdió la batalla, y el
grand-père
jamás volvería a enfrentarse al blanco anglosajón.

Esa noche lo envolvería un aire de superioridad si Rudolphe mencionaba las elecciones y Richard, concentrado en sus estudios, ni siquiera prestaría atención al tema. No, cansado y furioso como estaba aquella tarde de martes, Rudolphe no deseaba volver a su casa.

A la única persona que deseaba ver era a Christophe, aunque no sabía muy bien por qué. Desde luego Christophe no compartía, nunca lo había hecho, su interés por la condición de las
gens de couleur
. Poco después de su vuelta de Francia, Christophe le había dicho a Rudolphe que era un asunto que no le concernía, que ya había hecho las paces con todo eso porque de no ser así no habría vuelto nunca. El incidente de Bubbles en su clase no había debilitado el compromiso que Christophe tenía para con sus alumnos. Había aceptado el hecho con sorprendente ecuanimidad y no había vuelto a mencionar el tema.

Pero la actitud de Christophe traslucía algo que estaba más allá de la resignación. Era algo muy distinto del silencio amargo del
grand-père
o el moderado desdén de Richard. A Christophe no le herían las injusticias de su alrededor. Aunque tenía un éxito evidente en la vida del día a día, parecía sin embargo existir en un plano diferente. A pesar de todo siempre había respetado la preocupación de Rudolphe, le respetaba incluso por su honesta oposición cuando él quiso incorporar un esclavo a sus clases. En otros momentos se compenetraba con la frustración de Rudolphe ante las cosas que no tenía poder para cambiar.

Rudolphe tenía la impresión de que Christophe le escucharía esa noche y le ofrecería comprensión y consuelo.

Pero por desgracia se habían interpuesto otros asuntos. Era a Dolly Rose a quien debía ver por una cuestión que no podía posponer ni delegar en nadie. Se trataba del asunto de la tumba de Lisa, la hija de Dolly, para la que el rico y condescendiente Vincent Dazincourt había encargado una magnífica estatua sin que ella supiera nada. Narcisse Cruzat, el mejor escultor de Rudolphe, llevaba meses trabajando en el monumento. Ahora estaba terminado, y Dolly tenía que ser informada.

Dolly no había ido al cementerio. La fiesta de Todos los Santos del noviembre anterior acudió a la funeraria para encargar las flores. Le temblaban las manos y la embriaguez confería brillo a su rostro. Rudolphe, que todavía estaba furioso con ella por el asunto de Christophe y el capitán Hamilton, la habría evitado de no habérselo impedido su sentido del deber. Pero Dolly era entonces una mujer frágil en su dolor.

—Encárguese usted de ello por mí,
michie
Rudolphe —le dijo sin dobleces, en voz baja, despojada de su florido cinismo y su desdén. En aquellos momentos mostraba el encanto de la joven Dolly que tan a menudo acudía a casa de los Lermontant a visitar a Giselle, en tiempos pasados. Dolly era entonces simplemente Dolly, no la
belle dame sans merci
destinada a ser la trágica heroína de una vida espectacular y sórdida.

Bueno, todo aquello era consecuencia de su dolor. El mismo Rudolphe había atendido entonces la tumba de Lisa.

Pero ahora, unos meses después, no se hacía ilusiones. Sabía cómo iba a encontrar a la apenada madre, si es que podía hablar con ella. La casa de la Rue Dumaine gozaba de triste fama. Se veían carruajes aparcados en la puerta toda la noche, y los caballeros blancos pagaban generosamente sus refrescos con sumas adecuadas para cubrir el entretenimiento y la compañía caso de desearla. Los vecinos estaban indignados, pero la clientela de Dolly era de la clase más rica y aquello era la «ciudad vieja», ¿qué se le podía hacer?

Rudolphe, que jamás en su vida había entrado por una puerta de servicio, ahora pensaba con alivio en emplearla.

Cinco y cuarto. El reloj de su mesa dio la hora justo cuando él abría la puerta de la funeraria. Antoine estaba conversando con una mujer blanca de Boston que acababa de perder a su hermano y quería que se hicieran un par de guantes de seda negra para todos los asistentes al funeral. Se podía hacer, se podía hacer cualquier cosa, siempre, claro está, que las costureras trabajaran día y noche. Rudolphe supervisó rápidamente el género, limpió el polvo de los mostradores, sincronizó el reloj de la mesa con su infalible reloj de pulsera y se fue a la pedrera, a una manzana de distancia.

Hacía mucho tiempo que había hablado por última vez con Narcisse, su joven escultor mulato, y además estaba deseando ver con sus propios ojos el monumento para la tumba de la pequeña Lisa.

Narcisse era el mejor.

Hijo de una esclava libre y un hombre blanco, a sus veinticinco años ya había salpicado los cementerios de la First Municipality con su asombroso arte funerario, fresco, delicado y de exquisita talla, de modo que a las pedreras de los Lermontant acudía gente de toda la ciudad e incluso de otros lugares a hacer sus encargos.

Rudolphe, lleno de admiración por el joven Narcisse, sentía un profundo interés por él, por su talento y por sus proyectos. Había llegado el momento de invitar al joven a su casa a cenar, de presentarlo socialmente tal como se merecía, pasando por encima de la ceremonia y las costumbres de las familias de abolengo, elitistas y selectivas como eran. El mundo social de Rudolphe, naturalmente, se componía de gente así: los LeMond, los Vacquerie, los Rousseau y recientemente los Dumanoir. Estaban incluidas por supuesto las mulatas prósperas y respetables cuyas relaciones con hombres blancos proporcionaban a sus hijos buena crianza, educación y riqueza. En muy rara ocasión se desafiaba esta atmósfera
cordon bien
con la inclusión de gente más humilde, pero en el caso de aquel brillante escultor debía hacerse una excepción. Tenía el joven una gentileza natural, algo inevitable en una sensibilidad tan sublime, realzada por la divina habilidad de sus manos.

Cuando entró Rudolphe en el patio tras el cobertizo y posó los ojos en el nuevo monumento, se quedó literalmente sin aliento. Empezaba a anochecer. Unas luces ardían tras un tejado cercano y el cielo era de un maravilloso color lavanda sobre los árboles oscuros. Pero la luz del sol no se había ido del todo, de hecho en aquel momento parecía palpitar en todos los colores: la buganvilla roja que colgaba de la vieja cerca, los lirios silvestres que se arracimaban tras la pequeña cisterna, la hierba bajo sus pies. In aquel radiante momento del ocaso suavizado por el cálido aire de verano, Rudolphe vio el ángel de mármol de un blanco relumbrante. Tenía la cabeza inclinada y los brazos tendidos para abrazar la pequeña figura de una niña y su rostro estaba marcado por la aflicción, poruña aflicción inexplicable. La niña, vestida con una túnica de clásicos pliegues, se acurrucaba con los ojos cerrados bajo las alas del ángel.

Sólo se oían débiles sonidos a lo lejos. Rudolphe estaba a solas con el ángel y la pequeña, que parecían vivos sobre el alto pedestal de madera. Dio un paso adelante, curiosamente consciente del crujido de la hierba bajo sus pies, y con suavidad, con mucha suavidad, tendió la mano. Le dolía la expresión del ángel, sentía angustia al ver el cuello inclinado de la niña y, sumido en aquella inesperada experiencia, no oyó a Narcisse que se acercaba desde el cobertizo.

Rudolphe apartó la vista lentamente. El joven mulato en mangas de camisa, con un pequeño martillo sobresaliendo del bolsillo de su chaleco, parecía totalmente irreal. Rudolphe tuvo la incómoda sensación de que había perdido la noción del tiempo.


Eh bien
, Narcisse —dijo. Volvió a mirar el ángel, los párpados entornados en su rostro afligido, la boca medio abierta en un sollozo—.
Eh bien
, Narcisse —repitió.

Narcisse sonreía. Su piel marrón oscuro estaba cubierta de una fina película de polvo y su ancha boca africana cedió fácilmente a una serena expresión de placer al percibir lo que se leía en los ojos de su jefe. Rudolphe trabajaba todos los días con monumentos, con tumbas, con el dolor, y aun así se había quedado sin habla a los pies del ángel.

En ese momento, como si hiciera un esfuerzo por liberarse, Rudolphe se dio la vuelta y trazo un pequeño círculo en torno al patio. Caminaba pensativo, frotándosela barbilla.

Narcisse mientras tanto se había sacado un recibo del bolsillo y lo había abierto con sus dedos ásperos para que Rudolphe lo viera.

—Hoy lo ha pagado todo, monsieur —dijo en un francés muy correcto, evitando el criollo
michie
—. Se ha quedado muy contento.

—Desde luego. —Rudolphe asintió con la cabeza, mirando de lejos la escultura. El sol había abandonado las flores, los árboles carecían de forma en la oscuridad, pero la estatua, de un metro y medio de altura y perfectamente pulida, se había convertido en una fuente de luz.

Apenas era consciente de que Narcisse le hablaba, que le estaba diciendo que quería tratar con él de un asunto urgente. Su francés era decoroso, el muchacho parecía inquieto, un poco triste. Por fin Rudolphe se apretó con los dedos el puente de la nariz, alzó un Ínstamelos hombros y dijo, casi irritado:

—¿Qué pasa?

—… Que por fin hemos ahorrado el dinero, monsieur. Mi madre, mis tíos, la Sociedad de Artesanos. Podría marcharme cualquier día, monsieur, es decir, cuando le venga mejor. Me marcharé en cuanto usted me lo permita…

Ahora el muchacho aparecía claramente ante Rudolphe, delante de la escultura, con el polvo pegado a sus oscuras pestañas y el apretado halo de su pelo negro. Sus palabras eran suaves, sinuosas, discretas y Rudolphe, sin haberlas oído siquiera, supo lo que significaban. El muchacho se iba a Europa, se iba a Italia a estudiar arte.

Rudolphe sabía que a Narcisse le decepcionaría ver que su jefe agachaba la cabeza, que le daba la espalda. Pero por un momento se quedó sin habla y le pareció que la amargura que había ido creciendo en él a lo largo del día le subía a la boca con sabor a veneno.

—Te vas —susurró—. Te vas, igual que todos.

—¡
Pardonnez, Monsieur
!

Rudolphe movió la cabeza. Cuando se dio la vuelta, la escultura se había tornado ligeramente brumosa, oscurecida por sombras que nublaban el hermoso rostro del ángel.

—Monsieur, he trabajado muchos años para esto…

—¡Sí, sí, sí! —exclamó Rudolphe con hastío, y sin dar más explicación se metió en el cobertizo. Allí se sentó en una silla, sin preocuparse del polvo ni de la suciedad, y apoyó el brazo en la mesa de pino que había contra la pared. El chico tardó en acercarse, al advertir el disgusto de Rudolphe. Ahora era él el que agachaba la cabeza.

—¿Qué puedo hacer aquí, monsieur? —Su figura se recortaba totalmente oscura en la puerta—. En Roma puedo estudiar con los mejores maestros, monsieur, puedo tener un futuro… —Las palabras se iban sucediendo.

Pasó un buen rato antes de que Rudolphe pudiera hablar.

—Ya lo sé, Narcisse, ya lo sé. —Se sacó del bolsillo del abrigo la billetera de cuero y la dejó sobre la rodilla—. Lo que pasa es que todos los jóvenes con talento nos dejan, Narcisse —suspiró.

—Monsieur —dijo el chico con tono tranquilo y razonable—, ¿aquí qué puedo esperar? Mi trabajo es admirado, sí, pero a mí no me admirarán nunca.

Era la vieja historia de siempre. ¿Por qué contarla otra vez con palabras?

—Puedes ir donde quieras —explicó Rudolphe—. Jacques se hará cargo de los pedidos, y si hay algo especial… Bueno, mañana repasaremos juntos los libros y ya hablaremos.

Rudolphe se puso en pie pesadamente, como soñoliento. Abrió la billetera y oyó el sincero resuello del muchacho al recibir los billetes.

—Pero monsieur…

—No, no, no… te lo mereces —dijo Rudolphe, que ya se marchaba.

Cuando llegó a la Rue Dumaine era de noche.

Ocupó la mente en asuntos prácticos: cómo presentaría en la reunión con su Sociedad Benéfica, al día siguiente, la decisión de recaudar un fondo para ayudar en Roma al joven escultor. LeMond estaría dispuesto a ello y Vacquerie encantado, pero Rousseau probablemente se opondría. ¿No contaba ya el muchacho con su Sociedad de Artesanos? «¡Sabes muy bien que agradecería mucho nuestra ayuda!», insistiría orgullo so Rudolphe. Pero por mucho que lo intentara, no podía olvidar la amargura de perder a Narcisse, y cuando se acercó a la casa de Dolly, con su profusión de luces, sentía una necesidad angustiosa de distraerse.

Y Dolly era una de las distracciones más poderosas que conocía.

Lo cierto es que a Rudolphe siempre le había gustado; de joven incluso lo tenía encandilado. Era un hombre fiel y estaba muy enamorado de Suzette, pero la fidelidad no siempre le había resultado fácil, y siendo un hombre de robusta complexión y guapo al estilo caucasiano, con la piel color marrón claro, no le habían faltado ocasiones para descarriarse. Tan sólo unos pocos deslices habían empañado el respeto que se tenía, unos Lapsos carentes de afecto y de cariño. Al confesárselos más tarde a Suzette, había soportado sus desdeñosos reproches casi agradecido, decidiendo no volver a transitar por caminos sórdidos.

Pero en el fondo de su corazón había deseado de verdad a unas pocas mujeres hermosas, mujeres a lasque jamás habría soñado tocar. Una de ellas era Juliet Mercier en su juventud, que le había embrujado sin haber sido consciente de ello, y otra era Dolly Rose.

No era sin embargo la Dolly que se había convertido en la amante de Dazincourt, ni la mujer que había acudido borracha y con mirada de loca a la fiesta de cumpleaños de Marie Ste. Marie. Él había deseado a la joven Dolly, la honesta Dolly, una de las mujeres más puras, dulces e inocentes que Rudolphe había conocido jamás. Durante los años en que ella frecuentó su casa, cuando era amiga de Giselle, Rudolphe vivía en un infierno particular cuando la contemplaba, cuando oía su risa íntima, cuando sentía el ingenuo contacto de su mejilla al ponerse ella de puntillas para saludarlo con un beso. Puesto que le encantaba entretener a los respetables jóvenes de color que acudían a visitarlas a Giselle y a ella, Rudolphe había imaginado que Dolly sería la última en seguir los pasos de su madre. Al fin y al cabo los tiempos estaban cambiando, y ya habían pasado los días de
les sirènes
, como llamaban a madame Rose y a las viejas beldades de Santo Domingo. En los últimos años había ya algo sórdido en la Salle d'Orleans, donde las mujeres de color acudían para encontrarse con sus «protectores» blancos, y seguramente Dolly, tan fresca, tan fuerte y tan femenina, no elegiría el viejo camino.

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