Recogía los libros maltrechos de Christophe y le reñía por mojar las páginas cuando bebía. «Mira lo que has hecho», le decía mientras lo ponía a secar junto al hornillo. Lo enfundaba en gruesos abrigos si iba a salir, o enviaba a Bubbles corriendo tras él con su bufanda de lana, y si el esclavo no había limpiado las botas de su amo, lo hacía ella con sus propias manos.
Christophe aceptaba todo esto como si le lloviera del cielo. Era el mago que con sólo desear un vaso lleno devino lo encontraba en su mano. Marcel había llegado a advertir y aceptar tiempo atrás que Christophe era el primer amor de Juliet. «Cualquiera que entrara en este momento en la casa creería que son amantes —pensaba—. Ella no deja de mirarlo ni un instante». Se sentía celoso y satisfecho al mismo tiempo.
De vez en cuando recordaba la carta que Christophe había escrito a Juliet desde París para decirle que volvía, Ahora deseaba verla de nuevo, tal vez por casualidad, abierta sobre una mesa o un pupitre. Porque en las largas diatribas de Christophe sobre su vuelta a casa jamás había mencionado a su madre con todo el amor, con el profundo sentimiento que había en la carta. Ahora se repantingaba en el estudio junto al fuego y dejaba que ella le masajeara el cuello, le echara el azúcar en el café e incluso le encendiera los puros.
Sí, era suficiente para provocar los celos de un amante, pero al fin y al cabo, cuando estaban a solas en su dormitorio, Juliet le pertenecía a él.
Era completamente suya entre las sábanas y le enseñaba todo tipo de secretos con los labios y las manos. Al principio Marcel veía algo perverso en ello y yacía luego despierto, inquieto y temeroso. Pero poco a poco se fue acostumbrando a sus desbordantes variaciones y las consideraba como seductoras exquisiteces conocidas sólo por amantes maduros, como madura era la pasión de Juliet. Marcel no había imaginado que las mujeres pudieran gozar tanto del acto del amor; de hecho Richard le había dicho una vez que no disfrutaban, sencillamente. Pero allí estaba aquella mujer, que siempre había podido escoger al hombre que se le antojara, con la cabeza echada atrás y los párpados aleteando, abandonada una y otra vez en sus brazos. Marcel se miraba al espejo con orgullo, se llevaba un fino puro a los labios, se bebía el vino con tragos ansiosos y reía.
Para la temporada de ópera eran un trío habitual: Juliet vestida de seda roja y encaje, con la cintura fina como un tallo que Marcel no podría hacer suyo hasta la noche.
Jamás había soñado que la vida pudiera ser así.
Le asombraba el júbilo que sentía en aquella casa, ya tan familiar, cuyos rincones y recovecos le resultaban tan confortables como los de la suya propia. Una y otra vez abandonaba la fragante cama de Juliet para ir a hablar con Christophe que al otro lado del pasillo escribía a la luz de su lámpara. El reloj daba las horas, el viento gemía en las chimeneas, Christophe garabateaba unos versos que luego arrugaba en una bola y tiraba al fuego. Una de las noches más frías, Christophe arrastró a Marcel al tejado para contemplar las estrellas. Marcel tenía miedo de caerse, pero el paisaje de brillantes tejados se extendió ante él como por arte de magia. Le habría gustado saltar de uno a otro, mirar por las ventanas iluminadas y escuchar las voces que ascendieran por los pozos de ventilación, ver el río desde las alturas y contemplar los barcos de vapor, un espectáculo de luces difusas en las brumas del invierno. Christophe, que conocía las constelaciones y las localizaba con facilidad, le contó cómo le había gustado la absoluta claridad del cielo la primera vez que lo vio en alta mar.
—Pero no hablemos de eso atora —susurró Marcel—. Tío hablemos de partidas ni de viajes.
Al darse cuenta más tarde de que nunca le había dicho a nadie una cosa así, reflexionó sobre el callado sentimiento que profesaba a Christophe, un sentimiento que era amor, como lo era su pasión por Juliet, un sentimiento en cierto modo muy volátil y dulce, con el flujo y reflujo de cada nuevo encuentro, ya se tratara de charlar juntos, reírse o pasar las horas leyendo en una habitación. Al fin y al cabo habían vivido juntos el dolor, incluso la muerte, habían compartido ataques de furia y la bebida, y habían asumido un lenguaje sencillo y explícito como suelen hacer los miembros de una familia unida que no pueden concebir la vida unos sin otros.
Pero cada día Christophe se convertía en el profesor exigente y severo que señalaba a Marcel con un dedo acusador cuando el muchacho caía en sus habituales ensoñaciones. Una noche que Marcel se excusó por no haber terminado una tarea recibió una mirada tan colérica que inmediatamente suplicó el perdón de Christophe y luego fue a su casa para hacer el trabajo.
A veces, sin embargo, una sombra caía sobre él, y al despertarse en la cama de Juliet veía el mundo a través de las contraventanas cerradas y las rendijas de sol y de hojas verdes que le pare cían inalcanzables. Se sentía entonces asfixiado y buscaba el aire libre.
Era primavera. El húmedo invierno agonizaba en vientos más cálidos aunque frescos aún. Marcel se encontró de nuevo deambulando por la ciudad. Paseaba por la Place Congo hasta el cementerio Bayou, y a veces volvía por la Rue St. Louis y pasaba por delante de la casa de Anna Bella. Apremiaba allí el paso, apartaba la mirada y su mente se enzarzaba en otros pensamientos para preguntarse más tarde por qué había elegido aquel camino. Todo el mundo decía que ella era feliz. Algunos rumoreaban que esperaba un hijo. Marcel rondaba los mercados y los muelles, como solía hacer antes, pensando vagamente: «Ah, se quedará encerrada en casa y no la veré», pero tenía la recurrente sensación de estar con ella en un lugar soleado, hablando animadamente entre porcelana blanca. Cuando acudía a cenar a casa de los Lermontant, donde sabía que siempre era bien recibido, se sumergía en sus interminables e interesantes conversaciones. De vez en cuando miraba en torno a la mesa impecable (la madre de Richard llamando con un susurro a Placide, Rudolphe sosteniendo una férrea postura sobre economía y Richard bebiendo pensativo) y se preguntaba qué harían los Lermontant si supieran lo de Juliet, qué pensarían. Rudolphe iba muy a menudo a la sala de lectura de la casa de Christophe, y Frederick, el hijo mayor de Giselle, tenía permiso para acudir a clase cuando estaba en la ciudad. ¿Qué pensarían? Acudía una sonrisa a sus labios, aunque de inmediato se esfumaba. ¿Quién podría comprender aquella locura? Una mujer de más de cuarenta años con un muchacho de quince. Se sentía entonces infiel a su amor y más tarde le llevaba flores a Juliet y las dejaba caer una a una sobre la cama.
Una vez que se despertó justo al filo de la medianoche, una idea surgió de la nada: Anna Bella ya no era inocente. Anna Bella era una mujer. Anna Bella llevaba en su interior un hijo.
En ese momento su amante estiró sus largos miembros y se movió como un felino contra su pecho. Juliet no cuestionó la urgencia con la que él la despertó, ni el agotamiento con el que finalmente Marcel cayó dormido.
«Si pudiera hablar con una sola persona», pensó una vez desesperado al ver a Juliet en la calle. Alphonse LeMond, el sastre, había salido con ella a la puerta de su establecimiento y le estaba confiando un paquete a Bubbles. Era muy dulce observarla en secreto, contemplar su figura vivaz vestida de reluciente tafetán con el elegante y esbelto esclavo negro a su lado. Si pudiera hablar con alguien…
«Pero no puedo. Me gustaría hablar con Chris, pero nunca podré».
Porque en todos aquellos meses, Christophe nunca había reconocido su relación con una sola palabra. Había tres temas prohibidos en acuella casa que se había convertido en el hogar de Marcel: el primero era el amigo inglés; el segundo, el padre de Juliet, el haitiano negro; el tercero, su relación cotidiana con ella.
Recordando la horrible pelea entre madre e hijo, cuando Juliet había provocado a Christophe («¡Dile la verdadera razón de que no quieras que estemos juntos!»), Marcel no se atrevía a romper el silencio en ninguno de los tres temas. No tenía dudas de que Juliet se había referido entonces a los celos naturales de un hijo hacia su madre.
A principios del verano, Marcel no recordaba exactamente qué día, había subido las escaleras a primera hora de la mañana y había encontrado a Christophe en la cama de Juliet. Vestido, por supuesto, con la ropa arrugada y la botella de vino junto a él en el suelo. Era evidente que se había quedado allí dormido y ella, que no vio razón alguna para echarlo, yacía acurrucada contra él entre sus brazos. Una indecencia perturbadora en cualquier otro lugar, ¿pero por qué no bajo aquel techo? No desentonaba con muchas de las cosas que allí sucedían, cosas que el mundo no comprendería jamás. Juliet se levantó, le hizo un gesto para que no hiciera ruido y, tras cubrir los hombros de su hijo, condujo a Marcel por el pasillo. Hicieron el amor en la cama de Christophe, cosa que por su novedad lo excitó enormemente. No conseguía abrazarla con la suficiente fuerza, quería hacerla gritar. Lo hicieron otra vez, y otra.
En otra ocasión descubrió al despertar que estaban los tres en la misma cama: Christophe en mangas de camisa junto a su madre, que yacía entre los dos pudorosamente cubierta con su camisón. Fue Christophe el primero que se levantó y, como si le turbara encontrarse allí, se marchó enseguida.
¿Pero qué placeres encontraba Christophe en aquella vida, aparte del simple afecto? ¿Qué podía permitir su férrea disciplina? Aparte de ocasionales excesos con la botella, llevaba una vida monacal y su habitación con sus libros, su estrecha cama y su mesa atestada se había convertido en una celda. Muy rara vez le sorprendía la tarde fuera de casa. Se dedicaba a escribir, estudiar, corregir los trabajos de sus alumnos sobre la mesa del comedor o vagar por la casa como si fuera un convento, moviendo los labios en silencio al ritmo de sus pensamientos. De pronto se obsesionaba con alguna tarea física que le obsesionaba: tenía que cambiar todos los cuadros del aula o arrastrar baúles por las húmedas y maltrechas habitaciones del ático. A Bubbles no se le debía permitir limpiar las chimeneas sin ayuda, era demasiado para él, y Christophe, para desdicha de Bubbles, le quitaba una vez tras otra el rastrillo de las manos para arrancar él mismo las malas hierbas. Resultaba de lo más chocante ver un caballero con callos en las manos. Era lo que Bubbles decía siempre que tenía ocasión.
Pero Christophe había dominado un magnífico ascetismo, tan extremo tal vez como los excesos que contaba haber vivido en el extranjero. De hecho se pasaba la vida escudriñando con sus anteojos los volúmenes de san Agustín y Marco Aurelio en busca de una cita perdida que no le dejaba descansar.
Marcel, con su paso silencioso, lo había sorprendido alguna vez con un manuscrito sobre la mesa. En ocasiones grandes hojas de papel, en otras, hojas más pequeñas, pero siempre un trabajo inconfundible sobre el que Christophe murmuraba con la pluma en la mano. Sin embargo lo guardaba de inmediato para comenzar una forzada conversación y cortaba a Marcel con frialdad, aunque no con rudeza, si el muchacho hacía la más mínima pregunta sobre lo que acababa de ver.
Si se sentía solo, Marcel no lo veía; si había un lugar vacío, Christophe se lo guardaba para sí.
A medida que los meses llegaron al medio año, la vida secreta de Marcel comenzó a pesarle cada vez más hasta convertirse en un persistente dolor. Si pudiera hablar con Chris, si pudiera expresarlo con palabras… Y esta necesidad parecía mayor, no cuando estaba con ambos en la casa de los Mercier sino cuando se encontraba en su propia casa.
Julio iba avanzando y la muerte impregnaba la atmósfera. Marcel no podía escaparse, ni quería, cuando Zazu empeoraba. Pero un cristal lo separaba de sus seres queridos. A veces veía sufrir a su hermana detrás de ese cristal, o a Richard desgarrado entre las restricciones de un niño y el trabajo de un hombre, y a Lisette, entre las sombras de la habitación de la enferma, apartando la cabeza y mirando horrorizada el cuerpo marchito y torturado de su madre. Cuando Cecile acudía a visitarla se marchaba al instante, retorciéndose las manos y respirando entrecortadamente bajo el cielo nocturno.
Marcel oía las toses a través de la pared y miraba los objetos familiares de su habitación. Más tarde se preguntaba, mientras caminaba de un lado a otro, por qué le pesaba tanto su amor secreto. Cuando cogía la pluma la dejaba un instante después, y se sentaba de espaldas a la húmeda brisa en el antepecho de la ventana. Él la amaba, ella le amaba, ¿qué podía haber de malo en eso? Ansiaba estar con los dos, donde aquello no importaba, y se preguntaba la razón del miedo que lo atenazaba cuando pensaba en ello a solas.
Algo se le venía a la mente, más vago que un recuerdo, la imagen, conjurada por Christophe, de un hombre sentado en una habitación de París. «Es una decisión que el mundo no comprendería», había dicho el hombre. «La decisión está tomada, la lucha ha terminado… Una decisión que el mundo no comprendería». Era la palabra «decisión» la que se hinchaba oscureciendo una imagen que se hacía cada vez más familiar: el inglés Michael Larson-Roberts en ese hotel fantasma de París la noche que decidió llevarse a Christophe.
«Si pudiera tomar esa decisión…», murmuraba Marcel una y otra vez. Y finalmente, inquieto, dispuesto a poner en peligro todo el esplendor de su mundo clandestino, dejó el
garçonnière
la noche anterior a la desaparición de Lisette y encontró a Christophe a solas en el jardín trasero de la casa de los Mercier.
Un farol ardía en el cobertizo detrás de los árboles, donde Bubbles tocaba el piano que ya había restaurado. Una música suave, melódica, fantasmagórica llenaba el jardín. Christophe estaba tumbado en una cama portátil al raso con las manos tras la cabeza y una rodilla doblada. Cuando Marcel se acercó, el arco de un puro encendido descendió sobre sus labios.
—¿Cómo está? —le preguntó Christophe con voz afectuosa. Acostumbrados sus ojos a la penumbra, vio que Marcel no había entendido—. Zazu —susurró.
—Igual —respondió el muchacho.
Encontró un taburete de madera junto al cobertizo y lo acercó para sentarse apoyado contra el tronco de un árbol frondoso. El zumbido de los insectos daba vida a la noche, aunque no había muchos mosquitos.
—Nunca hablamos de lo que hay entre tu madre y yo —dijo Marcel.
Christophe se quedó callado. La luz del cobertizo dibujaba una luna en sus ojos. Marcel oyó la suave explosión de humo que manó de sus labios y respiró el dulce aroma del tabaco. Deseaba sacarse un cigarro del bolsillo, pero no se podía mover.