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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (65 page)

Lisette no apareció hasta la mañana siguiente al funeral. Los Lermontant habían enterrado a muchos leales sirvientes tanto para clientes blancos como negros, y lo hicieron tan bien como siempre. Una procesión de criados y amigos del vecindario siguió al ataúd hasta la tumba.

Cecile temblaba violentamente cuando sacaron el ataúd de la casa, y cerró enseguida las ventanas y las puertas como si quisiera evitar el paso de alguna amenaza. Marcel no quería dejarla sola, sabiendo que Marie no sería ningún consuelo para ella, y tras el breve ceremonial en el cementerio St. Louis se apresuró a volver a su casa.

Había llegado una nota de Anna Bella. Su madre parecía dormida tras la mosquitera, con la cabeza en la almohada. Por un instante lo único que Marcel vio de la nota fue una adornada caligrafía llena de arabescos, con hermosas mayúsculas. Luego, poco a poco, los sentimientos, perfecta y brevemente expresados, fueron dejando su impronta en él causándole un especial dolor. Anna Bella había comenzado su confinamiento. No había podido acudir. Marcel se quedó un momento con la nota en la mano, sin permitir que ningún pensamiento acudiera a su mente. Se veía a sí mismo en la Rue St. Louis acercándose a la puerta de Anna Bella. Pero Lisette… Lisette. Se metió la nota en el bolsillo y se fue a su habitación.

Lisette no le decepcionó. Volvió con los ojos rojos, el vestido sucio y un ajado ramo de flores en la mano. En cuanto Marcel la vio, con la cabeza caída a un lado como una flor marchita y arrancando los pétalos de los crisantemos que llevaba para dejarlos caer al suelo, todo su enfado desapareció.

—Ya la han enterrado,
michie
.

Marcel la siguió hasta su habitación, detrás de la cocina.

—Más vale que duermas, Lisette.

—¡Váyase al infierno!

Marcel se la quedó mirando. Lisette estaba tirando las flores por toda la habitación y pisoteándolas. Luego se arrancó el
tignon
de la cabeza y su pelo cobrizo brotó como un resorte en apretadas ondas. Lisette se rascó la cabeza.

Marcel suspiró y luego fue a sentarse en un rincón, en la vieja mecedora de Zazu.

—¿Recuerdas cuando murió el viejo Jean Jacques? —comenzó Marcel—. Tú rescataste su diario del fuego para dármelo.

Ella seguía en el centro de la sala rascándose la cabeza.

—Yo sí que me acuerdo, si tú lo has olvidado.

—Que Dios le bendiga. Es usted un hombre bueno.

—Mira, Lisette, sé que el dolor te está consumiendo, y sé muy bien lo que es sufrir. Pero
michie
Philippe está muy enfadado contigo, Lisette. ¡Tienes que comportarte!

—Venga,
michie
. ¿Tiene usted miedo de
michie
Philippe? —preguntó ella.

Marcel suspiró.

—Si lo que quieres es la libertad, ésta no es forma de conseguirla. —Se levantó para marcharse.

—¿Que no es forma de conseguirla? —Lisette fue tras él—. ¿Y qué tendría que hacer para conseguirla? —dijo furiosa.

Marcel volvió la cabeza de mala gana.

—Comportarte como si supieras qué hacer con esa libertad. Mira que escaparte cuando tu madre se estaba muriendo…
Michie
Philippe está harto de ti, ¿te enteras?

Marcel se arrepintió al instante. Los ojos de Lisette arrojaban llamas.

—¡Me prometió la libertad! —dijo golpeándose el pecho con los puños—. De pequeña me prometió que me dejaría libre cuando creciera. Bueno, pues ya he cumplido los veintitrés,
michie
, hace años que he crecido. ¡Y él ha roto la promesa que me hizo!

—¡Así no conseguirás nada! ¡Eres una estúpida!

—No, el estúpido es usted. Es un estúpido por creer a ese hombre. No se crea usted que lo enviará a París y que lo tratará como un caballero,
michie
. —Movió la cabeza—. Mi madre sirvió a ese hombre durante cincuenta años de su vida, le lamía las botas. Él le prometió que me dejaría libre antes de que ella muriera… y rompió su promesa. Si no me ha dejado libre antes de que ella desapareciera de este mundo, eso quiere decir que no me dejará libre jamás. «Ten paciencia, Lisette, sé buena chica, cuida de tu madre, ¿para qué quieres la libertad, Lisette?, ¿adónde vas a ir?» —Lisette escupió en el suelo, con el rostro desencajado.

—Él siempre ha sido bueno contigo —dijo Marcel en voz baja antes de encaminarse hacia la puerta de la cocina.

—¿Sí,
michie
? —Lisette le adelantó, cerró la puerta y se volvió hacia él de modo que por un instante Marcel quedó cegado y no vio más que un destello de luz en las grietas de la madera.

—¡Ya está bien, Lisette! —Era la primera vez que sentía verdaderas ganas de abofetearla. Fue a abrir la puerta, pero ella agarró el pomo. Apenas se distinguían los rasgos de su rostro y el ambiente de la cocina enseguida resultó sofocante. Marcel respiró hondo.

»Apártate, Lisette. —El sudor le corría por la frente—. Si mi madre se entera de esto, se lo dirá a monsieur Philippe.

Los ojos se le empezaban a acostumbrar a la penumbra, y por fin pudo verla. El rostro de Lisette era una mueca. Marcel olía el vino en su aliento.

—Si ha podido romper la promesa que me hizo a mí,
michie
, también romperá la que le hizo a usted. Usted se cree muy especial, ¿verdad,
michie
?, cree que porque la sangre de
michie
Philippe corre por sus venas no le engañará. Pues le voy a decir una cosa: con todos sus libros y sus escuelas, con su estupendo profesor y con la hermosa dama que tiene como amante delante de las narices de todo el mundo, no es usted tan listo. Porque esa misma sangre corre por mis venas,
michie
, y usted nunca lo imaginó siquiera. Tenemos eso en común, mi elegante caballero. ¡Yo soy su hija igual que usted! Se acostó con mi madre, como lo hizo con la suya. Y por eso nos sacó de Bontemps hace años, porque su esposa descubrió lo que usted ni siquiera ha llegado a sospechar en quince años.

Sólo se oía el sonido de su respiración. Marcel tenía la mirada fija en la oscuridad, sin ver nada.

—No me lo creo —susurró.

Lisette estaba totalmente inmóvil.

—¡No me lo creo! —repitió Marcel—. ¡Nunca os habría traído aquí!

—¿Que no? —protestó ella—. Madame Aglae le dijo: «Has deshonrado la casa trayendo a ella ese bebé cobrizo. No permitiré que mis hijos crezcan con esa niña. Ahora tendrás que acarrear con las consecuencias…».

—No. —Marcel movió la cabeza—. Él nunca… —«Nunca en mi vida he azotado a un esclavo, pero por Dios que a Lisette la azotaré. ¡Ahora eres su amo!»—. No, aquí no.

—Sí,
michie
, aquí, aquí. Y su madre, su hermosa madre negra, al verme me dijo, clavándome las uñas en el brazo… me dijo: «Si alguna vez le dices a alguien que eres su hija, te mataré». Se lo aseguro,
michie
, los hombres son ciegos como topos, pero las mujeres ven en la oscuridad. Así que, ¿qué le va a decir ahora a su hermana?

Marcel lanzó un largo gemido.

No era consciente de las vueltas que daba, sólo sabía que caminaba y que seguiría caminando hasta que se apaciguara el torbellino que tenía dentro. El hecho de que casi hubiera caído la tarde no significaba nada para él, ni el deambular por la Rue St. Louis, no lejos de la casa de los Lermontant. Sólo que no iba a ver a los Lermontant. Si esa noche tuviera que sentarse a cenar con ellos se volvería loco. Iba a otra parte, aunque tal vez no… podía tomar otra decisión… ninguna ley prohibía atravesar la puerta. ¿Y si se detenía allí, entre el perfume de los jazmines, sin más propósito que disfrutar del aroma un instante? A cada lado de la puerta se alzaban dos arrayanes con las claras ramas limpias como huesos bajo el rizado follaje, arrayanes como los del patio de madame Elsie. Tal vez Anna Bella había elegido la casa precisamente por esos arrayanes con sus frágiles florecillas rojas. Le llegó un aroma a jazmín. Marcel trazó caminando un pequeño círculo bajo el cielo nocturno. El mundo parecía vibrar con el canto de las cigarras. Detrás de los arrayanes se veía el resplandor de las ventanas de Anna Bella, y Marcel no tuvo dudas de que ella estaba allí. Nunca había anhelado tanto caer en sus brazos. No sabía si era una vergüenza o un horror. Pensó en Lisette dormida en la habitación tras la cocina, el vestido manchado, su cuerpo húmedo y tembloroso por el alcohol que había estado bebiendo durante tres días. Era la imagen perfecta de la desdicha, si no del infierno.

Vio una velada figura en la ventana de Anna Bella, oyó el crujido de la puerta y esperó que se produjera algún movimiento en el camino. La Luna se filtraba entre los árboles para proyectar sombras cambiantes sobre la silueta, el rostro pálido, el chal blanco.

Marcel la veía ahora claramente en la puerta.

—Marcel —le llamó—. Marcel, entra.

—¿Está él?

—No. ¡Entra!

Le pareció que llevaban hablando una hora.

Anna Bella, cubierto el abultado vientre con un ligero chal, se sentó en la mecedora a un lado de la puerta abierta. La brisa agitaba suaves mechones de sus cabellos. Había apagado la única vela, y Zurlina, para manifestar su desaprobación, se puso a trajinar en la sala contigua. No le prestaron ninguna atención. La puerta estaba cerrada, no podía oír. En realidad no se habían saludado formalmente. Marcel no le había tocado la mano siquiera ni le había dado un beso de cortesía en las mejillas, y ella tampoco pareció esperarlo. Anna Bella se había limitado a indicarle una silla. Marcel se sentía feliz hablando con ella, seguro de que le comprendía. No le sorprendió ver a la luz de la luna la ternura en sus grandes ojos castaños.

—No se lo digas nunca a nadie —dijo con voz apagada—. ¡No podría soportar que nadie supiera esto! No podría soportarlo. Me tienes que jurar que nunca se lo dirás a nadie.

—Ya sabes que no diré nada, Marcel. ¿Pero dónde está ella ahora? ¿Cómo vas a impedir que se vuelva loca y se haga daño?

—No lo sé. ¡No sé qué hacer con ella! No sé por qué no ha escapado de una vez por todas hace tiempo.

—Ésta es su ciudad, Marcel, ¿adónde iba a ir? ¿Cómo se iba a marchar de Nueva Orleans, alejándose de su propia gente? No. Ella quiere ser libre aquí, Marcel, y no vivir de un modo precario, sino bien establecida. Esto no quiere decir que luego no pudiera dar al traste con todas sus oportunidades. Pero ¿no crees que si se escapara,
michie
Philippe mandaría tras ella a la policía?

—Yo qué sé, Anna Bella. Si me hubieras preguntado ayer si monsieur Philippe hubiera sido capaz de poner a su propia hija, blanca o de color, a lamer las botas de su hermano y de su hermana, yo te habría contestado que no, que nunca, que los lazos de sangre significan algo para él y que nunca caería tan bajo. Pero es justo lo que ha hecho. ¡Es mi hermana! Y mi madre lo sabe, siempre lo ha sabido. —Marcel se interrumpió. Era éste un detalle importante que le causaba un dolor íntimo e intenso—. Marie ni se lo imagina —dijo con voz más tranquila—. Anna Bella, te aseguro que sabiendo esto ya no puedo estar bajo el mismo techo que Lisette. Y Marie pensará lo mismo. Pero si Lisette le cepilla el pelo todas las noches, va a por sus vestidos a la lavandería, maldice porque no han hecho bien el trabajo y vuelve a calentar la plancha por la noche después de recoger la cena… Yo la veo allí en la cocina, planchando los vestidos mientras Marie duerme. ¿Qué voy a hacer con ella? ¿Qué voy a hacer con mi vida?

No vio la expresión reservada de Anna Bella. No podía saber que Anna Bella había oído demasiados comentarios de Lisette, con su lengua afilada, para creer que amaba a Marie. Lisette jugaba con esos hermosos vestidos como una niña pobre juega con una muñeca.

—A mi parecer sólo puedes hacer una cosa, y creo que ya sabes cuál es. Tienes que lograr que
michie
Philippe cumpla su promesa. Lisette tiene que conseguir la libertad, no ya por su bien, sino también por el tuyo.

Marcel se quedó callado. En todo aquel día interminable no se le había ocurrido algo tan sencillo.

—Esa chica se está destruyendo de un modo que tú ni siquiera puedes imaginar —murmuró Anna Bella—. Con esa Lola Dedé, la hechicera vudú…

—Ya lo sé. ¿Pero cómo conseguirlo? ¡No le puedo pedir nada a monsieur Philippe! Si supieras cómo están las cosas con…

—No estoy diciendo que se lo pidas, Marcel, sino que consigas que lo haga, que es muy diferente. Tienes que írselo sugiriendo, tienes que convencerle de que lo mejor para todos sería que Lisette no anduviera por allí. Y no me digas que ese hombre va a subastar a su propia hija. ¿No lo ves? Tienes que convencerle de que la ausencia de Lisette sería una ventaja, que en casa habría mucha más paz. Hay que hacerlo poco a poco. Empieza por preguntarle si tiene pensado hacer algo. Tienes que ser inteligente.

—¡No puedo! Te juro que si estuviera ahora mismo en la ciudad, no sé si podría mirarle a los ojos. No podría estar bajo su mismo techo.

—No digas eso. No dejes nunca de mirarle a los ojos, y sobre todo no permitas que averigüe lo que sabes. Lo que tienes que hacer es dar con la mejor forma de liberar a esa muchacha sin que él se ponga furioso. Debes mantener tu orgullo en este tema, no sólo por ella, por ti también. —Anna Bella se detuvo, alarmada por su propia vehemencia—. No dejes que esto se interponga entre tu padre y tú, Marcel. Ya sabes lo que eso podría significar.

Marcel se quedó pensativo. Se acordaba de Zazu cuando él era pequeño: alta, esbelta, de color ébano. Recordó su silencioso servilismo, el decoro con el que servía siempre a Cecile, y el callado desprecio de ésta. Y Zazu había sido… Pero no, si lo volvía a pensar le cegaría la furia y sería incapaz de librar a Lisette de aquello y de librarse él también. Anna Bella tenía razón. Anna Bella casi siempre tenía razón.

—¿Y qué hará si queda libre? —murmuró—. En otros tiempos los mejores esclavos la cortejaban. Gastón el herrero, ¿te acuerdas?, y los negros que trabajaban en los hoteles… Pero últimamente, desde que frecuenta a Lola Dedé y a las otras mujeres en aquella casa…

—Todo a su tiempo —contestó Anna Bella—. Primero tendrá que conseguir la libertad. Es una muchacha inteligente, como tú y como yo, y con algo de dinero en el bolsillo puede conseguir trabajo como cocinera o como doncella. Yo misma se lo daría al instante, te lo aseguro, y le pagaría un salario decente…

—Tienes razón. —«Tengo que ser práctico, tengo que ser astuto, tengo que conseguirlo», pensó disgustado.

Se quedaron sentados un buen rato en silencio. Marcel probó por primera vez el vino blanco que ella le había servido.

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