La noche de todos los santos (68 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—Ten paciencia,
chère
, ten paciencia. —Louisa le cogió la carta a Colette.

—Seguro que se ha extraviado —dijo Colette—. Seguro que la invitación la recibió tu madre, ¿verdad?

Marie se las quedó mirando a las dos. Fue a decir algo pero se detuvo. Se inclinó hacia delante y miró el largo pasillo que se extendía detrás de la puerta del salón. Las contraventanas del otro extremo estaban abiertas y la luz la obligó a cerrar los ojos.

—No importa, ¿verdad? —susurró, dándoles la espalda, dolida.

—¿Y qué ha dicho? —preguntó Colette.

Marie movió la cabeza e hizo ademán de encogerse de hombros.

—Na recuerda haberla recibido —dijo con un débil hilo de voz. No quería hablar de eso, ni siquiera pensarlo. No era importante para ella—. Ah —respiró hondo—, monsieur Philippe recibió la carta esta mañana… Mamá ha dicho… que no puede ir.

—Bueno, es comprensible, estando monsieur Philippe en casa —admitió Colette—. Pero eso de no responder a la invitación… Seguro que ni la leyó.

—Es igual. Ahora tendremos que escribirle para explicarle que no podemos ir —dijo Louisa.

Marie se levantó de nuevo, con el rostro encendido.

—¿Que no podemos ir? Tenemos que ir, nos está esperando. Habéis dicho que el domingo… el domingo… —Miró a Colette. Su voz sonaba insegura y ronca después de la carrera, pero su mirada era firme, implorante—.
Tante
, ¿es que no lo entiendes? Nos ha invitado, a todos, nos ha invitado a tomar café…

—Pues claro que lo entiendo,
ma chère
—la interrumpió Louisa—. Y tu
tante
Colette también. Pero ya son las doce y treinta y cinco y no podemos…

Marie se llevó las manos a las sienes como si oyera un chirrido.

—Escúchame, Marie —dijo Colette—. Todo esto es un poco caótico. Tu madre no puede ir, y la invitación no ha sido respondida como Dios manda. Estas cosas hay que atenderlas con su debido tiempo… —Se interrumpió—. Bien —dijo de pronto, mirando a su hermana y a su sobrina.

—El caso es que se trata de una invitación especial —terció Louisa, abriendo de nuevo el periódico y cogiendo su monóculo—, teniendo en cuenta las visitas que has recibido del joven Richard.

—Pues justamente —le dijo Marie—. Justamente es eso.

—Y no está bien que nos apresuremos en algo así, y menos con gente tan… bueno, tan formal como los Lermontant.

—Tienes que comprender —interrumpió Colette con seriedad— que cuando dejas que un muchacho te visite tan a menudo y te acompañe a misa todos los domingos sin que tú prestes la más mínima atención a ningún otro…

—Sabía que antes o después madame Suzette nos invitaría —resolló Marie—. Yo… yo esperaba que… —Se apretó los labios con los nudillos.

Las tías se quedaron un momento en silencio, mirándola. Colette tenía el ceño fruncido. Ladeó la cabeza con aire escéptico. Luego se irguió y comenzó de nuevo:

—No se puede hacer una cosa así sin pensarla bien…

—¡No estarás diciendo que no vamos a ir!

Ya eran las dos cuando todo terminó. Marie estaba sentada en su silla, como aturdida. Llevaba un buen rato sin decir nada. Sus primeros argumentos habían sido refutados con facilidad: que no debía apresurarse, que había muchos muchachos, que Augustin Dumanoir era hijo de un plantador, que ella era muy joven, sí, una y otra vez, que era muy joven. Pero en algún momento habían cambiado las cosas en la habitación. Tal vez fue el tono de voz de Colette, una nota de impaciencia en sus palabras. Sin darse cuenta, Marie se había echado a temblar de la cabeza a los pies al oír su voz alterada, las palabras más lentas, cargadas con el peso de la verdad. Marie se llevó las manos a la cabeza, se apretó la frente con la palma. ¡No podía creerlo! Pero siempre era Colette la que finalmente llegaba a lo esencial.

—… Las fiestas son buenas para una joven… No hay nada malo en que recibas a todos los muchachos, siempre que estén todos invitados, siempre que… —Y así prosiguió, hasta que poco a poco fue llegando al meollo de la cuestión mientras corría el reloj, mientras la pequeña manecilla de oro pasaba de la una a las dos.

En la habitación no se oía más que el tictac. Colette escribía una nota en la mesa.

Louisa intentaba suavizarlo todo.

—Mira, Marie, aunque te fueras a casar con un muchacho de color si realmente fuera eso lo que desearas, y
michie
Philippe y tu madre dieran su aprobación y… bueno,
chère
, Augustin Dumanoir es hijo de un plantador, un plantador con tierras que se extienden todo lo que alcanza la vista a partir del río. No estoy diciendo que Richard Lermontant no pueda ser un buen marido, de hecho, si quieres que te sea sincera,
chère
, a mí siempre me ha gustado mucho Richard…

Colette dejó la pluma y se levantó.

—Ya está todo dispuesto —dijo seriamente—. No debes preocuparte de nada. Conozco a estas viejas familias de toda la vida. Conozco a las de Río Cane y conozco a las de aquí. Madame Suzette lo comprenderá. ¿Quieres llevarle esto a Jeannette, o se lo llevo yo misma?

—Ya se lo daré yo —dijo Louisa, poniéndose en pie.

Marie no se había movido. Miraba fijamente la nota. Sus tías se asustaron al ver la sombría expresión de su rostro. Louisa hizo un paciente gesto de «ya se le pasará», y Colette movió la cabeza.


Chère
, algún día, cuando seas más mayor, cosa que sucederá muy pronto —dijo Colette—, me agradecerás todo esto. Ya sé que ahora no me crees, pero es cierto.

—Dame la nota —pidió Louisa rápidamente.

Pero Marie tendió la mano.

—La llevaré yo. —Se levantó de la silla.

—Bueno, eso está mejor. —
Tante
Colette le dio un abrazo y la besó en las mejillas.

—No estamos diciendo que no puedas seguir Viendo a ese chico… siempre que veas también a los demás… —comenzó Louisa de nuevo, pero Marie salió de la habitación.

Tuvo que esperar cinco minutos en la trastienda hasta que Jeannette, que estaba arrodillada en el suelo arreglando el dobladillo del vestido de una dama blanca, se levantó rápidamente al verla.

—¿Está listo mi vestido verde de muselina? —susurró Marie.

—Sí,
mamzelle
—contestó la muchacha. Las otras costureras la miraron con cierto resentimiento cuando se llevó a Marie al pequeño probador—. Mire, es perfecto,
mamzelle
.

Marie miró fríamente los volantes.

—Pues ayúdame a vestirme. ¡Deprisa! —Con la nota había hecho una bola de papel.

Nunca había estado en esa casa. Había pasado por delante cien veces, pero nunca había traspasado el umbral. A veces se había quedado despierta por la noche, sabiendo que su hermano estaba allí.

Su mundo estaba hecho de pisos y pequeñas casas, siempre bien amuebladas pero lejos de la grandeza de aquella inmensa fachada que se alzaba tres pisos sobre la Rue St. Louis, con un gran montante sobre las puertas. No se detuvo a contemplarla, ni se paró a mirar las altas ventanas del ático ni las cortinas de encaje que aleteaban con cierto descuido en una habitación, porque si se detenía tendría miedo.

Desde que salió de la tienda, todo su temor había dado paso a una cólera tan intensa que no le había permitido la más mínima pausa ni vacilación.

Marie levantó la mano para llamar a la campanilla, que sonó a lo lejos, más distante que un inmenso reloj que daba las tres. Con la vista fija en el escalón de granito, se obligó a pensar tan sólo en el presente inmediato, y cuando le abrieron la puerta Marie no se dio cuenta de lo que le murmuró a Placide, el viejo criado, aunque sabía que había sido educada. Una gran escalera se alzaba ante ella, serpenteando tras un rellano en el que un ventanal dejaba ver un encaje de fronda y cielo. Marie se volvió despacio para seguir al anciano que la conducía hacia una enorme habitación. Allí estaba madame Suzette, lo supo antes incluso de levantar la vista. Muy despacio, como si el tiempo se hubiera detenido, la habitación fue grabándose en su mente. La mesa baja ante la chimenea de mármol, con las pastas y las tazas de porcelana, la mujer que se levantaba con las manos entrelazadas, destacando su cremosa piel marrón contra el vestido azul. Su rostro era sereno, quizá no hermoso pero sí atractivo, con grandes ojos oscuros, boca caucasiana generosa y las mechas grises en el pelo castaño. Había cólera en sus ojos, un atisbo de indignación, cuando se dirigieron hacia la figura de Marie en la puerta. Los labios no se movieron, pero la expresión cambió sutilmente de la cólera a la paciencia, y luego a una deliberada y cautelosa sonrisa.

—Así que han venido, después de todo —dijo con voz cortés.

—Madame, mis tías y mi madre sienten mucho… —comenzó a decir Marie—. Madame, mis tías y mi madre sienten mucho no poder venir. He venido… he venido sola.

La sorpresa mudó el semblante de madame Suzette, que se contenía como si no quisiera hacer un movimiento apresurado. Pero de pronto, en silencio, con elegancia, se acercó a Marie y le puso las manos en los hombros.

—Bueno,
ma chère
—dijo vacilante—, me alegro de que hayas podido venir.

No fue violento, lo que parecía un milagro. Madame Suzette comenzó a hablar de inmediato. No mencionó ni una vez a las tías ni a Cecile, no hizo preguntas, y parecía capaz de llevar toda la conversación dando ella misma las respuestas más lacónicas a base de monosílabos. Al principio habló del tiempo, como suele hacerse, para pasar luego a otros temas triviales: ¿Sabía coser Marie?, llevaba un vestido encantador. ¿Había abandonado definitivamente el colegio después de la primera comunión? Bueno, quizás había sido razonable.

En el momento más indicado se levantaron para visitar la casa. Entonces fue más fácil. Fue más fácil preguntar por el cristal de la vitrina o por la mesa venida de Francia. El jardín era tan hermoso que Marie sonrió enseguida. Por fin subieron las escaleras, hablando de Jean Jacques que había hecho la mesita del vestíbulo superior.

—Y ésta,
ma chère
, es la habitación de mi hijo. —Madame Suzette abrió las puertas dobles. Marie sintió un peculiar placer al verla, al pensar de pronto, incoherentemente: «Sí, la habitación de Richard». Por un instante quedó sorprendida al ver su daguerrotipo junto a la cama—. Ya ves —rió madame Suzette cogiéndolo—, ya ves que te admira mucho.

El dormitorio de ella estaba en la parte trasera. Podía ser encantador, Marie no estaba segura, porque en cuanto hubieron entrado madame Suzette la llevó a una pequeña sala adyacente que en otro tiempo habría sido el cuarto de los niños y que ahora era donde ella trabajaba. Su voz se tornó más sería entonces, más sencilla. Se enzarzó en explicaciones sobre su sociedad benéfica y las obras que realizaba. Unas dos docenas de mujeres pertenecían a las familias de abolengo, otras provenían de familias nuevas —hizo ademán de encogerse de hombros—, pero todas estaban unidas por un solo propósito: que ningún niño de color pasara hambre, que ningún niño de color estuviera descalzo. Hasta las niñas más pobres tendrían hermosos vestidos para hacer la primera comunión, y si existía en la parroquia una sola anciana sin atención, debían saberlo de inmediato. Madame Suzette no hablaba con orgullo sino con total embeleso. Ella misma llevaba un año confeccionando vestidos de primera comunión. Cogió con las manos la diáfana rejilla con la que se hacían los velos. Marie la observaba ahora con más intensidad, más directamente que antes, porque madame Suzette ya no la miraba a los ojos, apartaba la vista sin darse cuenta, y Marie la veía como si estuviera cerca y lejos al mismo tiempo. Ahora tenían bajo su responsabilidad a diecisiete huérfanos, decía con un leve aire de preocupación, y no estaba muy segura de que estuvieran bien atendidos; dos en concreto eran muy pequeños para estar trabajando tanto en las casas donde los habían alojado.

—Es muy importante que aprendan a ganarse la vida —explicaba. De pronto, sumida en sus pensamientos, dejó que el silencio cayera sobre ellas.

Marie la veía perfectamente contra las estanterías de tela blanca doblada, cestas y madejas de hilo, su alta y redondeada figura reflejada en el suelo inmaculado. La luz del sol se vertía por las finas cortinas de las ventanas.

—En realidad, por más que una haga, es una labor que no se acaba nunca —dijo, casi para sí.

Un pequeño reloj dio las horas en la casa y, tras él, el reloj del abuelo en el piso de abajo. Madame Suzette miraba fijamente a Marie con expresión pensativa y muy afectuosa. Marie se dio cuenta de que madame Suzette se acercaba, pero lo hizo tan deprisa, tan silenciosamente, que casi no se enteró hasta que le rozó la mejilla con los labios. Marie se echó a temblar de pronto y se llevó la mano a los ojos. No, aquello no podía sucederle ahora, después de todos sus esfuerzos no podía flaquear en ese momento, no podía perder el control.

Pero temblaba con tal violencia que ni siquiera podía evitar hacer mido. No podía, no quería levantar la vista. Madame Suzette la conducía a través del dormitorio. Vio entre lágrimas las flores de la alfombra y las rizadas hojas que parecían extenderse hacia fuera como si la habitación no tuviera límites.

—Lo siento, lo siento mucho —iba susurrando—. Lo siento mucho… —Una y otra vez. Le pareció oír palabras afectuosas, palabras sinceras que la acariciaban, pero que sólo la acariciaban por fuera, dejando en su interior el mismo caos oscuro, el mismo sufrimiento. Las lágrimas no dejaban de fluir.

Entonces se oyó una voz dulce y grave, tan baja que Marie pensó que era una ilusión.

—¡Marie!

—Es Richard,
ma chère
—dijo madame Suzette.

Ciegamente, ignorando a la mujer generosa y amable que tenía al lado, Marie se agarró a Richard y enterró el rostro en su cuello. Sentía contra ella el suave rumor de su voz y el mundo no le importaba.

—Marie, Marie —susurraba él, como si hablara con una niña.

Cuando se marchó eran más de las cuatro y media. Richard, su madre y ella habían estado charlando tranquilamente como si no hubiera pasado nada, como si Marie no se hubiera echado a llorar sin explicación. Tomaron café y pastas, y Richard advirtió a su madre que si se echaba tres cucharadas de azúcar, luego tendría que tirar la cena. Marie había tenido tiempo de recobrarse. Madame Suzette le cogía la mano con afecto y la conversación fluía con dulzura.

Por un momento temió verse obligada a explicar por qué cuando, en la pequeña sala, madame Suzette le habló de los huérfanos sintió ella un anhelo tan inmenso, tan desesperado, que su cuerpo reflejó el dolor de su alma. Pero no podía explicarlo porque ella misma no lo comprendía. Las sociedades benéficas no eran algo nuevo para Marie, hacía años que oía hablar del tema, sus tías regalaban telas y su madre daba de vez en cuando ropa vieja. Pero tal vez aquellas cosas habían sido para ella algo irónico, lejano, trivial, no lo sabía muy bien. Ahora una certeza luchaba por cobrar forma en su interior, aunque nunca lograra expresarse: en su vida había sentido tanto respeto, tanta confianza por otra mujer como la que ahora sentía por madame Suzette, nunca había conocido a una mujer que mostrara tal entereza, sencillez y fuerza, que siempre había asociado a los hombres, y todo eso unido a los habituales aderezos femeninos que habían sido para ella signo de vanidad durante las insoportables horas que había pasado con la aguja, haciendo encaje para adornar los respaldos de las sillas.

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