La noche de todos los santos (67 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—¿Pero es que se dedica a rodar por las calles con el abrigo puesto?

—IV—

D
e nuevo el mismo sueño vago, al filo de la pesadilla, y la excitación cada vez mayor hasta que Marie se despertó empujando el colchón con las manos, el cuerpo rígido, la excitación culminando en una serie de deliciosas convulsiones. Le desagradó el sonido de su propio gemido. Se tumbó avergonzada boca arriba y miró aturdida a través de la bruma de la mosquitera los familiares muebles de su pequeño dormitorio en el piso de sus tías. De modo que el sueño la había seguido también hasta allí y, a pesar de la enorme y pesada puerta de ciprés, sus tías podían haber oído sus apagados gemidos.

Se incorporó y se apretó la mejilla con la mano. La excitación comenzaba a remitir. Sintió un escalofrío cuando las gruesas trenzas le cayeron sobre los hombros, frotándole los pezones.

Ya llevaba un año teniendo el mismo sueño, con su inevitable y estremecedor placer, y sabía sin que nadie se lo dijera que estaba mal. Pero lo que no entendía era la causa de aquella peculiar y aterradora cruz. En algún recoveco de su mente yacía el sencillo hecho, no examinado, de que nunca, en todos los años de su infancia, había oído salir de la cama de su madre otro sonido que no fuera la respiración agitada de monsieur Philippe, y en ese mismo recoveco había comenzado a cobrar forma, como una telaraña, la sórdida sospecha de que las mujeres que sentían aquel placer exquisito y extenuante eran mujeres despreciables, mujeres como Dolly Rose y las muchachas que habían ido a vivir a la casa de Dolly Rose. Tan abominable y obsesivo le parecía que las últimas semanas Marie se aterrorizaba con sólo ver pasar a una de esas mujeres, y constituía un gran alivio para ella que Dolly Rose apenas apareciera ya en público.

Pero si se ponía a pensar en eso se echaría a llorar, como siempre, y una oscura rabia acompañaría a sus lágrimas, unas lágrimas que, lejos de ser un desahogo, no harían sino producir un nuevo caos que tendría entonces que contener.

Se apoyó en la almohada. El placer se había desvanecido, y la habitación, oscura y pequeña, estaba en silencio. El sueño volvió a su mente en toda su sencillez: Marie estaba en una casa desconocida, con Richard. Los dos avanzaban por habitaciones desiertas. Eso era todo, en realidad. Nada brutal, nada vulgar, pero aun así estaba cargado con aquel placer sobrecogedor que luego se disipaba poco a poco, como por decisión propia.

Era impredecible. El sueño podía no aparecer durante un mes para luego presentarse varias noches seguidas. Marie conseguía interrumpir el placer, sin embargo, si se despertaba a tiempo, se incorporaba de inmediato y salía de la cama. Pero muchas veces no lo hacía. Esa mañana no lo había hecho, y se sentía furiosa consigo misma. Fuera cual fuese la verdad sobre las mujeres, decentes o indecentes, nadie tenía que decirle que aquel goce era un pecado en una muchacha soltera. También era cierto que el placer del sueño no era más que una expresión, más brillante y sin trabas, del que sentía cada vez que tocaba a Richard, cada vez que estaba con él.

¿Habría comenzado Richard a sospechar? Echaba de menos a Richard con todo su corazón. Anhelaba verlo y sabía que de haber estado él presente en el momento de su despertar no le habría negado nada por nada del mundo, ni por coquetería, ni por astucia, ni por su reputación ni por Dios, y tenía la opresiva y casi desesperante sensación de que Richard había comenzado a comprender que ella sentía aquella pasión cegadora y que por eso no debían estar los dos a solas. Marie no era una dama que protegiera su virtud; ya hacía tiempo que no la tenía. Era Richard el que la protegía, Richard, que se encontraba con ella sólo en las veladas que sus tías seguían ofreciendo en su honor y la acompañaba sin falta a la misa de los domingos. No se arriesgaba a pasar ni un momento de intimidad con Marie, y ella, distraída a menudo por los rumores y las charlas intrascendentes que se oían en la sala, no podía pensar en otra cosa.

Pero mejor así.

Porque el niño a quien ella creyó amar el año anterior no era más que el precursor del hombre a quien amaba ahora. Hubo una época en la que aún podía contar sus encuentros, los breves
tête-à-tête
robados en las veladas, los paseos a la salida de la iglesia, con Lisette detrás. Había podido invocar en su mente una docena de brillantes y sutiles imágenes de Richard que habían marcado las etapas de su amor, cada vez más profundo, imágenes en las que se recrea como quien se deleita ante un daguerrotipo o un grabado, memorizando cada detalle. Pero ya había perdido la cuenta hacía mucho: habían pasado demasiadas cosas entre ellos, habían pasado demasiados ratos juntos contándose sus vidas cotidianas entre susurros, la voz de ella muy clara y apagada, la de él cargada de inflexibles exigencias. Vidas y muertes ajenas a ellos mismos los había unido también en otros salones donde la gente lloraba y Richard, nunca tímido pero tampoco efusivo con ella, se encargaba de la familia del difunto y del entierro con gran madurez. Fue después de la muerte de Zazu, sin embargo, al comienzo del verano, cuando Marie se llevó de él la más indeleble impresión, al verlo entrar de improviso en la habitación de la muerta. Marie tenía miedo, no sabía cómo preparar el cadáver para el entierro y rezaba para que Zurlina acudiera a ayudarla y para que Marcel no se hubiera ido a deambular por ahí dejándole aquella carga a ella sola.

En ese momento apareció Richard.

—Sal, Marie —le dijo con firmeza—. Déjamelo a mí.

Richard se quedó allí toda la noche y el día siguiente, conduciendo por la escalera a las cocineras y doncellas del vecindario, escuchando con paciencia sus apagados elogios, poniendo en agua las flores que traían para disponerlas en torno a la pequeña habitación. No dio ninguna muestra de intimidad con ella, ni siquiera cuando la miraba, y ninguna timidez infantil le impedía decirle de vez en cuando que tenía que dormir, que bebiera un vaso de agua, que saliera de aquel ambiente sofocante. Aquél no era el niño de sus primeros encuentros. Aquél era el hombre por quien su admiración estaba en consonancia con su gran amor. No podía vivir sin él.

No viviría sin él, aunque fuera tan sólo por la hora que pasarían juntos esa semana en el salón de sus tías o por los cinco minutos arrebatados a sus mutuos recados para encontrarse en las puertas de la Place d'Armes. Richard era su vida, como era su vida la atormentada pasión que sentía por él, y Marie la sufriría en silencio, la enterraría mientras avanzaba inexorablemente hacia un futuro con Richard donde su dolor se disiparía. Era impensable que una vez que estuvieran juntos aquel placer fuera indecente. Marie se dejó invadir de nuevo por la abrumadora sensación de su presencia. No era un sueño sino el mismo Richard el que la estrechaba de súbito entre las sombras junto a la puerta de su casa, correspondiendo con su propio cuerpo a esa pasión, deseándola incluso cuando se apartaba de ella para marcharse. No, si Richard también la sentía, esa pasión no podía separarlos, no era la vergüenza lo que motivaba sus precauciones sino la bondad que siempre le había caracterizado. Richard esperaría, igual que ella.

Marie se había levantado de la cama sin darse cuenta. Sumergió un paño en el agua tibia de la jofaina y se lavó la cara. No tuvo ninguna sensación de frescor. Agosto era demasiado húmedo, demasiado tórrido. Tenía que salir a la calle ya, antes de que apretara el calor del mediodía. Tenía que volver a su casa.

Llevaba una semana viviendo en aquella habitación.
Tante
Josette no la necesitaba, ya que nunca venía del campo a la ciudad, y sus tías estaban encantadas de que Marie se quedara. Su madre lo sugería cada vez con más frecuencia, nunca directamente a Marie, sino de forma solapada a monsieur Philippe: en la casa hace tanto calor, monsieur, sí, Marie debería quedarse con sus tías. Y ella se marchaba a pasar allí una noche, dos días, esta vez una semana, y monsieur Philippe, que llevaba en la casa más de un mes, no daba señales de querer volver a Bontemps.

Marie agradecía la intimidad de aquel estrecho y oscuro dormitorio hendido sólo por algún rayo de sol que lograba penetrar en el callejón, con sus muebles oscuros, la mesa de
tante
Josette, los libros de
tante
Josette. Era un rincón remoto comparado con lo transitado que estaba su saloncito en su casa. Pero a veces se sentía como en el exilio. ¡Su madre no la quería en casa! Se preguntaba qué obstinado orgullo impedía a Cecile enviarla a vivir con sus tías para siempre. No era monsieur Philippe, que siempre estaba preguntando por ella, ni Marcel, que de inmediato sentiría la separación. No, el que mantenía a raya el sordo desdén de Cecile hacia su hija era un personaje riguroso, exigente y a la vez esquivo que acechaba sobre el hombro de Cecile.

Marie volvió a meter el paño en el agua, lo retorció y se enjugó los ojos. Necesitaba ropa de su casa. Si monsieur Philippe había salido, habría vuelto con algún regalo para ella y mandaría a alguien a buscarla. Echaba de menos a Lisette, la echaba mucho de menos. Desde la muerte de Zazu, Lisette parecía haberse convertido en la criada perfecta, a veces incluso tierna no ya con ella sino con Marcel. Y él siempre se esforzaba para tenerla contenta. Fue Marcel, naturalmente, quien la defendió ese mismo verano de las iras de monsieur Philippe, que afirmaba que podía azotarla por haber abandonado el lecho de muerte de su madre. Marie se quedó horrorizada, pero Marcel, con más inteligencia incluso que la que nunca había mostrado Cecile, lo tranquilizó: Lisette se estaba portando muy bien ahora, hasta le había preparado una cena especial, había estado todo el día preparándola, se lo suplico, monsieur, ¿no podría darle por lo menos otra oportunidad? Y era ahora también Marcel el que se oponía al último y más ambicioso proyecto doméstico de monsieur.

Sí, la casa requería otro criado, pero monsieur Philippe no quería meter a una esclava desconocida bajo su techo, no, Lisette debía adiestrar a una niña fuerte y sana. Doce años sería una edad ideal, declaró una noche durante la cena, para que Cecile pudiera moldearla a su gusto. Sólo Marie y Marcel parecieron ver la sombra que atravesó el rostro de Lisette.

—En pocos años —dijo monsieur Philippe—, tendrás la mejor doncella que puedas desear, con todo lo que Lisette le habrá enseñado. Y mientras tanto… bueno, Lisette dispondrá de otro par de manos. Dios sabe que resultaría más barato. —Se sintió disgustado consigo mismo al oír sus propias palabras.

—Pero monsieur, ¿no es demasiado para ella ahora? —intervino Marcel, con naturalidad—. ¿No le parece que Lisette necesita ayuda en la cocina cuanto antes? Tardaría demasiado tiempo en adiestrar a una niña.

Suave, sutilmente, fue haciendo la misma sugerencia otras noches, pero los días pasaban sin que monsieur acudiera al mercado de esclavos, sin que hiciera llamar al notario Jacquemine. Monsieur Philippe desayunaba bourbon al mediodía y hacía gala de su puntería dejando caer las ostras crudas justo en su copa. Lisette, con la escoba en la mano, lo miraba ceñuda, llameantes y suspicaces sus ojos amarillentos, con los párpados entornados.

Si estuviera allí podría ayudar, pensaba Marie. Siempre era ella la que doblaba los manteles de lino y retiraba la porcelana. No, ni siquiera en la sosegada comodidad del dormitorio de
tante
Josette dejaba de pensar Marie en su casa, porque a pesar de todo lo que allí había sufrido seguía siendo su hogar.

Subió las escaleras corriendo y sin aliento. Era una locura correr por las calles al mediodía en pleno mes de agosto, pero además parecía lo menos indicado en una jovencita que acababa de celebrar su decimoquinto cumpleaños. Marie, no obstante, había cubierto a la carrera todo el camino desde su casa a la tienda de sus tías, y no le importaba. Se detuvo en el pasillo para recuperar el aliento. Se sacó del bolso la carta de madame Suzette y con un suspiro entró al salón.
Tante
Colette dormitaba junto a la ventana, con las cortinas entrecerradas de modo que impidieran el paso del sol pero no el de la brisa.
Tante
Louisa estaba en la mesa con el
Sylphes des Salons
de París y un monóculo en el ojo.

—Ah, Marie,
chère
—murmuró con suavidad, como si no quisiera disipar el aire fresco de la umbría habitación—. ¿Has estado en tu casa?


Tante
. —Marie la besó con la respiración entrecortada, e inmediatamente se sentó frente a ella.
Tante
Colette se levantó, protegiéndose los ojos de un rayo de sol que entraba por las contraventanas, y miró el reloj de la repisa de la chimenea.

—No leas con esta luz, Lulu —dijo. Luego se dirigió a Marie—: ¿Has cogido tus cosas?

—Sí, pero mirad, mirad… —Todavía no había recuperado el resuello y tenía mucho que explicar.

—¿Pero qué te pasa? —Colette se levantó y le puso la mano en la cabeza—.
Mon Dieu
.

—Es una carta,
tante
—dijo Marie—. Una carta de madame Suzette.

—¿Para quién es esa carta,
chère
? —Colette la cogió, se la apartó de los ojos para poder leerla y luego la giró hacia la luz con una risita.

—¿Qué ha dicho tu madre? ¿Le parece bien que te quedes? —preguntó Louisa distraídamente, sin dejar de volver las hojas.

—Sí, sí. —Marie movió la cabeza. Las tonterías de siempre. A su madre siempre le parecía bien, pero ellas no dejaban de preguntar: «¿Le has pedido permiso a tu madre? ¿Estás segura de que tu madre…?».


Tante
, madame Suzette nos invita a tomar café, a todas… esta tarde —dijo Marie.

—¿Esta tarde? —Louisa dejó el monóculo y miró el reloj—. ¿Esta tarde?

—La invitación llegó la semana pasada. —Marie volvió a sacudir la cabeza—. Pero debió de extraviarse, y no hemos respondido.

—¿Que debió de extraviarse? —repitió Louisa—. ¿Pero si son las doce y media,
ma chère
? Cómo vamos a ir a tomar el café esta tarde.

Colette se había llevado la carta a la ventana y la sostenía ante los finos rayos de luz.

—Con razón el domingo después de misa me dijo que esperaba vernos a todas el martes por la tarde. La verdad es que por más vueltas que le di no acerté a imaginar a qué se refería con eso de vernos el martes por la tarde. —Dobló la carta—. ¡Qué es eso de que la invitación se extravió!

—Pero,
tante
, todavía hay tiempo —dijo Marie—. No tenemos que ir hasta las tres y… —Se interrumpió. Tenía tanto calor que se había mareado. De pronto se arrellanó, arrancando un crujido de la pequeña silla estilo reina Ana, y se llevó las manos a la cara. El moño le hacía daño en la nuca y le parecía que hasta la ropa le pesaba y la arrastraba hacia el suelo—.
Tante
, tengo que contestar ahora mismo y decirle que iremos. Jeannette puede llevar la carta.

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