Cecile soltó un gemido. Marie abrió la puerta y salió corriendo hacia la calle.
Irrumpió sin llamar en el vestíbulo de los Mercier y vio a Christophe a través de las puertas abiertas del aula. Él salió al instante y la llevó a un rincón, lejos de las miradas curiosas de sus alumnos.
—
Michie
Christophe —dijo ella sin aliento—, por favor, escriba a mi hermano, escríbale ahora mismo, dígale que venga a casa, lo necesito… Yo conozco a mi hermano, conozco a mi hermano… —balbuceó, vagamente consciente de que no era posible que Christophe entendiera nada. Le cogió la mano—. ¡Dígale a mi hermano que estoy con mis tías y que lo necesito ahora mismo!
A
última hora de la tarde, Richard estaba cansado. Su madre había insistido en que la acompañara a casa de sus primas Vacquerie, descendientes del hermano de madame Suzette, con la excusa de que desde que se había hecho mayor apenas podía llamarlas ya primas. De niño iba a jugar con ellas a menudo. Le encantaba aquella familia de modales apacibles, una casa de mujeres de no ser por el primo Gregoire que llevaba el negocio familiar, un colmado. Pero hacía ya tres años que no las veía más que en las escaleras de la iglesia.
Era una familia refinada, sin los alardes de los Lermontant. Entre el mobiliario de su modesta vivienda se incluía un puñado de tesoros rescatados de la revolución de Santo Domingo, y allí se hablaba del régimen de la vieja plantación como si ese mundo no hubiera desaparecido. De hecho en la familia se contaban pequeñas anécdotas de la vida cotidiana con diminutivos cariñosos para personas que hacía cincuenta años que habían muerto. En las tranquilas habitaciones umbrías de su casa uno tenía la impresión de vivir en un antiguo mundo que no podía adaptarse a la próspera Nueva Orleans del presente.
No hubo sorpresas para Richard. El jardín trasero con los robles gemelos estaba tal como lo recordaba, y la casita de juguete que construyera el primo Gregoire para sus hijas, aunque ajada por el implacable clima de Luisiana, seguía estando allí. En el interior, sin embargo, todo era ruina: juguetes rotos, muñecas abandonadas y polvo, porque Isabella, la más joven, tenía ya dieciséis años.
Precisamente cuando estaban sentados juntos en el salón, mientras Isabella le mostraba entusiasmada los nuevos daguerrotipos que habían sacado a toda la familia, Richard comprendió la razón de aquella visita y se quedó pensando en silencio, con chocante viveza, lo que sería estar casado con aquella chica tan dulce. Sería una buena esposa para cualquiera. Sus soñolientos ojillos castaños emanaban generosidad y tenía una combinación de rasgos que Richard siempre había encontrado muy seductora: una generosa boca africana con una larga nariz caucasiana. Todas serían buenas esposas, pensó estúpidamente: la prima Isabella, las primas Raimond de Charleston e incluso aquellas bellezas de ojos verdes, las hijas de Renée Lermontant, descendientes de un hijo ilegítimo de Jean Baptiste que poco tenían que ver con los Lermontant que se habían convertido en la
famille
, pero que vivían con todo lujo puesto que Renée Lermontant poseía una próspera taberna en Faugbourg Marigny.
En los últimos meses su madre le había hecho ponerse en contacto con todas y cada una de esas primas, salvo con las de Charleston, que venían de visita con bastante frecuencia. El propósito de madame Suzette era distraer a Richard, tranquilizarlo, protegerlo de los truculentos y desdeñosos caprichos de Cecile Ste. Marie, y Richard lo sabía. Pero nada podía consolarlo de la posible pérdida de Marie. Estaba desesperado desde la muerte de monsieur Philippe, y su madre debería saberlo, pensaba Richard. Por una vez, no estaba siendo muy oportuna.
Cuando se marchaban, Isa bella los acompañó hasta la puerta.
—Tienes que venir a vernos —le dijo madame Suzette besándola en las mejillas—. El domingo que viene, después de misa.
La sumisa reverencia que hizo la joven traslucía un toque de melancolía. «Y yo soy la causa de todo esto», pensó Richard sombrío. A las corteses invitaciones de su madre, él no pudo añadir más que una educada despedida.
Caminaron en silencio, Richard cogiendo a su madre del brazo para guiarla por los inevitables charcos y piedras de la calle.
—Pensé que te sentaría bien salir —le dijo ella por fin.
—Mamá, tengo que ver a Marie. Quiero ir ahora mismo a casa de madame Louisa.
—No, hijo. Espera que vuelva Marcel. Marcel era ahora el cabeza de familia, esté o no esté preparado parí ello. Tu padre hablará con Marcel.
—No, mamá. —Richard movió la cabeza y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Tengo que veril ahora mismo.
Aquella obstinación no era propia de Richard. Llevó a madame Suzette por la Rue Rampart, ayudándola con elegancia a pasar por las cunetas llenas de agua, levantándola ligeramente por la cintura para subirla a la acera. Pocos pasos más adelante, en la Rue St. Louis, veían las lámparas de gas junto a la puerta de su casa, encendidas ya a las cinco de la tarde ante el cielo oscuro y plomizo.
—Hijo mío, no hay ninguna razón para que tengamos que aguantar el insulto —dijo—. Somos los Lermontant. —Este último comentario, pronunciado col orgullo, era tan impropio de madame Suzette como impropia era la terquedad en su hijo.
Richard tenía la mirada perdida en el ocaso al que el cielo invernal despojaba de todo color.
—Mamá, no puedo esperar. —Le dio el brazo para ayudarle a subir los escalones pero él se quedó en la acera.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó madame Suzette—. ¿Qué te está pasando?
—Tengo que ir, mamá —insistió él.
—Que no se entere tu padre. —Madame Suzette abrió la puerta y Richard sonrió débilmente, sabiendo que aquello significaba que ella no diría nada.
Para cuando llegó a la tienda de ropa de la Rue Royale y tocó el timbre, había comenzado a caer una lluvia fría. Llamó de nuevo después de esperar unos tres minutos y se metió bajo la arcada donde no podía ser visto desde las ventanas de arriba.
Llamó una tercera vez, y una cuarta. La lluvia caía ahora con fuerza.
Una desagradable sensación lo dejó paralizado. Se acercó muy despacio al centro de la calzada y miró hacia el piso de encima de la tienda. El agua chorreaba por el yeso amarillento de la fachada y por las oscuras contraventanas verdes antes de caer a la calle. Al alzar la cara la lluvia le golpeó la frente y los párpados. De pronto se puso las manos alrededor de la boca, respiró hondo y gritó con la grave resonancia de su pecho:
—¡Marie! ¡Marie!
Nada se movió arriba.
—¡Marie! —gritó otra vez. Oyó entonces un pequeño ruido tras las contraventanas de la casa vecina—. ¡Marie!
Retrocedió lentamente, tropezando casi con un carro que pasaba. Un pequeño grupo de transeúntes se había detenido a mirar bajo una marquesina. Una mujer pasó por delante de la tienda de ropa escrutándolo con suspicacia bajo el ala oscura de su sombrero.
—¡Marie! —gritó de nuevo. Sin esperar respuesta se agachó de pronto, cogió una piedra del barro y la tiró contra las altas ventanas. Un murmullo se alzó entre los que lo rodeaban. Una carreta crujió tras él y le obligó a subir a la acera. Richard tiró otra piedra.
—¡Lermontant! —se oyó de pronto una voz.
Salió de su estado de concentración al notar que lo sacudían y se encontró frente a frente con el notario Jacquemine. Detrás de él venía una mujer de rostro oscuro que, con la cabeza ligeramente ladeada, miraba a Richard con ojos enormes e inexpresivos por encima de su bufanda de lana. Richard sintió un escalofrío y apenas oyó la voz del notario:
—Está usted dando el espectáculo, Lermontant. ¿Pero qué le pasa?
La mujer de rostro oscuro era Cecile Ste. Marie, que con su conjunto de lana y sombrero se daba ahora la vuelta levantando la cabeza y clavándole de nuevo un ojo abierto, salvaje, como el ojo de un pájaro.
—No se quede aquí en la calle, por el amor de Dios —dijo Jacquemine. Pero Cecile Ste. Marie había echado a andar y el notario tuvo que correr para alcanzarla. Un caballo salpicó de barro el abrigo de Richard.
El joven se quedó allí inmóvil. Un espasmo le encogió el estómago al ver desaparecer a las dos figuras, el notario mirando nervioso hacia atrás mientras resollaba por mantener el paso apremiante de Cecile.
Encima de él, las ventanas seguían cerradas como antes, como ojos ciegos.
Marie lloraba sentada en el salón a oscuras, con los codos sobre la mesa.
Tante
Colette miraba la calle a través de las rendijas de las contraventanas.
—Quiero que salgas de la habitación —le dijo sin volverse a Louisa.
—¿Por qué?
—Porque ya es hora de que tenga una charla con esta jovencita —respondió Colette—. Ya es hora de que hablemos a solas.
Louisa no se quería marchar. Se quedó allí mirando a su hermana, pero Colette la empujó hacia el pasillo y cerró la puerta.
Dos lámparas de aceite ardían en la repisa de la chimenea. Colette giró las llaves de bronce para avivar la llama y luego miró a Marie que seguía sentada en la mesa redonda con la cabeza gacha y las manos cubriéndose la cara.
—Ya es hora de que acabemos con tantas contemplaciones —dijo Colette— y vayamos directamente a los hechos.
—Era Richard, ¿verdad? —dijo Marie entre lágrimas—. Sé que era él.
—Deja de hacerme esa pregunta. Ya llevamos días con el cuento de «pobre
bébé
» y «pobre
bébé
» y «pobre
bébé
que acaba de perder a su padre», y «pobre
bébé
que se ha llevado un golpe terrible» y, «que descanse la pobre…».
—¡Era Richard! —insistió Marie.
—Bien, me parece que ya es hora de ir a los hechos.
—¡Qué hechos! —exclamó Marie con amargura, los ojos llenos de lágrimas y estremecida por los sollozos—. ¿Que mi madre quiere que acepte a un hombre blanco como protector? ¡Eso es lo que también queréis vosotras! Es lo que siempre habéis querido, ¿verdad? —Quiso apartar la mirada, pero captó algo de reojo, una tensa expresión en el rostro de Colette, algo muy ajeno al cálido afecto que perpetuamente se respiraba en aquel piso—. Eso es lo que quieres tú también, ¿verdad? Es lo que siempre has querido. Cuando me llevabais a misa, cuando recibíais a Richard, era todo pura hipocresía…
—Ya he oído suficiente. Ya estoy harta de lágrimas, de quejas y de tonterías. —Marie se la quedó mirando, perpleja—. Pues claro que te llevaba a misa. Toda mi vida he estado yendo los domingos a misa, los días de fiesta y los días de cuaresma. Pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que tu hermano no tiene ni un centavo a su nombre ni tu madre nada que llevarse a la boca. No tenéis nada, sólo esa casa y lo que lleváis puesto. Cuando tu padre estaba vivo —prosiguió acercándose a la mesa—, todo era distinto. Tu padre era rico y tu madre también, y si tú querías desperdiciar tu vida con un muchacho de color, era cosa tuya. Pero ya estoy harta de tanto egoísmo. ¿Qué quieres hacer? ¿Desfilar por el pasillo de la iglesia vestida de blanco mientras todos piensan que eres una idiota, porque eso es lo que pensarán, y dejar que tu madre y tu hermano tengan que vender los muebles para vivir y acaben vendiendo la casa? Y qué harían los elegantes Lermontant, ¿pagar a Marcel una miseria por trabajar para ellos con las mangas remangan das, lo justo para mantener a Cecile en una habitación! alquilada? ¿O se convertirán en los parientes pobres que tengan que vivir de la caridad de la sociedad benéfica mientras Marcel da clases a los niños y acompaña a las ancianas a misa? ¡Estás loca, niña! ¿Y crees que tu madre accederá alguna vez a vivir en casa de los Lermontant? Aunque ellos la aceptaran y le dejaran una habitación del ático llena de ratas y arañas, tu madre preferiría morir.
Colette se acercó más a Marie, que la miraba muda, y puso las manos en la mesa para inclinarse hacia delante.
—Escúchame. Durante dieciséis años has tenido lo mejor. Todos los vestidos que has querido, todas las joyas de mi joyero, perlas, diamantes, sedas de París, sombreros nuevos recién llegados, zapatillas, pomadas, perfumes. ¡Lo mejor! Y has podido tenerlo porque tu madre lo conseguía para ti o porque Louisa y yo lo conseguíamos para ti. ¡Ahora es el momento de que nos correspondas! No estoy dispuesta ni mucho menos a entregarte a ese negro de la funeraria y a su tacaña familia burguesa. Ni hablar, por nada del mundo. Tú vas a venir conmigo a los bailes y vas a conocer a esos caballeros blancos que no podían quitarte los ojos de encima en el Théâtre d'Orleans, que no pueden quitarte los ojos de encima cuando te ven volviendo de la comunión en misa. Tú vas a venir conmigo y vas a conseguir el mejor enlace que sea posible para esta familia. Y vas a poner a tu hermano en el barco de París, lo vas a llevar a un sitio donde pueda casarse con una mujer que le respete y le mire como a un hombre. ¿Pero tú por qué crees, por qué crees que tu madre hizo jurar a tu padre que enviaría a Francia a Marcel para que se educara, para que fuera a la Sorbona y todas esas tonterías? ¡Aquí no hay vida para tu hermano! Ahora bien, tu lo vas a sacar de aquí y vas a conseguir unos ingresos holgados para tu madre, para que pueda mantener la casa. Tú puedes conseguir todo eso, Marie, lo puedes conseguir así de fácil. —Chasqueó los dedos. Marie se los quedó mirando y Colette volvió a chasquearlos, apretando sin darse cuenta los dientes—. ¡Así de fácil! ¡Así de fácil!
Colette se dio la vuelta y con los brazos cruzados comenzó a pasear por la sala, la cabeza baja, los labios fruncidos. Marie no la miraba. Tenía los ojos fijos en la mesa y los brazos yertos en el regazo.
—Bien, te voy a decir lo que vas a hacer —dijo Colette—. Vas a descansar un poco y vamos a esperar que pase un tiempo, un lapso decente, y luego tú y yo vamos a ir a ver a Celestina Roget. No hace falta que te diga que quien está cortejando a Gabriella, como tú ya sabes, es Alcee LeMaitre, uno de los blancos más ricos de la costa. Bueno, pues vamos a hablar con Celestina, vamos a hablar de los bailes y de la mejor forma de hacerlo. Y luego serás la joven más solicitada de la ciudad.
Marie se levantó, miró despacio en torno a la habitación. Vio el chal en una silla junto a la puerta, se acercó a cogerlo y se lo echó sobre los hombros.
—Vete a tu habitación —dijo Colette— y déjame a mí los detalles.
—Me voy a casa —replicó Marie con un hilo de voz—. Voy a ver si mi hermano ha vuelto.
—Tu hermano no va a volver hasta que se lo diga tu madre, y tu madre no te quiere en la casa.