La noche de todos los santos (80 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La corta y amarga carcajada de Marcel le dio la respuesta. ¿Cómo podía uno comparar esas generaciones? La mente se extraviaba.

—Christophe es un europeo —dijo Marcel, más para sí mismo que para su tía—. Mientras viajaba por las capitales más antiguas del mundo contrajo una grave afección de tedio.

—¡Dónde hemos llegado! —suspiró ella. Luego, tras considerarlo un momento, añadió, para sobresalto de Marcel—: ¿Y Juliet, mi querido sobrino? —Le disparó una sutil sonrisa—. Pero no, tú eres un caballero, y los caballeros no deben ir contando historias.

El rostro de Marcel era una máscara.

—No sé a qué te refieres,
tante
.

—Bueno, mi querido sobrino —dijo ella arrastrando las palabras—, si hubiera visto tus brillantes ojos azules en mi juventud, yo misma me habría saltado todas las reglas para hacerte un sitio en mi cama.

Marcel se limitó a sonreír y movió la cabeza, encogiéndose de hombros.

Marcel seguía leyendo, pero no era la historia personal de los que tenía en torno a él lo que le subyugaba sino la misma historia de la revolución. Jean Jacques tenía razón cuando le decía que fueron las
gens de couleur
las que prendieron la chispa al polvorín de la colonia. Le sorprendió descubrir el nivel al que había llegado su gente, la riqueza, el número de plantaciones, la impresionante cantidad de personas que adquirieron una educación, el hecho de que finalmente se alzaran para reivindicar sus plenos derechos. Luego vio la Revolución francesa,
Liberté, Egalité, Fraternité
. Debió parecer algo muy grande. ¿Quién podía haber imaginado en 1791 que la isla apestaría a sangre y fuego durante décadas, que su fantástica riqueza sería consumida y esparcida y sus lujosas capitales quemadas hasta los cimientos?

¿Por qué volvían los blancos una y otra vez? ¿Por qué se quedaron? Debió de seducirles la riqueza, las viejas leyendas de fortunas amasadas de la noche a la mañana. Los
petits bourgeois
de París se hicieron millonarios con una sola cosecha de café, tabaco, caña. Los mejores hombres de Napoleón habían utilizado toda su fuerza y sus reservas para someter la isla y la perdieron para siempre en 1804, siendo la colonia más rica de la corona francesa.

¿Y quién podía negar la grandeza alcanzada por los esclavos rebeldes? El mismo Toussaint, un leal criado a la edad de cuarenta y un años, ¿habría soñado alguna vez con un destino así? ¿Soñó alguna vez que tomaría las riendas de las fuerzas rebeldes en aquella salvaje batalla campal para convertirlas en un disciplinado y casi invencible ejército de soldados dispuestos, con un coraje fanático, a luchar hasta la muerte? Los franceses lo atraparon finalmente, engañándolo con mentiras. Marcel se angustió al leer el relato de la muerte de Toussanint en una húmeda mazmorra en suelo francés.

¿Pero y los otros? ¿Y Dessalines, a quien las tías de Marcel habían llamado una vez «el diablo negro», el hombre que masacró a los blancos confiados que se quedaron para reconstruir la República de Haití? ¿Quién podía negar el valor de ese hombre y la autoridad que tenía entre sus soldados?

¿Y el emperador, Henri Christophe, que nació siendo criado y estaba destinado a construir en el extremo norte de la isla una poderosa fortaleza donde gobernaría un reino de cuento de hadas, siempre preparado para una invasión francesa que nunca se repitió?

Pero lo que más le emocionaba era su propia gente. Comprendía su dilema y la frecuencia con que sufrió la explotación y la desconfianza por parte de ambos bandos. Lucharon mucho tiempo con los franceses y luego contra ellos, con los negros y contra los negros. Al parecer, sólo cuando se dieron cuenta de que únicamente sus esfuerzos combinados podrían expulsar para siempre a los europeos del suelo haitiano, surgió entre hombres negros y hombres de color un concepto de hermandad, nacido de la necesidad, e incluso entonces la isla quedó dividida en dos, porque mientras el negro Henri Christophe reinaba en el norte, Pétion, un hombre de color, gobernaba en el sur.

A veces Marcel tenía la impresión de que nunca podría abarcar el cuadro completo. Dibujaba mapas, hacía pequeños planos de las batallas y otros eventos y leía una y otra vez los horrorosos relatos de los viajeros. Lo que veía con claridad era que en Haití su pueblo había tenido un poder y una historia que no se parecía a nada de lo que él había conocido en su nativa Luisiana en su propia época. Esas personas se habían levantado en armas por sus derechos y en la actualidad vivían junto con los negros en la República de Haití, en una isla del Caribe, como hombres totalmente afrancesados.

Pero lo que no sabía era cómo separar una historia noble de aquel mundo de horrores. Haití estaba empapada de sangre humana. Marcel se estremecía al leer sobre esclavos torturados, quemados, asesinados por los franceses, y sobre la cólera que habían manifestado esos mismos esclavos cuando se rebelaron.

Pero en último término, ¿qué tenía todo eso que ver con él? ¿Qué tenía él que ver con el siglo anterior, con su barbarie casi incomprensible, con un mundo de
gens de couleur
que convertía el suyo propio en algo pequeño y estéril?

Una noche de finales de octubre fue al salón a dejar un par de volúmenes en la librería de
tante
Josette y se la encontró escribiendo todavía en el libro de la plantación, a la luz de una vela, frotándose los ojos enrojecidos con la mano izquierda.

—Léeme esto, Marcel —dijo ella, sentándose muy erguida y apretándose las sienes—. Acerca la vela.

En cuanto se sentó en el sillón vio que era una lista de nombres escrita aquel día. Lo que
tante
quería oír era la columna de números que había frente a los nombres. Marcel leyó la mitad antes de darse cuenta de que eran los nombres de los esclavos y los números indicaban el peso del algodón que cada hombre o mujer había recogido durante la jornada. Sintió entonces una extraña repugnancia. En su mente había estado librando batallas campales en las colinas haitianas, pero se dio cuenta de que esas mismas batallas le habían producido un asco y una opresión que parecían tan inveterados como la vida misma.

—¿Está bien,
tante
? —preguntó.

Josette asintió y se reclinó en la silla. Tenía agitado su pecho enjuto, y se apretaba la frente con las manos. A Marcel le pareció una imagen muy masculina e interesante.

—Perdimos mucho en la depresión del 37 —dijo ella—. Tiene que ser una buena cosecha, y lo es. Estaremos recogiendo por lo menos hasta enero.

—¿Podría pasar aquí lo mismo que en Santo Domingo,
tante
?

Ella se quedó en silencio un momento, como si se estuviera concentrando en el cambio de tema.

—Nunca —contestó—. Aunque lo que no sé es cómo convencer de ello a la población blanca de estos estados del sur. Vivimos todos los días a la sombra de aquellos tiempos. Dame el libro,
mon cher
, tienes que irte a la cama.

—¿Cómo es que vivimos a la sombra de esos tiempos? —Marcel se levantó y puso el libro delante de Josette.

—Cada año las cosas nos resultan más difíciles, Marcel. Todos los años se aprueban leyes encaminadas a restringir nuestros derechos. Todos los años, mientras las fuerzas abolicionistas del norte crecen en alcance y volumen, a nosotros nos presionan y nos amenazan desde todos los lados. Supongo que es necesario haber visto Santo Domingo para saber que Estados Unidos es un mundo aparte, pero por este rincón perdido hay cientos de pequeños plantadores y granjeros que jamás han visto la isla y que viven con el terror de un levantamiento similar. No, si quieres conocer mi opinión, aquí nunca sucederá. Aquí ha pasado algo distinto. —Se levantó, cerró el libro y le dio a Marcel la vela—. Toma, llévatela si quieres. Yo siempre he podido ver en la oscuridad.

—¿Pero qué es lo que ha pasado? ¿Por qué aquí es diferente? —Claro que había leído sobre las atrocidades cometidas en nombre de la disciplina rutinaria en las plantaciones de Santo Domingo, atrocidades que ni se les ocurrirían a los plantadores de Luisiana, pero Marcel quería oírlo de labios de su tía. Todo aquel conocimiento yacía en torno a él, le cegaba y le perdía en cierto modo.

Josette salió al pasillo y se encaminó hacia la delicada escalera que conducía a su habitación en el ático.

—Santo Domingo fue colonizada por hombres sin escrúpulos que trabajaban la tierra sólo el tiempo suficiente para dejarla en manos de sus capataces y que luego se marchaban a vivir con todo lujo en el extranjero —dijo ella—. Aquella tierra era el paraíso, no te lo puedes ni imaginar: los árboles cargados de fruta, el clima siempre suave y un aire limpio del mar. Las fortunas se amasaban demasiado deprisa. Los hombres hacían trabajar a sus esclavos hasta matarlos, porque los beneficios que obtenían con aquel sistema siempre les permitían comprar otros. Éste es un país diferente, ha evolucionado de otra manera. La gente vive en una tierra que le pertenece, los esclavos han sido mantenidos una generación tras otra, domesticados no mediante atrocidades sino con un sistema mucho más sutil y eficiente, un sistema con la precisión y la inexorabilidad de una desmontadora de algodón o una refinería de azúcar. No, aquí no podría pasar lo mismo porque los hemos derrotado, los hemos amedrentado y los hemos aplastado completa y definitivamente.

Marcel apagó la vela al salir al porche.

La noche era negra sobre el paisaje rural y cobraba vida con el infinito manto de diminutas estrellas. Más allá de las hileras de arrayanes, detrás de la cocina, se veía el resplandor de una luz en la aldea de las cabañas de esclavos. El aire le llevó hasta el más leve rumor de una risa. Le pareció oír a lo lejos una triste canción, pero no podía estar seguro. Llevaba ya un mes en Sans Souci y jamás se había acercado a la larga hilera de cabañas, aunque a veces se asomaba por la mañana a la ventana de su habitación para mirar aquellas distantes figuras diminutas que atravesaban los campos. Le vinieron a la mente los nombres que había leído en el libro de la plantación: Sanitte, Lestan, Auguste, Mariette, Antón… Gimió para sus adentros entre las sombras del porche, sin dejar de mirar aquella luz que de pronto se atenuó tras las ramas de los árboles y pareció extinguirse. ¿Cómo vivirían allí? ¿Temerosos y sumisos, sombríos y desdichados, como tantas veces había visto a Lisette mientras se inclinaba sobre el fuego de la cocina en verano, o habría un cierto grado de paz en la resignación? De pronto, frenético, se enjugó los labios con el dorso de la mano, incapaz de proseguir con aquellos pensamientos.

Claro que conocía a los criados de la casa, los veía todos los días: la hermosa Toinette, que le traía la bandeja del desayuno con el ramito de rosas, el pequeño Narci que atendía a su yegua, o Celeste, que todas las noches se ponía junto al viejo Gregoire para irle tendiendo los platos mientras él servía la cena justo detrás de la silla de
tante
Josette. Pero ellos eran la aristocracia destilada y selecta de la pequeña nación de esclavos. ¿Y Sanitte, Lestan, Auguste, Mariette, Antón… con la espalda partida por el peso del algodón, los ojos inevitablemente entornados al mirar un campo que para ellos se había convertido en la miserable medida del mundo?

«Es un accidente que cualquiera de nosotros estemos aquí… Todo es un accidente, pero no nos molestamos en pensar en ello porque eso nos confunde, nos sobrecoge. No podríamos vivir nuestras vidas día a día si no nos contáramos mentiras sobre las causas y los efectos». Era un accidente, pues, que hubiera nacido él allí, entre la rica y educada elite de color de Nueva Orleans, un accidente, un accidente. La palabra se repetía una y otra vez en su mente, como un tambor. ¿Y si… y si hubiera nacido allí fuera? No podía acercarse a aquellas cabañas, ni en la negra oscuridad de aquella noche ni de ninguna otra noche. No podía correr el riesgo de descubrir allí un sistema tan consumado y perfecto que pudiera aplastarlo si lo atrapaba entre sus fauces. Y aquella era una plantación pequeña, a escala humana, una comunidad viva en comparación con las vastas empresas industriales que flanqueaban las orillas del Misisipí, donde esclavos anónimos eran tratados como muías. Se metió las manos en los bolsillos, encogiéndose como si el aire fuese frío le dio la espalda a la aldea que se había desvanecido en las tinieblas con la extinción de aquella única luz, recorrió la ancha galería y se sentó en una silla en la parte frontal de la casa. Luego se reclinó hacia atrás, con las manos en la nuca, y volvió a mirar las infinitas estrellas.

Sólo un atisbo de luz brillaba en las lejanas aguas del río. Los árboles eran monstruos contra el cielo. Marcel dejó vagar la mente hacia su casa, libre de toda distracción, y recorrió con la imaginación la pequeña comunidad del barrio francés como un fantasma de puntillas, observando a todos sus respetables amigos, los Lermontant, los Roget, los Dumanoir, Christophe enamorado de sus libros y sus alumnos, Marie soñando con casarse bajo un palio de flores. Luego, sin peso, de inmediato, volvió a aquella silenciosa casa de campo y a las generaciones de aquella familia de la Riviére aux Cannes que habían dejado que se acumulara una capa de polvo sobre las secretas historias de Santo Domingo, tal vez sin llegar a sospechar nunca su existencia. ¿Cómo podían formar parte de los ejércitos que se enfrentaban en la Plaine du Nord o de los soldados que a caballo, con los ojos dilatados y la antorcha al viento, atravesaban al galope una ciudad en llamas? Mi gente, mi gente, mi gente. Marcel oía las palabras en sus labios mientras las lágrimas le surcaban en silencio las mejillas. Ojalá, ojalá, ojalá supiera qué soy.

Se había quedado dormido en la silla. Cuando abrió los ojos el cielo clareaba gris sobre el río.

Se habían abierto las puertas exteriores de la casa y en el porche resonaban fuertes pasos. Sus primos, Gastón y Pierre, llevaban las botas de montar y sus relucientes escopetas al hombro.

—Vamos, Marcel —comenzaron como siempre, dándole un cálido apretón de manos—. Tenemos ahí una yegua negra tan vieja y dormilona que podrías montarla con las manos atadas en la espalda. ¡Narci, trae la yegua!

El pequeño Narci acababa de traer los caballos de sus primos, esbeltos zainos castrados que se agitaban y pateaban en el camino y parecían los animales más peligrosos que había visto Marcel en toda su vida. Pero había desaparecido de pronto la reserva que le había mantenido hasta entonces en ese nuevo mundo. Marcel cedió. Para Navidad se había entregado por completo, sin vanidad y sin restricciones, a la vida del plantador de aquellos parajes.

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