Marie era muy consciente de la mano de su madre en el hombro, dolorosamente consciente de la proximidad del cuerpo de Cecile. Sus pechos, altos y firmes bajo el fustán, despertaban en ella una vaga sensación de disgusto. Miró la mesa y vio asombrada que una mano le cogía el brazo. Se inclinó hacia su madre y la notó toda trémula bajo el vestido y el olor a rosas.
—Ésas son decisiones que debemos discutir todos juntos. Necesitamos a Marcel —dijo Marie.
De pronto su madre se sentó en una silla y tendió el brazo con tanta brusquedad que la joven se asustó. Cecile le quitó las horquillas del pelo suavemente, con destreza, y con una expresión tan ceñuda que su rostro, tan terso como el de una niña, se convirtió en una máscara de preocupación. Marie estaba perpleja. Sentía que el moño se le deshacía y que el cabello le caía sobre los hombros. Era una sensación de alivio. No pudo resistir la tentación de frotarse la cabeza con los dedos. Cecile le miraba el pelo con las horquillas en la mano. Marie estaba confusa porque, al sentir el contacto de su madre, había experimentado el agradable placer que siempre sentía cuando le tocaban el pelo. Ella no quería nada de su madre, y mucho menos placer, intimidad, afecto. Su madre no le había tocado el pelo desde que era muy pequeña.
—Es muy hermoso —dijo Cecile, cogiéndole un mechón de rizos. Aquello era realmente increíble.
—Como el tuyo —contestó Marie con frialdad.
—Sí, pero es en lo único que nos parecemos. —Cecile la miró a los ojos, sin inquina—. Eres tan hermosa como dice todo el mundo. He tenido celos de ti desde que naciste.
—Mamá, no digas esas cosas. —Marie se echó hacia atrás. No había pronunciado la palabra «mamá» desde hacía años. ¡Años! Siempre decía «tu», y cuando hablaba con otros decía «ella» o «mi madre», por lo general un levísimo gesto de desdén. La gente solía sorprenderse al ver su expresión cuando hablaba de su madre, y a Marie le gustaba, disfrutaba cuando advertía aquella chispa de inquietud en los ojos de Gabriella. «Todo el mundo debe de saber que nos odiamos». Ahora Marie, ruborizada, miraba fijamente al suelo.
—Pero es cierto —insistió Cecile—. Te he odiado por ser hermosa, cuando otras madres se habrían sentido orgullosas.
—Entonces no hables de ello. Es mejor que no hablemos… —murmuró Marie.
—¿Por qué? ¿No estás cansada de la tensión, no estás cansada del odio que hay entre las dos? ¿No quieres que se acabe? Ahora sólo nos tenemos la una a la otra.
—Tenemos a Marcel. —Marie alzó la vista, pero no pudo mantener la mirada de Cecile—. «Está loca —pensó—. El dolor le ha hecho perder la cabeza». Estoy cansada, me voy a acostar.
—Dame el jerez —le dijo su madre.
Marie se lo acercó, aliviada de poder retirarse. Sirvió una copa y se alarmó un poco al ver que su madre la apuraba de un trago y se servía otra.
—Cómo calienta. —Era una frase que utilizaba mucho monsieur Philippe cuando llegaba a casa en una noche fría y se tomaba un buen whisky. «Cómo calienta».
Marie se acercó a la chimenea y atizó el fuego. Su madre se estaba tomando el tercer jerez.
—¿A ti te gustaba? —preguntó Cecile, como si supiera que Marie estaba pensando en monsieur Philippe—. Ya sé que le querías, pero dime… ¿te gustaba?
—Mucho.
Cecile se reclinó en la silla con un gemido y pasó la vista por el techo mientras movía las manos febrilmente por el pie de la copa.
—Si no hubiera muerto en mi cama, nunca me habría creído su muerte. Pienso que me habría pasado el resto de mi vida esperando que entrara por esa puerta.
—Vamos al piso —dijo Marie.
—No, quiero estar a solas contigo. —Cecile movió la cabeza—. No sabes lo tímida que era al principio, ni te lo imaginas. Tú sólo conoces a la mujer que ya estaba acostumbrada a él y que tanto le amaba. No tienes ni idea de cómo era al principio. Yo me escondía. Ellas querían llevarme a los bailes y yo cerraba mi puerta con llave y me escondía. Tenía veinticuatro años. ¡Estaba aterrorizada! En la tienda me pasaba el día entero de rodillas arreglando los dobladillos de las mujeres blancas, con la boca llena de alfileres… —Se miró las manos y se pasó el pulgar por la punta de los dedos—. No hacía más que pincharme con los alfileres. Incluso ahora me resulta casi insoportable enhebrar una aguja. —Cerró los ojos.
Marie la miraba fijamente. Nunca, nunca había oído a su madre contar nada de aquello. Sólo muy de vez en cuando se había quejado de que odiaba coser.
—Y luego trajeron a ese viejo al piso, ese viejo… —Cecile se quedó pensativa.
—¿Qué viejo? —preguntó Marie, todavía con el atizador en la mano. Un débil rayo desoí atravesaba los árboles al otro lado de la ventana para caer sobre los anillos de su madre. El jerez relumbraba en la copa. Cecile tenía los labios húmedos y brillantes.
—Magloire Dazincourt —dijo con burlona dignidad—. Magloire Dazincourt. Era tan viejo que podía haber sido mi padre y tenía los dientes amarillos. Fue él quien construyó esta casa, no tu padre, y los niños que hay en el cementerio son suyos, no de monsieur Philippe. No te lo imaginabas, ¿verdad? «¿Qué vas a hacer?, me preguntaba Colette continuamente. ¿Arrojar el corsé al fondo del armario y convertirte en una solterona? Tienes veinticuatro años, ¿qué vas a hacer?» —Cecile se volvió hacia Marie, y con una extraña sonrisa dulce y amarga a la vez añadió—: No querían tenerme a su cargo para siempre. No se lo reprocho.
—Eso no me lo puedo creer —susurró Marie—. Te habrían cuidado siempre, te cuidarán… —Se interrumpió.
—¿Ahora? —concluyó Cecile—. ¿Eso es lo que ibas a decir? —Marie, al no encontrar la hostilidad que esperaba, se quedó confusa.
Cecile bebió otro trago de jerez y frunció el ceño, inclinándose bajo el rayo de sol. El polvo revoloteaba a su alrededor; el mismo polvo que en la iglesia, bajo similares rayos de sol, había hecho pensar a Marie en la Anunciación, la palabra de Dios a la Virgen. Las diminutas partículas parecían ser un espíritu en la luz.
—No tuve la fortuna de que ningún hijo sobreviviera durante la época de monsieur Magloire, y él murió el mismo día que quedó terminada esta casa. Pero la casa es mía y los muebles también, todo lo que hay aquí es mío. Era un hombre generoso. Lo cierto es que tenía un joven amigo que luego cuidó de mí, un hombre tan guapo que la gente volvía la cabeza al verlo pasar. Era tu padre, monsieur Philippe.
Cecile se giró hacia a su hija. Marie, totalmente fascinada por la historia, la miraba fijamente.
—Así que la solterona, a la edad de veinticinco años, cazó al guapo plantador que podía haber elegido a la mujer que se le hubiera antojado. —Cecile sonrió—. Lo hice bien.
Marie asintió.
—Y te digo una cosa —suspiró de pronto Cecile, echando atrás la cabeza de modo que sus pechos parecían más altos, más llenos. El sol brillaba en su cuello y su voz se había tornado grave y ronca—. En aquellos días los tenías en la palma de la mano. Podías tener cualquier cosa, lo que quisieras. Más tarde se volvían prácticos, tenían otras cosas en qué pensar. Pero al principio… —Soltó una carcajada—. ¡Al principio eran tuyos! ¡Podías tener diamantes si querías! —Tocó con la mano derecha los anillos de la izquierda—. Diamantes y champán.
Marie tenía los ojos muy abiertos, con expresión de incredulidad. Su madre le estaba mostrando un alma cuya existencia ella ni había sospechado. La encontraba abominable pero fascinante a la vez. No podía apartar la vista de Cecile.
—Las dos somos mujeres —decía su madre como si hablara con el rayo de sol—. Somos mujeres —repitió. Se pasó la lengua por los labios, bebió un trago de jerez y miró la copa—. Yo tuve suerte —dijo, entornando los ojos—. Eso decían todos, que estuve en el lugar adecuado en el momento preciso. Dijeron de mí las mismas cosas horribles que dicen de la estúpida de Anna Bella. —Cecile miraba de nuevo a Marie con expresión de total sinceridad—. Sé que fue así porque los conozco, los conozco a todos. —Hizo un gesto furioso hacia el mundo en general.
».¿Pero tú? —prosiguió—. A ti, pase lo que pase, no podrán decirte que has tenido suerte. Tú puedes tener todo lo que quieras, y ellos lo saben, lo saben todos. Louisa, Colette, Celestina y todos los demás. ¿Qué podrían decir? Tú has vencido su inquina con tu belleza. Si entraras en ese salón de baile caerían todos de rodillas. Sí, te odiarían, te odiarían como te he odiado yo, pero sólo encontrarían palabras para decir “qué hermosa es, mira qué piel más blanca, qué pelo, qué ojos… puede tener todo lo que quiera, no tiene más que tender la mano para cogerlo”. La hija de Philippe Ferronaire. Te aseguro que todos los hombres de la sala caerían de rodillas.
—No —susurró Marie.
—Ven aquí. —Cecile apartó la copa de jerez hacia Marie—. Ven aquí.
—No.
—Es cierto —sonrió su madre—. Pero tú no te lo crees, ¿verdad? Nunca lo has sabido. Colette me dijo una vez que si yo te decía que eras hermosa tú lo creerías, que soy tu madre y tú no te ves hermosa en mis ojos. Yo siempre he pensado, con dolor de corazón, que me despreciarías cuando te convirtieras en mujer, cuando vieras mi piel negra…
—¡Yo nunca te despreciaría por eso!
Cecile se echó a reír. Le brillaban los ojos. Bebió otro sorbo de jerez.
—Entonces siéntate a mi lado, toma una copa conmigo. Te necesito. Ahora te necesito.
Marie estaba inmóvil como una estatua. Ladeó la cabeza y luego, muy despacio, se acercó a la silla. Su madre le ofreció el jerez, y Marie lo cogió pensando que los labios de su madre habían tocado la copa y que le resultaba repugnante. Miró a Cecile a los ojos.
—Es cierto —dijo su madre—. Es cierto. Eras tan tan hermosa… —Entornó los ojos, dolida—. ¡Eras tan bonita! Cuando eras pequeña y yo salía a pasearte las mujeres blancas me paraban para hacerte cumplidos, te cogían y te besaban y pensaban que yo era tu criada, ¿lo sabías? ¡Pensaban que yo era tu niñera! —Se inclinó hacia delante con los ojos medio cerrad os—. Pensaban que era tu niñera negra.
Marie movió la cabeza. Se levantó con la mano al pelo que volvió a caer como un velo.
—Oh, Dios mío —murmuró.
—¿Sabes una cosa? A veces me pregunto… —Cecile le echó atrás la cabeza. Movió la mano nerviosa y casi inconscientemente se la llevó al cuello y se tiró de la cinta de terciopelo con el broche de duelo hasta que se soltó. Luego bajó la mano hacia el pecho y desabrochó los botones de azabache—. Me pregunto —suspiró— cómo habrían sido las cosas si el blanco hubiera sido él, si tú hubieras tenido su pelo rizado. Yo no habría podido hacer nada y Lisette te lo habría tenido que planchar…
—Mamá —susurró Marie—. Marcel es un hombre muy guapo.
—Hmm. —Cecile pasó por alto su comentario—. Me pregunto si te podría haber querido entonces, si te habría planchado el pelo rizado y te habría echado polvos en la piel negra. Me pregunto si te habría abrazado, si te habría protegido, si habría tenido miedo por ti como siempre lo he tenido por él. No creo que haya pasado ni un solo día sin tener miedo por él. —Cecile cerró los ojos mordiéndose el labio. Dobló los brazos como para acunar a un niño invisible y comenzó a mecerse emitiendo un suave gemido—. Yo he visto cómo os mira la gente cuando estáis juntos, cómo te miran a ti y cómo lo miran a él. Dios mío —susurró cerrando otra vez los ojos—. He visto cómo se lo quedaban mirando pensando que era… y que tú eras… —Hizo una mueca de disgusto y se estremeció.
—Sí —dijo Marie, con los ojos llenos de lágrimas.
—Tú has sentido ese mismo miedo.
—Sí, siempre… —Con él, con Richard, con Rudolphe…
—Si hubiera podido ir a París, si hubiera podido salir de aquí… Y tú, tú que podrías tener la Luna si quisieras, lo estás tirando todo, lo estás tirando todo…
—¡Yo amo a Richard Lermontant!
Su madre apartó la cara con una mueca, como si Marie le hubiera asestado un golpe.
—¡No puedes! —exclamó—. No puedes hacerte eso a ti misma. ¡No puedes hacerle eso a él! —Miró a Marie a los ojos intensamente y le cogió el jerez de la mano—. ¿Es que no lo ves, es que no lo comprendes? Los Lermontant no son nada, convertirán a Marcel en un dependiente, en un tendero, le pagarán una miseria y Marcel será un desgraciado toda su vida. ¡Pero tú puedes impedirlo! Puedes hacer lo que quieras, ¿no lo entiendes? Te aseguro que durante el primer año, cuando todo es reciente y están locos por tilos tienes en la palma de la mano. ¡Si entras en esa sala de baile todos caerán de rodillas! Estarán dispuestísimos a librarse de tu hermano, lo enviarán al fin del mundo si tú se lo pides. París…, ¿qué significa París para ellos? Tienen una riqueza que tú nunca has soñado. Oooooh. —Se meció en la silla y se llevó la copa a los labios—. Puedes hacerlo, puedes dejarlo claro desde el principio. —Descargó la mano izquierda sobre la mesa—. O envían a tu hermano a París, o nunca te tendrán. Y te desearán,
ma chère
, más de lo que puedes imaginarte, te desearán con toda su alma, desearán esa piel blanca en una negra, te desearán como no puedes imaginar…
Marie se había llevado la mano a la boca y se apretaba la mejilla con los dedos, mirando a su madre con los ojos cada vez más abiertos.
—Tienes que hacerlo. Tus tías estarán encantadas —prosiguió su madre con una amplia sonrisa y el labio tenso y trémulo—. Te prepararán una boda por todo lo alto, sacarán el hilo de oro para hacerte el traje. Ah, les encantará, estarán en la gloria, irán corriendo a ver a Celestina, irán a todas las viejas familias, inspeccionarán todas las ansiosas ofertas, podrán elegir entre los linajes de abolengo…
Marie había empezado a retroceder antes incluso de levantarse. La silla cayó hacia atrás y luego a un lado. Ella se quedó en el rincón, agarrando con la mano el marco de la puerta del dormitorio.
Su madre se levantó despacio.
—No te acerques —susurró Marie—. ¡No te acerques! —Entró de espaldas en el dormitorio, con los bajos del vestido peligrosamente cerca del fuego—. ¡Aléjate de mí! —Miró a Cecile, que estaba en la puerta.
—Marie, Marie… —Cecile tendió la mano, con los dientes haciéndose sangre en el labio—. Marie, tú se lo puedes dar —dijo con la voz tan tensa que era un puro siseo—, puedes ofrecerle París, donde podrá ser un hombre.
—¡Basta! —Marie cogió bruscamente el chal de los pies de la cama y se acercó de espaldas a la puerta trasera—. ¡Cómo puedes pensar que haría una cosa así! —Escupía las palabras mientras Cecile avanzaba—. ¡Cómo puedes creer que viviría como te he visto vivir a ti! Cómo puedes creer que sufriría la misma desgracia que te he visto sufrir a ti desde que tengo uso de razón, sin saber nunca si él vendría, si ese mes habría dinero para las facturas, si podrías mantener este techo sobre tu cabeza, para luego verlo morir así, sin dejar una mala nota en el testamento, sin una mala nota que te podía haber entregado Jacquemine en secreto. Setenta y cinco dólares… y dicen que has tenido suerte. ¿Y tú le amabas? ¿Todavía le amas? Estás loca, estás loca si crees que yo voy a vivir así, si piensas que le voy a dar la espalda a Richard. Sí, tú me venderías en el mercado por mi hermano, ¿verdad? Pero no me conoces, nunca me has conocido porque de ser así no me habrías mostrado tu alma, ¡tu alma de puta!