La noche de todos los santos (79 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

Se movió en la silla para mirar a Marcel. Sus cejas destacaban negras todavía en su piel marrón y se arqueaban ligeramente sobre unos profundos ojos negros. A tan avanzada edad, su boca caucasiana no era ya más que una fina línea pero sus ojos irradiaban pura expresividad.

—Yo no tenía derecho a recoger a tu madre en aquella calle. Era una niña negra, a pesar de sus rasgos franceses, y los soldados de Dessalines no le habrían hecho daño. Claro que habría estado sola y habría pasado hambre durante algún tiempo, no te puedes imaginar el caos y la confusión de una guerra, pero no era huérfana. Aun así me la llevé, la cogí como si fuera el botín de una guerra en la que yo misma no había participado.

Marcel apartó la vista. Aquello parecía absurdo. Pero
tante
Josette prosiguió.

—Me la llevé aprovechando la confusión del momento, Marcel, y la metí en mi mundo por propia voluntad, porque deseé hacerlo. Ella se convirtió en mi propiedad en ese mismo momento, y por tanto en mi responsabilidad. Mucho más tal vez que cualquier niño que Dios me haya enviado después.

No había duda de que era sincera al expresar aquellos extraordinarios sentimientos. No hablaba así simplemente para hacerle sentir cómodo. Vistas todas esas imágenes bajo aquella luz —la sórdida guerra, la niña que lloraba asustada y la valiente mujer que bajó las escaleras para rescatarla de la calle—, fueron cambiando en la mente de Marcel, despacio pero drásticamente. No surgió sin embargo nada distinto. El muchacho intentó por un momento verlo todo con los ojos de Josette.

—Nadie se habría molestado por ella,
tante
—dijo—. La podrían haber pisoteado en la estampida.

—Yo la deseaba —afirmó Josette arqueando las cejas—. La deseaba. Era ese deseo, un deseo ciertamente impulsivo, lo que subyacía en ese acto tan magnánimo. Yo era viuda entonces y estaba sola. De no haber sido una niña tan hermosa, no sé si la habría visto siquiera.

Marcel frunció el ceño.

—Más tarde hubo un enfrentamiento entre mis hermanas y yo cuando me vine aquí al campo. Querían quedarse con la niña, y yo también. Ella decidió por sí misma. Adoraba a Colette y se echó a llorar cuando quise cogerla. ¿Se te ha ocurrido alguna vez pensar cómo serían las vidas de mis hermanas hoy día si no fuera por tu madre? Bueno, por tu madre, por tu hermana y por ti.

Nunca lo había considerado de esa forma. Claro que
tante
Louisa y
tante
Colette tenían amigas, pero habían perdido todos los hijos que habían concebido, sus amantes habían desaparecido hacía ya tiempo y era la familia Ste. Marie lo que las enraizaba profunda y firmemente en la comunidad. La familia Ste. Marie era todo su mundo.

Tante
Josette se había vuelto a casar. Se había casado con Gastón Villier, el hombre que construyó Sans Souci, y un hijo tardío nacido en vida de la madre de él había sobrevivido a las calamidades de la infancia para dirigir la plantación tras la muerte de su padre y tenía a su vez dos hijos. ¿Pero Louisa y Colette? Marcel, Marie y Cecile eran su vida.

Sin embargo, ¿cómo podía no estar agradecido? ¿Cómo podía desear volver a aquella isla anegada en sangre, si de no ser por ellas no habría nacido jamás?
Tante
Josete observaba su expresión, lo estudiaba como si lo viera por primera vez como el hombre que era.

—Tú eres parte de mí, Marcel, como yo soy parte de ti. Y ahora éste es tu lugar.

Marcel deseó poder creerlo. Deseaba por encima de todo convencerla a ella de que lo creía y así dejar de ser un problema para su tía y poder ir a meterse en algún rincón apartado donde no le pisotearan durante el tiempo que durara aquel exilio.

—Gracias,
tante
.

—Sospecho que tu inteligencia no la has heredado de tu madre ni de tu padre —dijo pensativa, con las manos juntas y las puntas de los dedos en los labios—. Debes haberla recibido directamente de Dios. ¿Tengo que dejarte las cosas más claras? Mírame otra vez con esos ojos azules, que yo vea si realmente quieres saber la verdad.

—¿Es que no la sé ya? —replicó él—. ¿No es el resto una cuestión de comprensión que ya vendrá con el tiempo?

Josette negó con la cabeza.

—Esto te dejará las cosas claras.

Una chispa de miedo asomó a los ojos de Marcel, pero no se amedrentó.

—No nos marchamos de la isla el día que encontramos a tu madre —dijo Josette—. La masacre de los franceses prosiguió, como todas las atrocidades inevitables en una guerra. Pero en Puerto Príncipe estaban los americanos, a quien nadie molestaba, y con ellos planeábamos escapar.

»Mientras tanto teníamos la casa cerrada a cal y canto. Bañábamos a tu madre, la mecíamos, peinábamos sus largos cabellos, le dábamos toda la comida que teníamos. Pero ella estaba como aturdida y gemía como un animal. Cuando por fin pronunció algunas palabras fueron africanas, inconfundiblemente africanas, aunque entonces no supe de qué lengua se trataba, ni sabría decirlo ahora.

»La mañana antes de marcharnos oímos unos horribles golpes abajo. Yo los oí desde el fondo de la casa, donde dormía con tu madre. Tus tías, Colette y Louisa, estaban abrazadas en la sala de delante. Yo, por supuesto, quise saber qué pasaba y por qué ninguna de ellas se había atrevido ni siquiera a mirar la calle por una rendija. “Déjalo —me dijeron las dos—, es una loca, una africana salvaje. Ni la mires.” Lo cierto es que mis hermanas nunca han podido tenerme engañada mucho tiempo. Yo sabía que algo me ocultaban, y estaba decidida a averiguar qué era.

»Era una salvaje, es verdad, una mujer alta, muy negra, supongo que guapa, no sabría decirlo, vestida únicamente con un trapo rojo y africana hasta la médula de los huesos. Aporreaba la puerta con los puños, y al oír el chirrido de la contraventana en el piso de arriba gritó en la jerga francesa de los negros: “¡Devolvedme a mi hija!”.

Tante
Josette hizo una pausa. Marcel la miraba absorto.

—Nos habían visto coger a tu madre y ahora había personas mirando a aquella mujer que aporreaba la puerta. Pero aquella casa había sobrevivido años de asedio. Nos quedamos dentro acurrucadas, sin hacer el menor ruido. Yo fui a la parte trasera, cogí en brazos a mi pequeña Cecile y le tapé las orejas.

»Pasó una hora, tal vez más, pero la mujer no se rendía. Tiraba piedras, adoquines. Por fin intentó forzar la puerta por las bisagras con una palanca. Yo tenía los nervios a punto de estallar, e incapaz de soportar aquello un momento más abrí de golpe la ventana y me la quedé mirando.

»Antes de juzgar, Marcel, tienes que comprenderlo: el olor del fuego eternamente en el aire, el hedor de la carne putrefacta, aquella mujer descalza, con el pecho desnudo, el cadáver del francés hinchándose y pudriéndose en el gancho. Y esa preciosa niña de ébano, tu madre, aquel hermoso rostro inmaculado con los ojos cerrados en mi regazo, con sus bucles, su piel como la seda.

».—Tu hija no está aquí. —Le grité a la mujer—. Vete de aquí. ¡Tu hija está muerta! Anoche se llevaron su cadáver y lo echaron a la pira común.

Tante
Josette se quedó callada. Miraba fijamente al frente. Marcel, sin habla, observaba su rostro agitado.

Ella suspiró.

—Nunca olvidaré el alarido de esa mujer. Nunca olvidaré su rostro que ella se apretaba con las manos, aquel agujero redondo que era su boca.

»—¡Cecee, Cecee, Cecee! —aulló antes de caer de rodillas—. Dos días más tarde, cuando yo le dije a tu madre aquel nombre, “Cecee”, en la bodega del barco que nos traía a Nueva Orleans, ella sonrió por primera vez.

Marcel se tapaba los ojos con la mano. No dijo nada, no se movió.

—¿No lo comprendes? —preguntó Josette suavemente—. Tu madre es más mía que cualquier niño que yo hubiera podido concebir, y tú también me perteneces.

»Lo que hice estuvo mal, fue un error. No sabes las horas que he pasado pidiendo perdón por ello, suplicándole a Dios que me dé una señal de que hice bien. Pero Dios ha sido bueno conmigo, ha sido bueno con todos nosotros. Ahora te cuento la verdad, Marcel, porque prefiero arriesgarme a perder tu amor que hacerte creer que no eres mío.

Una vez a solas en la espaciosa habitación del
garçonnière
, detrás de la casa, Marcel lloró como un niño con los puños en la boca, mientras la vasta plantación y sus campos de algodón despertaban tras las ventanas abiertas.

Pasó una semana antes de que pudiera escribir nada de todo esto a Christophe, y qué rígidas y ampulosas le parecieron entonces las palabras. No podía lograr la emoción que teñía el relato de
tante
Josette, no podía transmitir su voz, tan cargada de dolor y remordimiento.

La réplica de Christophe fue rápida y breve.

Compadece a tu madre, que era bastante mayor para acordarse de todo. Y a tu
tante
Josette, que no te hubiera contado nada si tuviera la conciencia tranquila
.

Pero no era ni Cecile ni Josette el objeto de su preocupación durante aquellas primeras noches, cuando la oscuridad se cernía totalmente sobre el campo, sino la mujer negra aporreando la puerta en Puerto Príncipe. El retrato familiar estaba ahora completo: el francés blanco colgando eternamente de su gancho y la africana con el pecho desnudo aullando mientras caía de rodillas. ¿Cómo desear que Josette no lo hubiera hecho? ¿Cómo retroceder cuatro décadas para tocar aquella mano negra? Por fin una noche se incorporó de un brinco en la oscuridad y bajó a la casa principal, poco antes del amanecer. Allí encontró a
tante
Josette, que estaba leyendo a la luz de una lámpara. Ella le tendió los brazos al instante. Le resultó muy fácil llorar contra ella, rodear su estrecha cintura y apoyar la frente en su pecho hundido.

—Eres mío —le dijo ella suavemente.

Y esta vez él respondió:

—Sí.

Aquellas primeras semanas en Sans Souci pasaron como en una confusión. Aparte del dolor producido por las revelaciones de su tía, jamás se alejaba de su mente su reciente pasado en Nueva Orleans. Lo único que quería era hablar con
tante
Josette, pero en vez de ello se dedicaba a llevar a cabo las elaboradas actividades propias de un sobrino que está de visita en medio de una gran familia, como si fuera un actor interpretando un papel.

No obstante, en los meses siguientes pasó largas mañanas en compañía de
tante
Josette, durante las cuales ella le descubrió todo un universo. Había ido a París de muy joven, con un amante blanco que había puesto a su disposición tutores particulares. Ella recordaba aquella época de sombreros de tres picos y polainas cortas, y los disturbios de París bajo un gobierno en el que aún vibraban los horrores de la guillotina. A diferencia de sus hermanas y de las hermosas mujeres que la habían rodeado toda su vida, era una compulsiva lectora de libros y periódicos. Su rincón del salón de Sans Souci albergaba una biblioteca tras las puertas cerradas de un armario, y en aquellas estanterías tan cuidadosamente ocultas comenzó la educación de Marcel sobre la historia de su pueblo y la isla de Haití o Santo Domingo.

Eran libros barrocos y cubiertos de sangre. Algunos se oponían violentamente a la revolución y pintaban a los esclavos rebeldes como monstruos crueles sin civilizar, mientras que otros convertían en héroes a esos mismos hombres, detallando la vida y discursos de Toussaint L'Ouverture, el general negro que había estado al mando del primer gran levantamiento organizado, y de sus sucesores: Dessalines, que había dado a la isla el nombre de Haití, y su primer emperador, el magnético y carismático Henri Christophe.

Marcel, que tenía prohibido mostrar estos libros en la casa, se quedaba dormido noche tras noche con ellos abiertos sobre la almohada, y la crónica de los horrores ensangrentaba sus sueños. En esta época leyó por primera vez sobre los bandoleros, esclavos fugitivos que vivieron durante muchas generaciones en las montañas de la vieja colonia francesa de Santo Domingo hasta que la Corona reconoció finalmente su independencia, un privilegio que en los días de la revolución negra se habían negado a perder. En un momento lucharon por el rey, en otro por los rebeldes, y a veces parecía que sólo luchaban por ellos mismos.

El padre de Juliet, el «viejo haitiano», había pertenecido a esta casta. Sólo entonces llegó Marcel a comprender, a medida que
tante
Josette respondía sus ansiosas preguntas, todo lo que tanto le había sorprendido de Juliet. ¿Había sido criada en las montañas con un puñado de bandoleros? En ese caso, ¿cómo no iba a ser natural para ella retorcerle el cuello a las gallinas con tanta facilidad, arrancar los ñames del huerto o llevar con tanta gracia la cesta del mercado sobre la cabeza? ¿Qué clase de vida había llevado allí? ¿Qué violencia le había marchitado el cerebro hasta dejarlo convertido, como decía Christophe, en una cascara vacía?
Tante
Josette tenía una cosa muy clara: cuando Juliet consiguió llegar a las costas de Luisiana, creía que su padre había sido asesinado por una de las facciones que se alternaban en el poder. El apellido Mercier era el del primer hombre blanco que la instaló como su concubina en la casa de la Rue Dauphine.

—Una mujer muy astuta —dijo
tante
Josette—. Dejaba que la arrastraran por el pelo si querían, pero escondía el dinero que le daban y jamás permitió a nadie ponerle la mano encima a su hijo. Yo creo que el viejo le dio un susto de muerte cuando apareció en Nueva Orleans, y sólo Dios sabe dónde había estado y de dónde había sacado la fortuna que trajo con él. Belvedere, el retratista, vino por aquí justo después de pintar el retrato del viejo en aquella casa en 1829, y menudas historias contaba. A veces pienso que un artista que viaja debería guardar el mismo secreto que un médico o que cualquier persona que acude a prestar un servicio en la intimidad de un hogar.

—¡Cuéntame más cosas! —exclamó Marcel con la característica impaciencia que más de una vez había hecho reír a su tía.

—El viejo ahuyentó a los amantes de Juliet, pagó sus deudas, compró la casa, y todo con oro. Pero le pegaba a ese pobre muchacho exuberante que era Christophe, y cada vez que esto sucedía su hermosa madre estallaba en lágrimas y la emprendía a puñetazos con el viejo. Aquel hombre tenía una fuerza especial, piensa en todo lo que había vivido, y ella debió de heredarla. A su llegada, Juliet se dedicó a fregar suelos y Dios sabe qué más hasta que un día se contempló en el espejo, miró a su alrededor y comprendió que todo aquello podía ser suyo. Dime, Marcel, ¿persiste hoy en día esa fuerza en tu profesor?

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